Casi que podría ser la sentencia de un conquistador. Una cita de libros sagrados, proverbios antiquísimos. Pero en rigor verdad se trata de la realidad del año 1942 en la humanidad del niño José Szrajber.
La aldea que se llamaba Ciechanów llevaba implícitas cosas antiguas y cosas del pasado. En las antiguas aquellas de recuerdos, genealogías…pero en las del pasado el inventario es más cruel. Porque precisamente allí, habían sido depositados los sueños, la paz, la armonía y el candor que en algún momento la distinguía y que ya no estaban. Ciechanów era también una víctima de la sinrazón y de la inseminación del odio, y en sus habitantes las secuelas serían para siempre. Incluyendo en ese peregrinar por la eternidad también a José.
Hay un tiempo en que las cosas son hermosas y sin darnos cuenta, languidecen abandonándonos apenas en el refugio de recuerdos que a cada instante se van disfrazando de fugaces, lejanos. Un día son aislados, y de pronto sobreviene una epifanía. ¿Habrá pensado eso aquel niño, teniendo frente a si la espesura roja de los bosques polacos?
¿Quién no se ha maravillado frente a los troncos irresueltos de la arboleda? ¿Alguien no ha tenido temores infundados de las sombras que las copas inalcanzables siembran sobre el suelo? ¿O gozar, sabiendo que las alturas de esas ramas son inconmovibles? Es el bosque, el refugio de todos, el destino de los cuentos, el hogar de las fantasías. Todos, todos en algún momento de la vida hemos pensado eso. Se llama niñez, es ineludible.
Pero la próxima vez que Szrajber pronunció la palabra bosque lo hizo en una casa extraña. Sin sus objetos, sin las ilusiones, sin los cuadernos de la escuela y sin la fragancia a pan del oficio de su familia. Sin sus nueve hermanos, sin sus padres y con algún recuerdo aislados de sus abuelos. En la plenitud salvaje de la guerra lo habían ocultado en la residencia de unos campesinos amigos de su familia, algo más lejos de la pequeña urbe de la aldea y con el límite natural del bosque polaco. Rojo, como todos los bosques.
Allí mismo, donde el confort de la cabaña debería haber sido un cobijo, aquel niño comprendió la urgencia. No había nada por soñar, y hasta salvar su vida pasaba a ser una instancia secundaria. Acaso… ¿no corrían el mismo peligro de muerte aquellos generosos polacos amigos, encubriéndolo? Perder los sueños tan temprano y razonar la crueldad de las posibilidades, quizás demasiado para la breve edad.
EL bosque entonces, el bosque rojo que debiera atrapar las ensoñaciones se transformó en un verdadero amparo. No es una metáfora, sino la verdad... José Szrajber, que no llegaba a tener 14 años, garantizó la vida de sus ocasionales encargados. Se fue al bosque, solo, allí donde alguna vez pensamos que las sombras eran fantasmas.
No existen en esa crueldad solitaria las ilusiones de Emilio Salgari, las fantasías de Julio Verne o las aventuras de Stevenson. Hay frio, desolación, hambre, abandono, miedo. No es difícil habitar con las sombras, difícil es sobrevivir a esos sustantivos.
El día que el bosque rojo pasó a ser la vivienda permanente de José, todo se re dimensionó. La nieve perdió la importancia de su blancura porque es muy fría, el sol no es tan nocivo cuando refulge en los ojos porque su calor tiene forma de vida, los brotes verdes dejan de ser un contraste cromático para ser alimento. Mucho más difícil es reconvertir la soledad…siempre es lo mismo: cruel, insana y es entonces cuando le da la mano al miedo.
Alguien, alguna vez, contó que el temor de apagar la luz en la noche es una sensación primitiva. Es así entonces cuando José debe haber ansiado con tanta fuerza que la luna persista, que no se acabe, que vuelva. Lo pienso allí, en una cueva helada y humedecida cerrando los ojos con mucha fuerza, desesperado y con la esperanza de que, al abrirlos, la luna aún iluminara la espesura.
Por eso, pensar en el mundo a partir de ese instante fue para él la representación de todos los males, incluyendo los ya mentados. José había dejado Ciechanów, su hogar, la panadería y la granja del campo donde su padre lo había refugiado. Ahora habitaba solo, en el bosque frío polaco, escondido en túneles oscuros y cuevas rudimentarias, esperando que el azar le proporcionara algo de comer y que ese mismo azar, le salvara la vida un día más. Un día, solo uno más. Por eso, sobre esas cuevas y túneles escondidos bajo la tierra y la nieve, solo quedaba el resto del mundo.
Cronologías
¿Cuántas formas hay de contar los intervalos del tiempo? Fenicios, sumerios, cristianos, judíos o cualquier civilización ha hecho de esto un mecanismo y luego una ciencia. Pero nada puede compararse a la sensación de la interminable desesperanza, combinada con el miedo y conjugado con el hambre. Así paso los días José en el bosque rojo. Escondido bajo la tierra, sumergido y buscando sobrevivir con la mínima manutención, y el apenas contacto con el resto del universo. ¡puede no crear su propio mundo, aun en el horror? Quizás sea una respuesta que no conviene buscar
José, eventualmente, tomaba contacto con algún judío que lo ayudaba. Guarecido en la espesura del borde de los caminos, esperaba que de los carros que transitaban por los caminos bombardeados se cayera algún producto, algún retazo o alguna fruta. En el límite de la vida, una naranja es el elixir más anhelado.
¿Y el resto del mundo? ¿Sus padres? ¿Sus hermanos? Que fuera del suave humo azul de la panadería en la madrugada fresca de Ciechanów. ¿Dónde quedó todo ese franco universo? Tan fugaz habrá parecido todo. ¿Quién no se desespera cuando las sensaciones empiezan a ser sólo recuerdos? Quizás eso sea morirse un poco.
El recuerdo de José vuela a un día de 1945. Todo termina, los ciclos son inevitables y se cumplen con precisión cronológica. Pero en el mundo debajo del mundo que estaba viviendo, solo contaba por día. Un día a la vez, cada vez, cada instante. Y vuelta a comenzar. Hasta que un grupo de soldados de uniforme desconocido comenzó a transitar la zona. Una sorpresa, un nuevo miedo, otra desesperanza. El fin de la guerra inundaba el bosque rojo.
José, aunque no sabía que vivía el 1945, comenzó un nuevo ciclo vital. Fue trasladado a un hospital de campaña primero, donde algunos primeros auxilios intentaron recobrar su fisonomía. Cuando puedo mantenerse apenas en pie fue derivado a Cracovia donde fue atendido un poco más intensamente y luego hasta Varsovia. Son muchos kilómetros, es un largo viaje. Sobre todo, para quien había vivido esa temerosa soledad del bosque rojo, aislado y hambriento. Las acciones bélicas ya habían cesado, pero para muchos la guerra continuaba. En sus fueros, en sus adentros, en el alma que es donde el dolor no se va porque es muy intenso.
Digo porque ese joven, aturdido y percudido por la sinrazón del mundo, no tenía la más absoluta constancia del destino de su familia, de su mundo y universo. Algo que parecía ya tan lejano como el humo azul o la nieve blanca.
La Cruz Roja fue su primer contacto con la parte luminosa de la vida. Al menos para el, que provenía de la noche oscura de la persecución, trabajos forzados y la misma muerte. Quien debiera ser un adolescente ilusionado, era devuelto como una persona curtida, lastimada y apenas 35 kilos en el cuerpo. Dicen que el alma tiene su propio peso…no me hablen de eso.
José se contactó con algunos sobrevivientes, y fue recomponiendo la historia reciente. Las calamidades, la deshumanización, la barbarie…son insumos de los historiadores, pero nadie desea ser el protagonista de esas historias.
De aquellos caminos de regreso, solo pudo constar para su cronología una fecha. Abominable, indeleble, maldita: el 12 de noviembre de 1942. Ese día, sus padres y sus hermanos fueron llevados a Auschwitz. Todos sabemos su destino.
La soledad es una sensación, pero tiene estados. Al principio puede ser de incertidumbre, pero la mayor atrocidad de la soledad es saberla irreversible. Sin amigos, sin niñez, sin panes cálidos sobre el mesón de la familia grande. Uno se pregunta sin animarse a responder… ¿Cuántas pruebas más puede sobrellevar una persona? Yo lo escuché a José, preguntarse una vez más: ¿por qué yo no me quedé con ellos?
Hechos del bosque rojo, de una historia cuyos relatos exceden las frondas de los árboles, los copos de nieve y este capítulo, que, a fuerza de decir verdad, es el segundo de esta historia de José Szrajber, sobreviviente.