Vía tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas Literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra que, para esta oportunidad, selecciónó el cuento “Hana y los animales” de Marcelo León.
Hana y los animales
Laura no estaba dispuesta a internarla de nuevo. Que se muera acá en casa o en el arroyo o el monte le había dicho a Antonio cuando la trajeron del geriátrico. Y en ese sentido andaban sin darle mucho lugar entre ellos ni preocuparse por lo que hiciera cuando no estaban. Cuando no estaban estaba Carmen. A Carmen le pagaban bien. Le habían dicho que se ocupara, pero tampoco la querían atada a la vieja. Si salía y no avisaba, los vecinos o alguien la traerían de vuelta. Y si no aparecía o si se tiraba de alguna piedra alta y se rompía algo o toda, que fuera su destino decían. De alguna manera la iban a traer, más rota seguro. Sana ya no era, no sería y no estaría nunca. Había que esperarla nomás.
La vieja se cayó en el arroyo y como era diciembre y venía con poca agua se golpeó la cabeza, se mojó un poco y la sacaron los bomberos. Todo ese episodio la dejó un poco peor de lo que estaba.
La vieja era una japonesa de huesos grandes. Había llegado al país con sus padres poco después de la segunda guerra. Estudió en un colegio religioso pupila en Mar del Plata. Unos años antes su padre ingeniero armo una empresa química en Balcarce donde se instalaron a fines de los cincuenta. Les fue bien. Vivian con un pasar económico cómodo, manteniendo la disciplina y la austeridad. Doce horas de trabajo seis días a la semana, una casa simple, una casa más simple para sus vacaciones. Una de las primeras viviendas de verano en Santa Clara.
Después del arroyo la vieja estuvo internada en un hospital. Al poco tiempo la trasladaron a un geriátrico y por último se la trajo Laura, su hija a vivir con ella. Con su marido Antonio hacía un par de años que vivían en la Villa, no les gustaba la gente. Allí no sobraba la gente. La casa era grande y la parte que ocupaba la vieja era una habitación con baño alejada del resto por un pasillo de unos ocho o diez metros, con un ventanal que daba al fondo al que se salía por una puerta ventana. Afuera había un corredor techado cubierto por enredaderas en el que desayunaban en los mejores días de sol. Las enredaderas también trepaban a los pinos y cipreses, glicinas de perfume dulzón, siempre verdes, muy cuidadas, jazmines blancos y celestes. En primavera ese jardín sorprendía a los visitantes de la villa. A Antonio le gustaba sentirse rodeado de verde aun a riesgo de que no entrara el sol en invierno, de perder el calor natural a través de los vidrios.
La mañana que la vieja salió Laura había ido a trabajar como siempre y Antonio estaba de viaje. Carmen la mujer que la cuidaba había ido a buscar astillas para la estufa al galpón, y se quedó conversando con la vecina que barría las hojas en el fondo del patio. Había empezado el otoño.
La vieja, Hana, que en japonés significa flor, escapó o salió como ella quería y decía a caminar hasta el arroyo, por el arroyo de nuevo. Salió por atrás sin importarle si Laura o Antonio estaban en la casa. Salió como quien toma la decisión de hacerlo y no debe preguntar si puede. Por ser y sentirse adulta, responsable de todo y de la dirección de sus pasos. Como un perro que desatan después de haber ladrado toda la noche, como un perro que olfatea la comadreja sucia trepada al ciprés ahí cerquita. Salió como cuando salía de la química después de las doce horas de trabajo. Libre por poco tiempo. Sabiendo que el tiempo es corto pero suyo. Eso lo había aprendido muy bien de la disciplina del colegio, la química y los años.
Tenía algo con el arroyo, porque las barrancas y las curvas le impedían ver lo que venía y eso la ponía en alerta y le gustaba. Caminaba mal porque se había lastimado un tobillo en su primer intento, por los golpes, por su edad, por su cuerpo grande y pesado, por lo que fuera le dolía ese tobillo izquierdo. Caminó esas ocho cuadras entre los árboles, llegó y el agua estaba clara y fría. Pasó un buen rato sentada en el borde. Sobre sus pies veía como corría esa agua limpia, y se mojó el pelo y la cara. Era eso lo que había venido a buscar.
Llevaba puesto un vestido blanco con un detalle dorado en v corta que le marcaba el pecho de hombro a hombro. Los ojos oscuros, pintados los párpados de muchos colores como apoderada de una estética desconocida, como una niña que se pinta cuando por primera vez se encuentra a solas con el maquillaje de su madre.
Un pescador y su hijo la encontraron. La conocían, sabían quién era. El chico le fue a avisar a Carmen y como a la hora la fueron a buscar.
Hana le conto al pescador que le gustaba el agua que corre para lavarse el cuerpo, si pudiera con el día lindo iría un poco más lejos hasta las sierras grandes, que un puma vino a tomar agua y que llegó a acariciarlo, eran las nueve de la mañana. Que alguna vez había leído que para que se vayan y no te muerdan, lastimen o te maten y le lleven tus pedazos de carne caliente a los cachorros, hay que hacer como que uno tiene el cuerpo muy grande, mucho más largo y ancho que el puma. Que eso los paraliza o los pone en fuga.
Le contó que ella podría ser o haber sido un cóndor con sus alas abiertas de tres metros, o un chancho de doscientos kilos, que era fácil transformarse. Pero se quedó quieta y no abrió sus alas ni se puso de pie. No quería que se vaya. Que el puma la acariciaba a ella le contó. Era gris y los ojos la miraban como alguna vez la habían mirado hace años y que las dos veces había sentido lo mismo: el placer y la calma de aquel al que anduvo esperando siempre.
Nunca quiso ser ni parecerle grande a nadie. No quería parecerle grande a nadie y mucho menos a ese animal. Si fuera una niña todavía le hubiera gustado seguir al puma, andar detrás cubierta por una manta azul como una sombra moviéndose bajo la luna y pasar la noche en su cueva abrazada a ese calor salvaje, y que el hijo de puta de su padre mientras tanto se pudriera de bronca fumando mientras hacía que no le importaba, hasta sangrarle el estómago por su úlcera perforada pidiendo leche de vaca recién ordeñada a los gritos para calmarse. Que de joven no se hubiera animado, y que ahora siendo vieja no le daba el cuerpo para remontar el curso de agua, pero si las ganas de ir sola al lugar del puma o lo que fuere.
Hay días en que estoy mejor le dice. Por eso me vengo hasta donde puedo, a caminar por el arroyo hasta algún día perderme y cumplirle a Laura. Porque sé que me quiere dejar olvidada desde siempre. Llega un día en que te das cuenta que los padres y los hijos te encierran y no podes ir ni cambiar nada para atrás porque está tu padre. Te la hicieron. Y para cuando querés acordar no te podes defender, ya no podes dar la vuelta, ya te pasaste de nena. Y para adelante tampoco porque está tu hija, el encierro o la libertad son iguales y a veces se ponen de acuerdo y trabajan juntos para matarte.
Cuando Carmen la vio sentada todavía en la margen derecha del arroyo pensó en el color de su cabello negro, que era muy oscuro, la había teñido el día anterior y se le había ido la mano. Muy negro pensaba, como dándole un desorden antinatural a esa mujer en el paisaje. Carmen pensó que esa cabeza negra que veía a unos treinta metros a la que se iba acercando a paso lento sin perderla de vista podía ser también la cabeza de un animal con garras que recién despertaba y con hambre y lleno de furia podía negarse a regresar a la casa. Podía darse vuelta, incorporarse, agarrarla del cuello y dejarla sin aliento en pocos segundos.
Sin embargo lo que había en todo caso entre los álamos empezando a ponerse amarillos y el agua que apenas se movía en dirección al rio, era su pesadez, sus no ganas de volver, de volver a irse o de seguir ahí con su comodidad de pies frescos, su cabeza mojada de arroyo lento, como una sombra a lo lejos de osamenta hinchada.
A la vuelta le preparó un bife jugoso y puré de papas como le gustaba, con nuez moscada y pimienta. Después de un rato Hana le dice que no lo puede comer. Que eso que le puso en el plato es una montaña en el norte de Irán. Son cuevas naturales en la piedra donde algunos aldeanos están escondidos por la guerra, y la sangre que brota y llega hasta la piedra la ha dejado sin aliento y sin gusto. Le parece un espanto estar viendo lo que ve: las piedras y la sangre.
Le dice a Carmen que su padre le ha contado de cuando estallaban las bombas cerca de su casa en Tokio y hubo más de cien mil muertos. De cuando el ejército japonés masacró a más de cien mil chinos civiles en la batalla de Nankín. No puede imaginar lo que se supone que sean cien mil personas muertas. Se acuerda de su madre y sus tías muertas, tres cuerpos en tres cajones de roble. O el accidente en la ruta y ver los cuerpos volar, saliendo de un auto que vuelca. Dos más. Y la última, la mujer de la cama de al lado en la clínica que había tomado veneno para dejar a su esposo. Una mujer, una muerta más. Total seis. Y su padre. Al que no quiso ver los últimos treinta años o cuarenta o el tiempo que pudo y tardo en irse y se aguantó de no volver. Siete muertos en total. Son noventa y nueve mil novecientos noventa y tres (99993) los que nunca me pude imaginar, le dice a Carmen. No los conocí, no tengo la culpa si mi padre les prometió algo o los tuvo muy presentes con sus nombres y motivos.
Mi padre tenía una lista en un cuaderno que se trajo de Tokio con muchos nombres, los trataba de recordar, me los decía en voz alta y los trataba de memorizar, como si la existencia de ese cuaderno lo pusiera al descubierto y la única forma de preservarse fuera su memoria.
También le dijo que en los viajes su padre peleaba solo. Que la madre no le contestaba ni miraba. No soportaba esa pelea a gritos. Entonces cada vez que una cigüeña aparecía a la vista desde el auto rezaba un padre nuestro. Las que anduvieran volando y entraran en su campo visual también contaban. Cuando se acumulaban y eran muchas no tenía pensada una regla respecto a cuándo terminar de rezar un padre nuestro. Se perdía en la cuenta.
En esas circunstancias su cuerpo podía ponerse rígido y apretar los dientes hasta romperlos. Cuando su madre le hablaba, eso ocurría muy pocas veces, suponía una interrupción en los rezos, entonces debía comenzar de nuevo con ese padre nuestro y no con toda la lista.
Si se detenían por ejemplo en una estación de servicio se recluía en el baño, cerraba los ojos y trataba de ponerse al día con las cigüeñas que faltaban.
Las peleas de su padre eran un largo discurso en castellano y japonés a los gritos mientras su madre miraba fijo hacia adelante, al camino. Las cigüeñas y los padres nuestros evitaron siempre los golpes o más gritos le dice a Carmen que la escucha. Como en la casa no había cigüeñas el mecanismo entonces era deshacerse de la ropa y el calzado de color verde de a una prenda o par por vez. Comenzando por la suya y siguiendo por la de sus padres dejándola en bolsitas en el lugar de la basura o enterrándolas en el patio si tenía el tiempo necesario. Cada vez que lo hacía le daba cierta paz ahora que lo piensa.
Laura y Antonio no están en la Villa hace unos días. Le dijeron a Carmen que se ocupe tiempo completo o que ponga a alguien si no puede sola o si tiene que salir, y sino que la deje y se verá qué es lo que pasa.
La noche es clara y se escucha el roce de una rama en las chapas del techo. En silencio y descalza salgo por la puerta ventana y miro hacia el cielo y la veo como se dobla. Contemplo como caen las hojas y se va rompiendo la fibra al ritmo del viento. Esa rama quiere cortar Laura y Antonio se olvida o no la escucha. Y después de la palabra rama siempre pelean. Abro la tranquera y camino despacio entre los árboles.
Sobre el autor
Marcelo León es tresarroyense, nacido hace 57 años, Lic en Servicio Social por la Universidad Nacional de Mar del Plata. Escribe cuentos y poesía desde la adolescencia y ha participado de los talleres de escritura de Raquel Robles
" Literatura,memoria, política ,cultura pop y subjetividades en modo narrativo", a través de la Revista Anfibia; y del Taller de lectura y escritura creativa con la Profesora Sandra Staniscia .