Pandemia, aislamiento, cuarentena, corredores seguros, PCR, barbijos, hisopados, partes diarios, terapia intensiva, vacunas, ivermectina. Miles de nuevos términos y maneras de decir llegaron para instalarse desde que el coronavirus se transformó en el tema en base al cual tomamos decisiones, cambiamos la dirección de nuestras vidas y hasta hábitos sociales. El 20 de marzo el presidente Alberto Fernández anunció la aplicación de una cuarentena estricta para evitar la propagación de este virus que llegaba de afuera. Ese día la vida tal como la conocíamos cambió. Y también el periodismo.
Se sabía que iba a haber anuncios del Presidente el 20 de marzo. Tal como nos suele pasar a los periodistas, recibí la noticia en una redacción, escribiendo para los lectores lo que implicaba el inicio de una cuarentena estricta. Ese viernes, en el que los comunicadores fuimos declarados trabajadores esenciales, iba a ser el inicio de nuevas formas de hacer periodismo y también y más importante aún, de una nueva forma de vida.
Como nunca me había pasado en la vida, porque fui parida en democracia, el 21 de marzo me pidieron el documento en la calle, mi permiso de circulación y el carnet que indica que soy periodista. Las calles que siempre germinaron historias por su continuo movimiento, empezaron a gestar noticias sobre las que nunca habíamos escrito.
El aislamiento expuso las desigualdades más que nunca, les puso rostro a las personas en situación de calle, a los que viven el día a día con sus emprendimientos independientes que se enmarcan dentro de la economía popular. Los más pobres son los primeros que quebraron y luego hubo negocios que tuvieron que cerrar sus puertas.
Relatar esas aristas implicó primero cambiar el cara a cara con la fuente, muchas de las cuales dejaron de recibir gente por miedo al contagio. Las oficinas periodísticas en donde hay debate de temas y de formas de presentar la información pasaron a convertirse espacios con presencialidad reducida y con mucha charla vía Zoom.
La salida obligatoria a la calle ante la incertidumbre del virus generó cambios en mi llegada a casa. Ante el posible peligro, cada vez que entraba a mi casa me sacaba las zapatillas y marchaba directo a la ducha. Incluso, armé conjuntos específicamente para trabajar y a toda esa ropa la dejaba afuera de la vivienda, en el garaje.
Durante meses San Juan no tuvo virus circulando en la provincia. El 19 de agosto se detectó el brote de Covid-19 que terminó en la circulación comunitaria del virus. En ese intento del Gobierno de la Provincia de contener los contagios, el barrio en el que vivo quedó aislado y cercado. Fueron días raros, pero días en los que sentí que la experiencia del aislamiento en primera persona podía resignificarme como profesional.
¿Qué aprendí? Que siempre hay historias para contar, que cualquier condición adversa no impide contar, que hay recovecos que nos permiten explotar los procesos creativos. También aprendí que las pestes sacan lo peor y lo mejor de los seres humanos. Nos saca las máscaras. Hubo señalamiento a los primeros contagiados, se impulsó el “sálvese quien pueda” y hasta grieta ante certezas científicas. Pero me quedo con la solidaridad multiplicada, los gestos de amor, la cadena de favores para acompañar a los grupos de riesgo. Desnudar las almas a veces es un espectáculo horroroso, como dice Albert Camus. Y otras, es un espectáculo de devoción al otro. Prefiero quedarme con la segunda conclusión.