El volumen de cambios normativos simultáneos que ha propuesto el presidente Javier Milei no tiene precedentes cercanos. Arrancó su gestión con un decreto de necesidad y urgencia amplísimo. Su difusión provocó reacciones de protesta, como algunos cacerolazos; promesas de oposición orgánicas y de largo plazo de los sectores sociales afectados y advertencias de judicialización que obstruirían su vigencia de inmediato. Pese a todo, el DNU 70 ya está vigente, generando los efectos jurídicos que buscó.
Mientras la oposición debatía sobre las formas de ese decreto y reclamaba la intervención del Congreso Nacional para debatir sus contenidos, Milei multiplicó la apuesta. Envió un proyecto de ley ómnibus más vasto todavía. Tanto en los contenidos -que superan por mucho los muchos que ya tenía el decreto- cuanto por las formas. Porque le pide al Congreso la delegación de facultades más holgada y extensa de la que se tenga memoria desde la restauración democrática de 1983. Mientras el alud de normas nuevas anegaba la siesta legislativa, el asesor presidencial Federico Sturzenegger anticipaba que todavía faltan otros tantos proyectos más.
El volcán legislativo en erupción tiene dos núcleos magmáticos. Uno es tan evidente que no hace falta explicarlo: la crisis económica sigue su curso con la inercia inflacionaria que dejó como bomba activada la gestión anterior. El otro factor que empuja a Milei a desbordar el Congreso con propuestas maximalistas es de índole política y tampoco se entiende sin aludir al gobierno que lo precedió. Milei percibe que viene a llenar el vacío de autoridad presidencial que dejó el colapso del triunvirato Fernández-Kirchner-Massa.
No se trata solamente de la sólida legitimidad inicial que le dieron los votos propios y prestados del balotaje. Tampoco de una fuga táctica hacia adelante ante la fragilidad estructural que tiene en el Congreso y las gobernaciones. Es también el contraste entre la percepción social del poder presidencial que lleva recién tres semanas de gestión y la imagen de vacío presidencial que dejó como herencia, y todavía alimentan, los personeros del gobierno que terminó hace tres semanas.
Dicho esto, en otros términos: la vorágine inaugural de Milei comparte la escena pública con Alberto Fernández abriendo una cuenta bancaria en España; con Cristina Kirchner repitiendo sus selfies aeroportuarias cuando convocan a los pasajeros con destino a El Calafate; con Sergio Massa, reapareciendo para anunciar una carrera literaria mientras el país se incendia por su experimento trágico: financiar con inflación galopante su ambición presidencial.
Ninguno en esa tríada de salida reciente parece tener conciencia plena del rechazo social que inspiran al eludir de manera tan insolente su responsabilidad en el colapso del país.
Avanzar con toda la artillería disponible -en una dimensión tan amplia como se pueda y con una pretensión de perdurabilidad normativa de largo alcance- es la estrategia que Milei ya puso en práctica. Es una estrategia maximalista. Tan liberal como convenga para provocar las reformas económicas que considera necesarias; tan populista como haga falta para que el poder presidencial se sostenga frente a lo que percibe como una casta parlamentaria con alto poder de veto.
El discurso oficial para argumentar ese maximalismo se asienta siempre en esas dos vertientes: la crisis económica terminal y el contraste con el sistema político que la gestó. No sólo el triunvirato de Unión por la Patria, la coalición que detonó en 2021 y agonizó dos años más. También Juntos por el Cambio, cuya crisis interna comenzó a incubar en 2021 y estalló dos años después.
¿Oposición o resistencia?
Pero ante la gravedad de la crisis no sólo el nuevo oficialismo ensaya una respuesta maximalista. La oposición que quedó conformada con el 44% de respaldo en el balotaje está dando muestras de una estrategia similar. Algunos indicadores son evidentes. Que la CGT disponga un paro general contra Milei -a tres semanas de comenzada la nueva gestión y tras cuatro años de abyección frente al gobierno de Alberto Fernández- es una desmesura que no se explica sin un diseño político prevalente.
Es un diseño que coincide con el posicionamiento frontal de Axel Kicillof en territorio bonaerense. Kicillof y Milei tienen además una disputa propia que se dirime en territorio impositivo. Kicillof aumenta impuestos para evitar el ajuste del gasto estatal que pide la Nación. Milei promete un tributo con el nombre del gobernador para levantar el muerto de 16.000 millones de dólares que Kicillof generó con la estatización ruinosa de YPF.
En la misma línea se inscribe la reactivación virulenta del activismo piquetero. Juan Grabois levanta un discurso de tono mileísta, pero con polaridad invertida. Le apunta con sus dardos a la “casta del PJ” por borrarse en la resistencia callejera al avance normativo de Milei. Excluye sólo a Cristina Kirchner. Fustiga a Alberto Fernández, Sergio Massa y los legisladores de la oposición.
Como advirtió Patricia Bullrich, toda esta gama de discursos opositores coincide con una estrategia maximalista: Milei no debe durar. En esa estrategia se distinguen dos variantes tácticas. Están los que proponen acelerar con la agitación callejera el proceso de desgaste y los que prefieren que a esa tarea ingrata la opere de manera inercial y silenciosa el ritmo de la inflación.
Obsérvese entonces la gravedad institucional de la encrucijada política: los que gobiernan apelan a un decisionismo extremo, porque presumen que la oposición tiene resuelto especular con el veto permanente. Y los que ahora son opositores levantan banderas del constitucionalismo alberdiano, mientras coquetean con la especulación constante de un clima destituyente.
Tal vez el síntoma emblemático de esa contradicción es el nuevo rol que se le asigna ahora al arbitraje de la Corte Suprema de Justicia. Hasta ayer el peronismo mayoritario, llevado de las narices por Cristina Kirchner, tenía a los jueces del máximo tribunal sometidos a la extorsión de un juicio político preparado en las cloacas del espionaje ilegal.
Hoy esa misma Corte es reivindicada como última instancia de razonabilidad jurídica frente a las normas que impulsa el nuevo gobierno.