El recorte que hoy se presenta para esta muestra, está protagonizado por retratos de mujeres. Estas mujeres, no son cualquier mujer, son actrices y cantoras famosas, de un cine de otro tiempo (los 70′s) o de discos que ya pocos oyen y que, Migue hace respirar. Hay amores que respiran en retratos o melodías que se hacen presente hoy y reviven. Esa sobrevida que él otorga a sus diosas del Olimpo (tal y como él las llama), se desprende de un imaginario que pareciera acontecer en un multiverso Miguelino.
Es probable que estos cuadros no requieran mayor elucidación que esa, son retratos de mujeres cuyas obras Migue valora, aprecia, admira y con las cuáles se identifica. No obstante, correré el riesgo de tomar un camino alternativo, en el que me aventuro a ver que algo de la vida de nuestro artista, se escenifica en ellas, como una extensión suya en otro soporte, diferente de él y al mismo tiempo, constitutivo de su ser.
Como decía Borges, los espejos y la cópula multiplican el número de los hombres, o en palabras de Walt Whitman “soy inmenso, contengo multitudes”. En el camino de ser uno y mil a la vez, Migue reconoce su heterogeneidad, su ser diverso, complejo, poblado de seres y, los retrata.
El rostro es lo que se da a ver. Y, asimismo, somos como miramos. De este territorio fronterizo entre un Yo y un Otro, entre un ser de ficción y otro de no-ficción; en la necesidad de reescribirnos una y otra vez, urge organizar una historia de vida ampliada. O, más bien, de buscar un modo de narrar la vida con una fórmula distinta a la impuesta culturalmente.
Los secretos del yo se confiesan, a veces, en imágenes inesperadas que brindan testimonio de esta vida o de la intuición de otras. Ese es el caso de Migue, un viajero del tiempo, que se resiste a la idea de brindar una identidad sellada e invariable.
En esa articulación de miradas, el Yo y el Otro se observan, desde sus respectivos territorios y juegan a invertir esos roles móviles, infinitamente intercambiables, una suerte de RolePlay.
Por otra parte, en este “irse buscando”, siempre habrá una dimensión de lo perdido, sólo se es a partir de una ausencia, una falta que, dará lugar a lo nuevo nacido. Cada retrato alberga una promesa, son reflejos de lo que se escapa y de lo que se intenta atrapar. Plinio el Viejo lo sintetiza diciendo que, las imágenes son la presencia virtual de una ausencia real.
Migue se ausenta en otros rostros, para, finalmente, hacer su gran aparición, como un arcángel, como un santo. Un ser alado, protegido por sus atributos: la torre de santa Bárbara y el rayo de Zeus, donde deja en evidencia su sincretismo, su lenguaje universal. Se representa a sí mismo como el Arcángel San Miguel, el que Es como Dios.
Se busca ahí, donde nunca se había metido. En el Santo, en el adalid de la justicia, en el predilecto de Dios: lo sagrado, lo etéreo, lo cósmico. Se vive, por otra parte, en la sensualidad de esas mujeres, que prestan de sus cuerpos, sus carnes y rostros, para representar lo erótico, lo enraizado, lo terrenal.
Conviven aquí las dos vertientes, el autorretrato vivido como desplazamiento: “un yo en otras” y, el autorretrato vivido como una exaltación de la propia imagen “un yo sacrosanto”. En ambos casos se trata de mascaradas sustitutas que le permiten vivirse en plenitud, reuniendo sus contradicciones. Quizás es al fin, un testimonio de lo imposible que se vuelve retratarse a uno mismo, volviendo a cada intento ineficaz, invitando al disfraz, citando a otros y otras que agranden la familia.
Sólo en las citas de otros nombres que, quedarán en un lugar por siempre idealizado (se imponen como retrato ejemplar, como ideales de yo), podrá confundirse y reunirse en lo singular del artista. Para seguir poblando su vida en lo diverso y lo múltiple.
Y si bien, algunos retratos pueden parecer un gesto puramente artístico, casi un ejercicio de estilo, ha sido gracias a ellos que ha podido reencontrar páginas perdidas de su vida, cosas que se han ido y que vuelven, que nos habla de lo frágil del yo y sus formas, de lo fugaz y de lo eterno.
Para, finalmente reconocer lo poco “auto” y lo muy poblado que está el yo. Ante el reconocimiento de que el amor hacia uno mismo, procede del amor a otros.