Pinceladas literarias: “Ovejero”

Un cuento de Valentina Pereyra.

Pinceladas literarias: “Ovejero”
Pinceladas literarias: “Ovejero”

Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión con un nuevo cuento de su autoría.

Ovejero

Al Ponce le desconfié de entrada por eso desenvainé a la primera porfiada. Recién ahí se calmó y arreglamos la mascada. La tuve fiera muchas veces. El Juez de Paz de Arroyo Seco, los pagos por los que anduve, me la tenía jurada. Desde entonces gambeteo la muerte. Será por eso que la malicié de entrada.

En los arreos me conocen como “el Ovejero”, nombre que me gané en las rondas de coplas y mate. Fue el mismísimo Melitón Fierro que me lo puso y cantó de mi destreza en sus versos. A según fueran los negociaos me hacía amigo del gringo o del cristiano, del indio o del fugao. Empecé de abajo, estuve en el pastoreo, pasé al arreo y cuando entendí la jugada me metí con las marcas. Aprendí a forjar el hierro en Sol de Mayo cuando hice un arreo pa´la comandancia. Los milicos, de pura malaria nomás, moldeaban marcas pa´las ovejas a fuego y las llevaban a la pulpería pa´ cambiarlas por puchero.

La pampa me cobijó desde que quedé guacho de tata y mama. Dice la paisanada que me encontraron llorando desconsolao cerca del arroyo que va pa´ Fortín Machado.

La verdá es que no me acuerdo, pero a según me han contao, a mi padre, capataz de la estancia de don González Chaves, lo degolló un tal Bueno.

Mi madre corrió de miedo como luz mala y desde ahí naides supo de ella más nada. Me quedé menudito como soy desde los quince, ni fuerza pa´la carneada, por eso me dieron pa´ trabajar con las marcas.

Me jui ganando el nombre y pasé de arriada en arriada. Cada vez que llegaba a un campo arrendado, el trabajo sobraba. Dicen que cuidan las tierras pa´ no perder las manadas. ¡Flor de negocio se mandan! ¡Una panzada!

La frontera se puso brava y el comandante anda muy ocupado con los asuntos mitristas como pa´ defenderme si me agarran.

Preparé unos cuantos fierros y salí atrás del lucero. Caí a la estancia del Ponce a pedir refugio pa´ la noche. Me llevó pal rancho de la pionada debajo de unos álamos. El frío pelaba hasta el caracú, así que prendió el bracero, puso la pava y empezó con la charla.

De puro agrandao me pasó. Le conté de mis habilidades para marcar las orejas y al tipo le interesó enseguida. Pa´ no ser menos me dijo que era muy amigo del comandante y que sabía de una majada que había dejado en Fortín Machado al cuidao del teniente Algarañáz. El entuerto se veía venir y ni bien terminamos sellamos todo con un apretón de manos. Después me sirvió una sopa de papas, zapallo y cueros de chancho que me limpió bien las tripas para poder seguir de largo.

Me levanté con el gallo y emprendí la retirada. Me sacudió la mañana helada, el viento sur y la niebla que buscaba abrigo entre las ramas peladas. Al tranquito llevé al zaino pa´ que no se patinara y cuando el sol malicioso calentó la tierra congelada, galopé sin hacer ni una parada. Seguí la huella del arroyo, entre barrancas y retamas llegué al Fortín Machado. El milico de guardia pegó el grito:

— ¡Ave María!

—Sin pecao.

El propio teniente Algarañáz salió a recibirme.

—Hace rato que no viene nadie, pensamos que era el mensajero del comandante.

—Tenga por seguro que si me envita a pasar unos días, la comandancia en persona estará agradecida.

No sé si por flacucho o porque no tenía otro palenque pa´ rascarse me hizo lugar enseguida. El rancho de la jefatura estaba en el centro mesmo del fortín; otros, más desparramaos, de barro, paja vizcachera y bosta e´caballo. La fosa que los rodeaba se venía en empinada, no parecía ahuyentar ni a los muertos. Tenían encerrada a la majada del comandante y a según me dijo el teniente, había otra parte cerca de los cañaverales.

El teniente me mandó pa´la estancia del Juez del Paz a certificar los papeles que lo harían propietario legal, legal, del rebaño. El hombre me recibió sentado atrás de un escritorio de buena madera. Me pidió la papeleta. Le di la carta del teniente Algarañáz en la que él había dibujado la marca que quería registrar: una señal de patria de una oreja y botón en la nariz de las ovejas. Abajo escribió que todos los señalados con esa marca, setecientos animales, eran de su propiedá.

Pa´ hacer cualquier negocio con la majada necesitaba una papeleta firmada por el Juez de Paz: un boleto que asegurase que las ovejas con marca de patria y botón en la nariz del Fortín Machado eran suyas. También quería que el juez de Paz sellara otra papeleta en la que dos vecinos certificaban al teniente Algarañáz como el dueño legal, legal del rebaño. Los paisanos de ahí cerca firmaban lo que viniera con tal de que los fortineros les cuidaran a las crías.

Un tiempo después el teniente me encargó remarcar las orejas de todo el rebaño con la marca igualita a la que firmó el Juez de Paz en el certificado. Retorcí los fierros con la forma de la marca patria y con la ayuda de los milicos mal comidos le jui cambiando las señas a tuitas las ovejas. Cuando estuvo listo el trabajo ensillé el tordillo y antes que cantase el gallo salí, como me mandó Argarañáz, pa´ Arroyo Seco, a la estancia del Ponce. El teniente sabía por mí que él andaba buscando animales pa’ congraciarse con el gobernador y, ni bien tuvo la pepeleta y las orejas remarcadas, quiso cobrarse por el cuidao de las ovejas.

De arreos sé bastante, allá en las sierras de Tandil llevaba ganado a las estancias de los Figueroa o a lo de los Gómez, parientes del comandante, animales negociaos con milicos y capitanejos rezagaos. A los talonazos empujé a la majada con la ayuda de tres perros arrimaos y cuatro milicos que me puso el teniente. Adentré la animalada al campo bravo.

El tranco venía retrasado por culpa de los abrojos y los cardos que se les clavaban en las patas. Los milicos que me acompañaron tenían ganas de agarrar la pampa y no volver al ruedo, pero cuando vieron la inmensidad del yuyal, sin un lugar pa´ descansar o hacer un fuego, siguieron. Remontando el Claromecó encontramos la pulpería del gallego Juan García.

Llevamos los pingos y la majada a los corrales, dejamo pastura y acarreamos el agua del pozo a los bebederos. Recién cuando terminamos juimos a cubijarnos a la pulpería. Atravesamos el cuero de entrada y acomodamos la osamenta en la barra. García nos dio bastante caña pa´ recuperar el calor que perdimos en el camino. Los milicos soltaron la lengua de hambrientos:

- No tenemos pilchas y no llega ningún pago de la comandancia.

Ni lerdo ni perezoso el gallego García nos dijo:

—Seguro que les vendría bien unos patacones que paguen el viaje y los sabañones.

Antes de que me ganaran de mano los milicos, aproveché la tranca que tenían y me arrimé pa´ hacer el trato con García.

—Cuarenta y un capones a cincuenta y cinco pesos cada uno a cuenta de la mercadería que nos llevamos.

Embolsé los patacones, separé los capones del resto de la majada y la peonada del gallego los arrió pa’ otro corral. A la madrugada ordené la retirada. Anduvimos todo el día sin cruzar ni a un humano. Pasamos la laguna chica por el bajo y nos tomamos unos cimarrones abajo del ombú mientras las ovejas pastaban lo poco que había dejado la helada. La noche ya pedía permiso pa´ hacer su entrada cuando vimos un hilo de humo que lamía el horizonte.

El gallego nos había mandao por el camino de las Postas, pa’ la pulpería de un pariente suyo que resultó ser un hermano. A los lonjazos hicimos pasar a la majada entre unos palos mal colocaos que hacían de tranquera y los soltamos entre los tamariscos. Nos adentramos a la pulpería boina en mano. Pa´ esa hora nos picaba el bagre así que le pedimos al otro gallego García una sopa con bastante choclo y papa. Del fondo de la tapera apareció una china envuelta en la nube humeante del plato. Una china bien crestiana, de ojos gringos y saltones, pelo lacio. Tomé de a sorbos la sopa y pedí más.

—Yo pago.

La china dijo llamarse Herminia y ser otra hermana de los gallegos García.

—Acá hay hambruna fiera, las carretas casi no pasan, ha de ser por la frontera que está medio inclinada. Tenemos unas gallinas, huevos, una vaca y pará de contar. Diga que los estancieros necesitan vender sus cueros y les queda lejos Sol de Mayo para negociar.

No lo pensé ni un rato, metí las manos en el bolsillo y le dejé a la Herminia los patacones que su hermano me había pagado por los capones. No le dije de ande venían, ni me lo preguntó. Se los metió entre el escote y me rozó la mano antes de que soltara el último patacón.

Su otro hermano nos vendió cigarros, tabaco, dos pares de alpargatas y un poncho por 20 ovejas contraseñadas y un matungo que trajimos a la rastra. Las separé de la majada y cuando el sol despuntaba partimos pa´ lo de Ponce, nuestra última parada.

Unas leguas más adelante la majada que traíamos se mezcló con otros animales sueltos que andaban por las otras tierras que, me enteraría en el calabozo, las arrendaba un tal Goyena. Llegamos a la estancia del Ponce, que andaba al salto, y se arrimó pa´ver la mercancía mientras desensillábamos.

—¿Cuántos son? — dijo.

—El teniente mandó seiscientos.

Sin más palabras puse la papeleta de las señas en sus manos y me guardé en la alforja la que certificaba la propiedá de las ovejas.

—¿Usté no sabe leer? Acá dice que son setecientas las ovejas. Entre al rancho—dijo. El muy ladino había mandao a un peón a contar a la animalada.

—No le voy a pagar nada hasta que me traiga toda la majada —gritó. Desenfundé el cuchillo y se lo puse en la garganta. Reculó cagao en las patas. Lo mandé pa´ dentro de su casa y dejé vigilancia en la puerta.

A la mañana siguiente, levanté a los milicos y a rienda suelta volvimos pa´ Fortín Machado. Le conté al teniente que Ponce no había pagado porque esperaba que le llevaran los patacones de unos cueros que había vendido. El teniente puteó, me dio un lonjazo por el lomo y me dijo que si no me había dado cuenta de que nos habían robao. Se dejó de gritar cuando saqué el certificado de propiedá de las ovejas de mi alforja. Al otro día me mandó de vuelta pa´la estancia del Ponce por la paga.

—Decile que, si no paga, le llevo el certificado al Juez y le digo que él se robó mis ovejas.

Cuando volví a lo del Ponce, lo encontré hablando con un don de sombrero y corbata.

- Me manda mi teniente a buscar la paga por las ovejas que le traje la semana pasada— dije y, ahí nomás, me cayeron encima los milicos.

- Arriba las manos, no se le ocurra montar, ni correr por el campo, tenemos órdenes de ajusticiarlo.

¡Qué me iba a imaginar que el del sombrero había denunciao al Ponce! Antes de que me arrancaran de los pelos pa´ juera, el Ponce le tiró, sin que vieran el tipo, unos patacones a los milicos y gritó que no tenía idea de lo mal habido del rebaño.

Mostró la papeleta que decía que había seiscientas ovejas suyas con las marcas de patria en las orejas. Muy destintas a la hoja de higuera que reclamaba el del sombrero, un tal Goyena que estaba parao atrás de la milicada, a los gritos. Ahí me avivé que esa otra marca tenía los animales que juntamos pa´ hacer número antes de llegar a la estancia del Ponce la primera vez.

Pasé unas noches encerrao hasta que llegó el Juez de Paz y llamó a dos vecinos renombraos pa´ que vayan a lo de Ponce a comprobar si los animales tenían contramarca. Pa’ hacerme cantar trajeron a los gallegos García que testificaron haberme comprao las ovejas y el caballo.

La majada quedó embargada y el teniente Algarañáz echaba putas a llamaradas. El encierro terminó cuando Ponce, amigo del comandante, trajo la carta pa´ liberarme y los informes de los vecinos que afirmaban que tuito el ganado era bien habido.

Salí del calabozo helado como barriga de sapo, con el garguero seco enfilé pa´ la pulpería a esperarlo. Ponce me dio los patacones envueltos en un cuero y yo le entregué el certificado de propiedá de las ovejas, que le robé al teniente Algarañáz, con su nombre bien borrao.