Adicto a los libros y los viajes, el escritor español Fernando Savater se embarcó hace 10 años en la aventura de descubrir las ciudades de origen de sus autores preferidos en la literatura universal. Al visitar Florencia, para reconstruir los pasos de Dante Alighieri, entabló un diálogo memorable con Mario Vargas Llosa sobre La divina comedia.
Vargas Llosa lo desafía a pensar por qué el Infierno es una narración más fascinante que el Purgatorio, y ambas superiores al Cielo. Y arriesga: porque es más auténtico; en la literatura, el mal tiene más fuerza que el bien. Savater asiente. Al fin de cuentas, cualquier sensación humana, por placentera que haya sido al comienzo, se convierte en infernal cuando se prolonga. También porque, en el fondo, cada uno de los castigos es el propio pecado convertido en sanción.
La escena política argentina puede ser mirada con un lente de acercamiento que siga al menos la evolución de dos variables: la velocidad de la inflación –como índice testigo de la situación económica– y el triple empate político de las primarias de agosto. Pero si se abre el foco lo suficiente, como para dar cuenta del momento histórico, lo que está sucediendo es la agonía del ciclo iniciado hace 20 años por Néstor y Cristina Kirchner.
Ese final de época aparece bajo la forma de un retorno al caos que le dio origen: un derrumbe económico acelerado y el debilitamiento extremo del poder presidencial. No importa lo placentera que pueda haber sido la experiencia original de ese modelo para vastas franjas de la sociedad. Su declive incesante desde los últimos tiempos de Cristina Kirchner como presidenta, y su derrumbe final con Alberto Fernández, hacen que la sociedad se autoperciba ahora como habitando un infierno.
El triunfo personal de Javier Milei y los dos tercios del electorado que votaron contra el Gobierno sentenciaron el fracaso más doloroso para Cristina Kirchner: el de sus ideas. Tanto que la única esperanza de supervivencia que la propia expresidenta le asigna a su modelo es el triunfo táctico de alguien que se precia de contradecirlo –Sergio Massa– o el fracaso de la gobernabilidad de cualquiera de sus opositores. Es decir: un agravamiento más profundo de la crisis; un sufrimiento indecible para una sociedad sumergida en la pobreza y un colapso de la estabilidad democrática, para un regreso ilusorio que redima su ideología.
Movimientos
Javier Milei instaló con éxito desde las Paso que está listo para asumir. Lo ayudó esa misma noche el errático gesto estratégico de Mauricio Macri al cortejarlo. Sergio Massa depreció sus propios resultados al devaluar el peso al día siguiente y prenderle el nitro al desborde de la inflación.
Milei hizo desde entonces al menos dos movimientos: enviar algunos emisarios a explicar sus teorías económicas, en especial la dolarización y el cierre del Banco Central, y replegarse en una serie de diálogos reservados con miembros del establishment para dar la idea de que ya está formando un gobierno. Milei cree necesario atenuar las propuestas drásticas que lo llevaron al triunfo, para no agitar el fantasma de un caos mayor. Mientras, vende expectativas en conversaciones reservadas con referentes de la “casta” y sugiere que tiene para ofrecer espacios de decisión en un gobierno inminente.
Hay varias señales de que esa ingeniería de cooptación es percibida como una oportunidad por sectores políticos, económicos y gremiales que ya operan con la clásica metodología del rey muerto y el puesto. Luis Barrionuevo, el primer sindicalista que salió a apoyar la candidatura de Eduardo de Pedro, considera definitivo el triunfo de Milei. Gerardo Martínez le arrimó al libertario una propuesta de la Uocra sobre seguro de desempleo.
Los diálogos con los gobernadores que desdoblaron sus elecciones para desentenderse del derrumbe del peronismo nacional son más reservados todavía. Acaso previos al triunfo de Milei en las Paso. El aluvión de votos obtenido por Milei en provincias donde no vuela una mosca sin permiso del gobernador (pero no faltaron ni boletas, ni fiscalización para la marea libertaria) hace pensar que esas conversaciones no empezaron hace tres semanas.
Esos diálogos no sólo abarcarían a los jefes territoriales del PJ. Juntos por el Cambio se encontró este año con la novedad de que tendrá que gestionar provincias con gobernadores nuevos, que hacen cálculos inquietos pensando en el escenario que les espera.
Ese dinamismo subterráneo de la casta es una complicación central para Massa. Armó una gigantesca cena de recaudación y los mismos gobernadores que lo hicieron candidato se ausentaron, mezquinando la billetera. Porque de eso se trató el tropiezo que tuvo con el bono de suma fija que intentó imponer por encima de las negociaciones de los gobernadores con los sindicatos estatales. Como también las empresas del sector privado negocian paritarias, el candidato oficialista consiguió prácticamente la unanimidad de rechazos.
Ante estos movimientos, el giro que decidió Patricia Bullrich fue anunciar que, si gana, Carlos Melconian será su ministro de Economía. Relanzó su campaña cediéndole al economista de la Fundación Mediterránea una vocería filosa para el debate electoral.
Melconian hizo un discurso enfático, señalando a Milei como un salto al vacío. Subrayó la necesidad del pragmatismo en momentos de crisis; evitar debates sobre teorías inviables. Tal vez lo más valioso fue la tarea de desmontaje argumental que hizo circular por redes sociales. Comparó el cierre del Banco Central con la idea alucinada de alguien que se amputa una pierna para conseguir asiento en un colectivo lleno.
Esta reacción discursiva de Juntos por el Cambio parece una traducción más accesible del desafío que interpela a la Argentina. Del populismo del reparto ilimitado, el péndulo se ha volcado al mito opuesto: el de una restricción ilimitada, pero siempre ajena.
Así funciona el horno último, como dice Savater. Cada castigo es el pecado convertido en sanción.