Aunque algunos historiadores sostienen que los primeros ovinos llegados al Nuevo Mundo eran Merinos, Wernicke (1934) afirma que eran ovejas ordinarias de razas siria, pirenaica y berberisca. Esto parece como más probable en virtud a que, para esa época, la corona de España tenía prohibida la exportación de ganado Merino, dada la calidad de sus fibras, que había despertado la codicia de Europa y a que el fenotipo de los actuales ovinos Criollos explotados en las regiones noroeste y centro-oeste del país, se compadece más con el aspecto de los actuales ovinos de raza Churra española, que con los Merinos.
La provisión de carne y otros productos para los conquistadores requería ovinos y vacunos. La conquista por tierra debía traer animales que pudieran desplazarse fácilmente por sí solos. Así fue que en el Litoral y el Norte del territorio, se difundieron los ovinos antes que los vacunos, por sus menores exigencias en cuanto a pastoreo y porque los locales aseguraban mano de obra para cuidado y esquila.
En la zona pampeana en tanto, con pastos naturales buenos y sin trabajadores que aprovecharan la lana, se prefirió al vacuno, prestándose cada vez menos atención al ovino. Se sostiene que para 1810 nuestro país tenía apenas 2 o 3 millones de ovinos de baja calidad, de 2 razas con características diferentes: la más numerosa era la “Criolla”, de cuerpo pequeño, lana escasa, corta, enrulada y de diferentes colores y la otra menos numerosa, de mayor tamaño y lana más suave, se llamaba “Tampa”.
Aunque para algunos historiadores estas descendían de las Merino españolas (trashumantes) y las otras de las “Churras” (estantes), lo más probable es que ambas lo hayan sido de éstas últimas, pues la Corona española tenía terminantemente prohibida la exportación de ejemplares Merinos, famosos por la finura y calidad de sus lanas, que según sostenían, era condición que solamente se daba bajo el clima español y de acuerdo con el régimen pastoril trashumante.
Cuando el Río de la Plata se liberó de España, desaparecieron muchas de las trabas que limitaban el desarrollo lanar. Como los animales existentes eran de poca calidad, se imponía importar ejemplares destacados en la producción de lanas de calidad.
En 1813, a instancias del cónsul de Estados Unidos, llegó el primer plantel compuesto por 100 ovejas Merino con sus respectivos carneros, que dieron origen a la primera cabaña argentina, ubicada en el actual partido de Morón, provincia de Buenos Aires, la que sucumbió en un incendio en 1821, cuando tenía alrededor de 900 animales.
En 1824, durante el gobierno de Rivadavia, de incansable afán progresista, fueron introducidos 100 merinos de España y 30 Southdown de Inglaterra con destino a la futura cabaña “Los Galpones” en las vecindades de San Vicente, que despertó la curiosidad de los vecinos por las instalaciones -galpones, bretes, cercos y pozos de agua totalmente novedosas para la época.
A fines de 1826 Rivadavia importa otro lote de 150 merinos finos que son comprados por los mismos dueños de “Los Galpones”, cabaña que para 1830 gozaba de enorme prestigio por los resultados de sus ventas, circunstancia que generó un auténtico interés por el merino o “merinomanía”. Como el merino español no podía salir de la península, se importaban ejemplares de Sajonia, descendientes de los “Negretes” españoles. Es así que a través de sucesivas importaciones, entre 1836 y 1838, ingresan al país un total de 7.850 animales.
No obstante, según sostienen algunos historiadores, semejantes importaciones sin el control adecuado trajeron consigo la plaga de la sarna, por entonces desconocida en el Río de la Plata (Giberti, 1961). Se destacaron, por entonces, como criadores de ovejas los irlandeses, ingleses y escoceses, expertos en la explotación, por haberla ejercido en su país natal.
Buena parte de esos extranjeros compraron campos a precios irrisorios a unitarios perseguidos por Rosas, que los vendían antes de que el Dictador los embargase. La estancia orientada hacia el saladero, característica de la época de Rosas, se limitaba solamente a mantener reunido el ganado, sin realizar más tareas que la marcación y castración.
Las persecuciones políticas hicieron perder la afición por el lanar. La caída de Rosas, con la normalización de las corrientes comerciales, permitió al saladero recuperarse y facilitó el gran desarrollo lanar iniciado antes.
Sin dudas, el balde volcador, modesto y útil aporte, que permitía a una sola persona, sin bajarse del caballo, extraer agua y volcarla en un tanque, contribuyó a que se formasen explotaciones de 2 a 3 mil cabezas, en tierras valiosas por sus buenos pastos, despreciadas por los grandes estancieros que necesitaban aguadas permanentes para sus vacunos.
Por los años 1850-55, en virtud a los interesantes logros económicos obtenidos con los ovinos por algunos estancieros del norte de la provincia de Buenos Aires, alentados por el interés de la industria europea que comenzaba a manufacturar tejidos que requerían lana larga, se evidenció un interés superlativo por la crianza lanar.
Así, durante más de cuarenta años la lana ocupó el primer lugar entre las exportaciones argentinas, asegurándonos una inserción plena en el mercado internacional, hasta llegar a ocupar el 3º lugar mundial como país productor-exportador de lanas, a fines del siglo XIX (FLA, 2001).
La cría de ovejas en la provincia de Buenos Aires era la actividad productiva más rentable, atraía mano de obra y capitales y desplazaba al vacuno hacia campos marginales. El boom lanero o “fiebre del lanar”, como se conoció por su semejanza con la fiebre del oro de California, sin embargo, no ha quedado grabado en la memoria colectiva (Sábato, 1986).
Posteriormente, los cambios operados en la estructura agraria de la provincia, condujeron a la declinación de la cría del lanar y a su desplazamiento hacia zonas extra-pampeanas. A partir de la Primera Guerra Mundial la majada nacional disminuyó en el orden del 30 %, aunque la producción y la exportación no cayeron en la misma medida, gracias al mejor nivel de productividad alcanzado.
La Patagonia, que para 1888 tenía apenas 300.000 lanares, incrementa sus majadas a 11,2 millones en solo 20 años, hasta alcanzar en 1930 un censo de 16 millones de cabezas. Luego y hasta 1943, en que se registra el mayor volumen histórico de producción de lanas, con 243.000 toneladas, el sector experimentó un crecimiento constante, hasta llegar a las 51,2 millones de cabezas.
Sin embargo, la década del ’50 marcó la declinación de la actividad. La población ovina disminuyó entre 1950 y 1980, en 35,2 millones de cabezas (31 %), mientras que la producción de lana lo hizo en un 34,5 %. Diferentes razones, de índole internacional unas, vinculadas con su precio y de orden interno otras, relacionadas principalmente con el tratamiento cambiario- impositivo, han hecho retroceder desde entonces y en forma sostenida el stock y la producción a lo largo de los últimos cincuenta años.
En un largo camino de reposición, se ha valorizado el sector a través de su crisol de razas que cubren en buena medida los requerimientos tanto en lana como en carne apoyándose en una virtuosa ley ovina que apoya el desarrollo del sector como un solo clúster.