Pinceladas Literarias en Vía Tres Arroyos: “Pacífico” de Mario Pola

Una selección de Valentina Pereyra.

Pinceladas Literarias en Vía Tres Arroyos: “Pacífico” de Mario Pola
Pinceladas Literarias

Para esta nueva entrega de Pinceladas literarias en Vía Tres Arroyos, Valentina Pereyra ha seleccionado un cuento de Mario Pola.

Pacífico

Las empuñaduras del arado parecen dos rifles que le están apuntando al pecho. El cielo cargado de espesas nubes le anticipan la llegada de un esperado chaparrón, luego de un día agobiante del calor que ese enero no está dispuesto a aflojar. Parado en el medio de su quinta de 4 hectáreas, Pacífico recuerda: el aroma del mar, las olas castigando la cubierta. El gusto amargo de su toscano le pone aún más agria su estropeada garganta.

El mar. Ese inmenso mar que envolvía su mirada y que se empecinaba en zamarrear el buque, obligándolo a sentarse con la cabeza entre las piernas y aguantar el vómito. Su hermano mayor reía ante lo que consideraba una flojera de ese apenas adolescente al que había convencido para que le siguiera en la aventura de un nuevo mundo a la que ya un tercer hermano había comenzado hacía unos años.

Hacía más de un mes que habían zarpado de Italia y él quería saber algo del lugar hacia donde estaban yendo. ¿Cómo serían esas tierras de las que tanto les escribía quien había iniciado el camino y en las que solamente les aseguraba buenaventura y progreso? ¿Irían todas las mañanas a ordeñar las cabras como lo hacían con su madre en el abandonado Piemonte? Pero cada vez que le preguntaba algo a su compañero en la aventura, éste siempre le hablaba de un mundo mejor. Le explicaba que su otro hermano los esperaba desde hace meses ahí, sembrando trigo y maíz al final del mar, decía y señalaba el lejano horizonte.

Pacífico ahora recuerda la multitud que había en el puerto de Buenos Aires cuando arribaron. Todavía puede ver a la gente vestida de negro, cubriéndose del sol con el diario y moviéndose rápido, como las hormigas cuando anticipan la llegada del temporal. Y todos hablaban algo raro, casi inentendible. Su hermano se estiraba para poder ver más lejos, y él le agarraba fuerte un brazo para no perderse.

El hotel de los inmigrantes en el que paró junto a su hermano no era mucho mejor que el sucucho de la tercera clase del barco. Pero todas las mañanas una señora gorda con delantal les preparaba el desayuno, con pan, manteca y azúcar. Parado en su quinta, Pacífico siente que su garganta alivia un poco su amargor, recordando aquellos “manjares”.

Unos días después, por fin llegaron noticias del hermano mayor, informándoles cómo tenían que hacer para llegar a su nuevo destino, en esa provincia de Santa Fe, tan parecida a la bota de su querida Italia. La fuerte y segura voz de su hermano le dio a Pacífico un poco de tranquilidad y también algo de firmeza a las temblantes rodillas plagadas de incertidumbre.

San José de la Esquina no estaba tan lejos pero para llegar debían tomarse un tren. Pacífico se pasó las doce horas que tardó el viaje pegado a la ventanilla del vagón, sorprendido de la inmensa llanura, tan distinta al paisaje de colinas de su Piamonte natal. Su hermano no paraba de repiquetear el piso con el taco del zapato.

El mayor de los hermanos, que nunca había sido muy efusivo con su familia, los estaba esperando en la estación de trenes, sentado en un viejo Ford T medio desvencijado y con el motor encendido. El asiento trasero en el que Pacifico iba sentado era amplio, de un cuero brilloso que hervía con el sol. Todavía puede recordar a su hermano pasando los cambios, fumando un cigarro negro y hablando del nuevo trabajo: la siembra de trigo y maíz, la venta de lo producido a su cosecha. Al costado, su hermano escuchaba con atención y de tanto en tanto asentía a los comentarios del mayor. Pacífico los miraba y pensaba que ya deberían haber llegado a ese mundo del que él tanto les hablaba.

Esa tierra Santafesina tan feraz y ese río Carcarañá que, embravecido, causó estragos en dos años seguidos a esa cosecha tan esperada. Estragos que provocaron que Pacífico buscara un sitio más seguro, en el sur de la Provincia de Buenos Aires, para empezar nuevamente la aventura.

La bruma ahora se pone espesa y el cielo amenaza con las primeras gotas. El viejo Pacífico arranca una hierba del piso, desata la yegua del arado mancera y se vuelve lentamente hacia la humilde vivienda de su quinta. Esta vez le dirá a su mujer y a sus hijas que el mal tiempo no le permite seguir arando. No les dirá que el gusto amargo ha retornado a su garganta…