En un día como el de hoy, pero hace un año, el país se agitaba en las horas previas a la elección de medio término que pondría a prueba el poder obtenido por Mauricio Macri en un balotaje ajustado.
Las urnas se abrieron bajo la sombra del caso Maldonado. El oficialismo entró al cuarto oscuro acusado de delitos gravísimos y salió del escrutinio con un respaldo mayor al que tenía. Imaginó que se le abría un camino llano para la reelección presidencial.
La intensidad de la acción opositora no remitió. Poco después, el Congreso Nacional sufrió una pedrea histórica al tratar reformas del sistema previsional. Un militante de izquierda que usó un mortero de fabricación casera sigue prófugo y protegido desde entonces.
Pero el oficialismo interpretó que tenía la oportunidad de lanzar la triple reelección de su mesa chica. El estallido del gradualismo y una crisis de deuda lo trajo a la realidad. El período que va de mayo a octubre de este año incluyó depreciaciones del peso contra el dólar que llegaron al ciento por ciento, dos acuerdos de emergencia con el Fondo Monetario Internacional y el escándalo de los cuadernos que puso esta vez a la oposición en el escenario de delitos gravísimos.
A un año de la próxima renovación presidencial, todas estas circunstancias explican el alto grado de discusión política interna que muestran en estos días las fuerzas mayoritarias.
Los tiempos de la recesión económica y de las investigaciones judiciales por causas de corrupción ya están de lleno adentro del calendario electoral. Como los actores políticos ignoran hasta dónde se extiende el horizonte de recesión, y también desconocen los tiempos que administrarán el año próximo los tribunales, el desconcierto se transfiere al campo de la especulación política.
A propósito de sus rituales de octubre, todo el peronismo desplegó algunos indicadores. Una primera lectura reflejó la división de fracciones. Convendría revisarla. Pese a su dinámica tumultuosa, la principal fuerza opositora exhibió algunas tendencias mucho más conjuntivas que su imagen de diáspora.
La primera de ellas es que las causas judiciales por corrupción unen por el subsuelo a los dirigentes que declaman diferencias en la superficie. Con las únicas excepciones de ausencia y silencio de los juanes -Schiaretti y Urtubey- el peronismo alternativo aceptó la mezcolanza con Scioli y Manzur. El resto era José Luis Gioja o Máximo Kirchner.
La segunda tendencia es que la frontera entre formaciones como Unidad Ciudadana y el Frente Renovador se diluyeron por un momento bajo el significante peronista. Recuperando aquella dinámica orientada a integrarlas en una única primaria partidaria que entró en pausa con las primeras esquirlas de la causa de los cuadernos.
Este regreso a los tanteos de unidad acaso sea la consecuencia del crecimiento de Cristina Fernández de Kirchner en las encuestas, pese a sus complicaciones judiciales. Cada vez más graves, como quedó claro con el operativo clamor para su hija Florencia.
El tercer indicador es la unificación del tono en el discurso contra Macri. Sergio Massa, que viajó a Washington a prometer un default, es quien busca liderar el giro del discurso peronista a consignas similares a las del nuevo populismo de derecha en Brasil. Hacia allí apuntó la impugnación de los prolijos que enunció su principal vocera, Graciela Camaño de Barrionuevo.
Massa, como Miguel Pichetto, comprende al peronismo como una lógica de poder en constante articulación discursiva con las tendencias globales dominantes. Que en el vecindario son ahora Jair Bolsonaro en el país líder de la región y Donald Trump en las elecciones norteamericanas de noviembre. Ambos captaron en sus sociedades la ecuación dominante de la ira y el miedo.
Será con otro discurso, pero el kirchnerismo también llega al mismo punto. Necesita ahora sacar a Cristina de la comparación con Lula Da Silva y volcarse a la tendencia general de impugnación al sistema. El enunciador de esta nueva posición es el exjefe de Gabinete, Alberto Fernández. Busca sentar a Massa y Cristina en la misma mesa.
Mientras estos indicadores permiten conjeturar que el peronismo está más unido de lo que muestra, el oficialismo padece la dinámica inversa.
Cambiemos mira el recuerdo de hace un año con nostalgia y desconcierto. De aquella elección que ganó con comodidad, el oficialismo salió con la ilusión de haber definido una identidad reformista. No sería el mero gobierno de la transición de salida del kirchnerismo. Tampoco el normalizador que le devolvería al país el capitalismo previo a la crisis de principios de siglo. Se proponía ser el agente de cambios de largo alcance.
La crisis económica le arrebató esos tiempos. En sus peores momentos, puso al Gobierno frente a la aspiración mínima de concluir su mandato. Dos factores en buena medida inesperados le devolvieron el músculo: el sólido apoyo internacional que facilitó el acuerdo con el FMI, y el rechazo consistente de la sociedad argentina a una nueva desestabilización política.
La ambición reformista se adecuó a una realidad previsible: necesita los cuatro años de un nuevo mandato. Pero a medida que la recesión inducida para sujetar al dólar comienza a surtir efecto, Cambiemos parece haber entrado en discusiones de diáspora.
Elisa Carrió ha resuelto pulsear con Macri en torno a un eje, el de la honestidad política, que no admite grises. El radicalismo promete inquietud en continuado. Es una estructura para la cual la elección general es un cuarto intermedio entre dos internas.
Es que hay también un ruido de fondo que llega desde el núcleo del poder en el PRO. Que sólo pueden coagular -mano a mano- el presidente Macri y la gobernadora Vidal