No sé cómo empezó, no lo vi venir o quizás siempre existieron señales que recién hoy, casi diez años después, puedo discernir. De chica siempre me preocupó la “pancita que asomaba”. Recuerdo aguantar la respiración mientras posábamos con una amiga para tomarnos una foto en bikini en el patio de su casa, por aquel entonces tenía unos 16 años. Luego, aparecieron los habituales cambios hormonales y corporales, lógicos del desarrollo.
La pesadilla llegó más tarde: cuando el jean que amaba ya no me entraba y en ese momento, el peso comenzó a ser el protagonista. Los almuerzos, las meriendas, las cenas y las salidas a bailar ya no eran divertidas y de repente ir a caminar era la actividad que estaba a la orden del día. No importaba la cantidad de kilómetros, el recorrido era siempre el mismo y a veces un poco más. Sin embargo, no podía regresar a casa sin hacer la bendita parada técnica: pasar por la farmacia para saber cuánto pesaba.
No pensé que algo tan insignificativo como un número podría llegar a obsesionarme tanto a tal punto de dejarme tirada en una cama, llorando, sin ganas de nada y en estado depresivo. Los demás no lo entendían y hasta lo tildaban como “algo menor”. “Hay cosas peores”, me decían y yo me lo creía.
Elegir qué ropa ponerme era lo mismo que pasar tiempo en un laberinto, en el que podía perderme por horas y nunca encontrar la salida. Durante el verano, ir a la playa era tortuoso y sin importar el calor que hiciera, esconderme detrás del toallón siempre iba a ser la mejor opción. Si podía evitar ir a comprarme un traje de baño, caminar por la arena y sumergirme al mar, lo hacía. El espejo era mi peor enemigo y cada vez que me veía reflejada en él, el llanto irrumpía.
Varios fueron los métodos que implementé para bajar de peso. Intenté hacer la famosa dieta del pomelo, pero no tuve éxito. Pasé varios días sin comer, pero fue inútil porque después me devoraba todo para finalmente sentir la maldita culpa, la cual aparecía después de cada bocado, sin importar de qué tipo de comida se tratara. También llegué a contar calorías, leía los rótulos de los alimentos y me los sabía.
Si escuchaba: “Estás más rellenita”, me arruinaba. La palabra gorda me asustaba y si el número de la balanza subía mi mundo se desmoronaba. Quería desaparecer ya que habitar en mí lo consideraba insoportable. Mi vida giraba en torno a la comida y tanto quise suprimirla que esta terminó convirtiéndose en una bola gigante que no paraba de agrandarse, tanto que sentía que algún día me devoraría.
“No puede ser que esto me haga tan mal. Hay cosas peores, hay gente que se está muriendo”, le dije a Claudia, mi psicóloga, durante una sesión en 2014. Nunca me voy a olvidar de su respuesta: “Si a vos esto te hace mal, no deja de ser un problema”.
A pesar de que todo lo relacionaba a mi cuerpo, sabía que el problema era algo más profundo y que por más que lograra estar “perfecta” y llegara a alcanzar el físico “ideal” -el cual tampoco sabía cuál era- no iba a sentirme mejor. Al contrario, cuanto más quería bajar de peso, más complicado se me hacía. Es que la mente es tan poderosa que me lo impedía.
“Si yo te digo que dejes de pensar en un oso blanco, ¿en qué estás pensando?”, me preguntó Claudia. A lo que le respondí: “En un oso blanco”. Bueno, así funcionaba.
Las sesiones de los martes con mi terapeuta, mi voluntad, las ganas de querer sanar y la paciencia hicieron que después de un largo proceso me sintiera mejor y que esa mirada cruel de mí misma -que la mayoría de las personas tenemos y en distintos aspectos de nuestra vida- fuera disminuyendo.
A pesar de que el fantasma nunca desaparece por completo y a veces susurra al oído - en algunas ocasiones se presenta con más intensidad que otras- se aprende a convivir con él. Hoy disfruto de la comida y no dejo que esta sea el centro de atención. Además, aprendí a quererme y mostrarme tal cual soy, porque muchas veces no es la mirada del otro la que señala, inhibe e intimida, sino la que tenemos de nosotros mismos.
Un relevamiento internacional del Instituto de Psiquiatría de Kings College, Londres, demostró que después de Japón, Argentina es el segundo país en el mundo con más presencia de trastornos de la conducta alimentaria, afectando a un 29% de la población.
Si te sentiste identificado/a con alguna de estas situaciones, podés comunicarte con la Red de Trastornos de la Conducta Alimentaria al (011) 4863-8888 de lunes al viernes de 16 a 20 hs. También al 0800-333-665, programa Salud Mental Responde.