LA POSTAL - un cuento de Valentina Pereyra.
Grace escuchó el timbre de la bicicleta del cartero y corrió hacia la verja de entrada para revisar el buzón. Se sentó en el umbral de la puerta de entrada y sacó los anteojos del bolsillo de su delantal. Ana Lía le había prometido mantenerla al tanto de su vida y además, quería llevarla a través de sus postales a visitar cuanto paisaje vieran sus ojos. Rompió el sobre y descubrió una nueva foto aérea: riachos que se confunden con las rutas y caminos rurales que serpentean descontracturados a la espera de que la lente los capte, así, para siempre. Las montañas nevadas se alzan entre las nubes que caen sobre el río Atuel.
La giró para leerla: “Querida Grace: Te mando esta postal para que veas que algo lindo tenemos aquí en San Rafael. Siento decirte que hasta el 10 de marzo no voy, no puedo. Bueno, chaucito cariño a los vecinos y a vos muchos besos de quien no te olvida. Ana Lía. PD: Cariños a mi marido si lo ves”, 10 de enero de 1966.
Después de unos días, Grace tomó coraje y le llevó a su vecino noticias de su esposa Ana Lía. El hombre, ex empleado de la fábrica Istilart, reconoció las letras redondeadas y las tildes mal usadas. La postal flotó en el aire entre el dedo gordo y el índice de Grace. Él agachó la cabeza, metió las manos en los bolsillos de su saco de lana, murmuró un saludo de despedida, le dio la espalda y entró a su casa por la puerta que daba al taller de herrería.
Grace y Ana Lía se habían conocido en el ´52 cuando se mudaron al barrio obrero. Se casaron con dos empleados de la fábrica Istilart con los que compartieron la ilusión de la vivienda propia. Armaron sus vidas alrededor de esos techos a dos aguas, paredes blancas, ventanas y puertas pintadas de verde, verja y jardín al frente. Criaron a sus hijos en el barrio peronista, alrededor de la fábrica que les mataba el hambre. Compartían sus recetas y las preocupaciones por la crianza de los chicos.
En diciembre, después de las fiestas y con la promesa del aguinaldo, Ana Lía y Grace organizaban las vacaciones para las dos familias. Alquilaban, a cinco cuadras de la playa de Claromecó, los departamentos de la colonia para empleados de los almacenes del ABC. El esposo de Grace ayudaba a cargar la Estanciera amarilla del marido de Ana Lía. Subían los bártulos y a los tres chicos los acomodaban arriba de valijas, cacerolas y sillas de madera. Dejaban el pueblo hacia la villa balnearia por el camino que pasa por al lado del cementerio municipal y al llegar, lo primero que hacían, era estacionar en la costanera para mirar el mar.
Todas las mañanas, después del desayuno, las mujeres salían con sus chicos para la playa y sus esposos rumbeaban para el lado del faro en busca de buena pesca. A los hijos de Grace les gustaba armar castillos de arena, bañarse en el mar a pesar de los gritos de su madre que los pensaba ahogados con cada ola que los cubría. Ana Lía tuvo una sola hija, Paola. La chica podía pasar horas leyendo Corazón, Mujercitas o cualquier novela que le dieran en la biblioteca de la Torre Tanque del barrio obrero. Grace y Ana Lía tejían y leían la revista Femirama. Cuando los chicos se empezaban a poner rojos como tomates los metían debajo de la sombrilla a lunares amarillos y verdes. Si las nubes ganaban el cielo, Ana Lía proponía jugar a encontrarles formas. Ella siempre veía montañas de picos blancos. No conocía la nieve, la playa era su horizonte.
Al atardecer, los esposos volvían con los haraganes cargados de corvinas negras que fileteaban en el patio. Las mujeres juntaban las escamas, tripas y pedazos desparramados en el pasto, ponían la mesa, bañaban a los chicos y se acercaban al fuego para disfrutar del banquete. Hasta que un día el marido de Ana Lía recibió el telegrama de despido, se tiró en un sillón y no se levantó durante meses.
Ana Lía combatió la malaria de su familia haciendo dulces para vender. En el patio de su casa plantó, con su esposo, árboles de peras, ciruelos, duraznos, manzanas y dos limoneros. Paola la ayudaba a cosechar y a pelar la fruta. Usaba la receta de su abuela. Su marido era un muy buen soldador, así que ella decidió poner un cartelito en la despensa. “Hago trabajos de herrería”. El almacenero la ayudaba a vender sus dulces y le conseguía clientela para el marido.
Ana Lía y su esposo acondicionaron el lavadero y pusieron la herrería. Mientras él hacía parrillas, calentadores, maceteros, rejas, portones y hasta cunas, ella seguía con el negocio de los dulces. Cuando Paola se fue a estudiar a la universidad contrató a una chica del vecindario para que le diera una mano. Ana Lía combatía la frustración de su esposo cosechando frutas a punto, revolviendo y probando que la mezcla tuviera el azúcar justo, desinfectando los frascos con alcohol y envasando. Entre pito y flauta la agarraba la noche. Se guardaba un tiempo para la preparación de la cena y comía en silencio mientras hacía cuentas para calcular su ganancia y cómo llegar a fin de mes.
Los viernes viajaba por la zona vendiendo frascos con mermelada casera que le sacaban de las manos. Tomaba el colectivo de la Joly Ferreira a Dorrego e Indio Rico, a Claromecó iba con Detroit y a Orense con Yanacone.
Un día de 1964 recibió una carta del dueño de un almacén de productos regionales mendocino: “Probé sus dulces en la casa de mis amigos, los Roldán de Oriente. Quisiera llevar unos frascos para San Rafael y vender allí su producto”. Dio vueltas con la carta en la mano hasta que pudo leérsela a su esposo que la miró por encima de sus lentes, levantó los hombros y no pronunció palabra. La propuesta comercial incluía que ella viajara a presentar sus dulces a una Feria de Artesanos mendocinos.
Las montañas nevadas recortaban el nuevo horizonte; vio que no eran nubes. Los bosques circundaban el pie de las montañas y, en la altura, las lengas y los ñires forzaban un paisaje menos árido. Los ríos caían desprejuiciados desde las altas cumbres y helaban la sangre de cualquiera. En el pueblo las mujeres competían por las flores de sus balcones. La sequía extrema engamaba con el verde de los pehuenes y el verdor producto del riego artificial.
La Feria de artesanos de San Rafael se armaba en la plaza principal al amparo de los pinos, intrusos de la zona, y de los musgos que se prendían a las rocas a la espera de humedad. Un semicírculo perfecto de productores de distintos lugares del país. Ana Lía hizo muchos amigos y disfrutó del vino y los paseos matinales desde el hotel en el que se hospedaba hasta la plaza, entre las plantas de ciruelos rosas y blancos. La receta de su abuela funcionó como los dioses y los pedidos no dejaban de caer.
Ana Lía hizo tres viajes más a San Rafael antes de tomar la decisión. Una noche, después de que su marido dejara el taller para cenar, lo encaró. No hubo escándalos, ni despedidas, llevaban años respirando el aire viciado de silencios que los circundaba. Paola, que estudiaba en La Plata, comprendió el deseo de su madre, no opinó, la dejó ser y ya no regresó más a Tres Arroyos.
La mujer abrazó a cada una de sus plantas, lloró abajo del limonero seco. Preparó una sola valija en la que metió dos vestidos, tres delantales, la malla, el camisón de frisa y los pulóveres tejidos por Grace. En la cartera puso el recetario de su abuela y la espátula con la que revolvía los dulces. Se asomó al patio y escuchó el chiflido de la soldadora. Su marido no salió del taller, Grace fue la única que la despidió.
-Te voy a escribir, y ni bien pueda te muestro dónde vivo.
Ana Lía envío postales del Bolsón, de San Martín de los Andes, de Mendoza capital, de San Luis y muchas de San Rafael. Grace viajó a través de ellas por todos esos paisajes, disfrutó de las rosas mosquetas y las moras, de los ciruelos, pinos, cipreses, del Lago Escondido y del Espejo, visitó el Glacial Negro y las altas montañas, el Cristo Redentor y el río Atuel. La última postal la envió en enero de 1966.
Los frutales se marchitaron. Los hierros del marido de Ana Lía ganaron terreno en el patio. Las plantas chupaban agua de lluvia que lavaba los restos de estructuras metálicas vacías. Hasta el final ofrecieron la materia prima para los dulces. Las ramas contrajeron la madera y ahogaron la savia que nunca llegó a la fruta.
Sobre la autora
Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”