Desde que la crisis económica impuso indicadores sociales similares a los de 2001, la política esperaba alguna manifestación similar al “que se vayan todos”. La mayoría de sus referentes descartaba un estallido en las calles. Por una razón sencilla: los que maniobraron la destitución de entonces, son los mismos que gobiernan hoy. Esta vez al castigo lo esperaban desde el costado del ausentismo. O de un liderazgo emergente con discurso de impugnación sistémica frontal. Pero no en la proporción que finalmente tuvo.
Mejor aún que el perfil y el tamaño del enigma Milei, la última elección develó la magnitud del proceso social y cultural en desarrollo, empujado a la deriva por el derrumbe económico. Basta con repasar el itinerario entre dos elecciones para observar hechos como: el atentado perpetrado por una banda de lunáticos contra Cristina Kirchner; la demolición a trompadas por choferes de colectivos del ícono de la seguridad kirchnerista en el volcán bonaerense, Sergio Berni; la naturalización y defensa oficial de las acciones de espionaje ilegal ejecutadas contra -nada menos- que los miembros de la Corte Suprema de Justicia. Son ejemplos casi aleatorios. Podrían multiplicarse al infinito: hasta las primarias del domingo pasado, el estallido venía siendo un suero inoculado como goteo de sucesión.
Una revisión fáctica del resultado electoral es que Milei fue el candidato más nítido de esa crisis. Al menos para el arranque de la elección presidencial. Pero su desempeño desencadenó algunas hipótesis sobre una nueva crisis de representación. Toda una corriente de analistas -entre ellos Carlos Pagni, Pablo Touzon, Alejandro Catterberg- coincidió en observar un declive del bicoalicionismo, el formato político que emergió tras la caída de la convertibilidad. En algunos casos esa lectura tiende a dar casi por terminado el ciclo político del kirchnerismo y el reemplazo de la grieta narrativa existente por otra más genérica, entre la sociedad oprimida y la casta privilegiada. Otros autores, como Jorge Fernández Díaz, habían anticipado antes de la elección que esta generalización teórica suele ocurrir cada vez que el peronismo entra en colapso por la aplicación infructuosa de un modelo anacrónico.
¿Cuál es la profundidad de la crisis política que reveló la elección primaria? ¿Qué interacciones disparó con la dinámica indetenible de la economía? ¿Cuál es el nuevo nodo de significados culturales que instauró la elección? ¿Hasta dónde se puede aseverar un definitivo fin de ciclo? Para internarse en ese bosque de interrogantes puede ser de utilidad provisoria indagar sobre el voto que propulsó a Milei. No tanto en sus dimensiones territoriales, o en su inserción longitudinal en la pirámide social, sino en su núcleo de contenidos.
Dos dimensiones
Hay una dimensión negativa en el voto a Milei que es objeto innecesario de controversia. Es su carácter de impugnación, de contestación a lo establecido. Es un vector de destitución legítima. Los votantes de Milei se enojan -con razón- cuando les critican que por eso su voto es irracional. Responden exhibiendo la irracionalidad de lo que está vigente. El Gobierno eligió de inicio desquiciar al electorado proponiendo como oferta una mentira psiquiátrica: que el ministro de Economía hará como presidente lo que no hace como ministro de Economía. Un voto negativo contra esa irracionalidad manifiesta es una afirmación lógica.
Pero ocurre que el voto nunca es solamente una definición por la negativa, sino también una afirmación intrínseca de un proyecto alternativo de poder. El sociólogo Marcos Novaro, en una tesis que se anticipó a la crisis de 2001, recordó que la representación no es primariamente un modo de limitar la autoridad, sino un modo de darle origen, solidez y permanencia. El poder político no es sólo un factum, un dato de la realidad social a ser controlado por procedimientos institucionales. La eficacia para crear autoridad es esencial en el ordenamiento y la legitimidad de las instituciones democráticas.
Es en esa otra cara inescindible del voto donde aparecen las dudas sobre la racionalidad de la opción por Milei. No en su dimensión destituyente, sino en su dimensión constituyente: en la viabilidad del modelo social que propone construir. Aunque los votantes de Milei se ofusquen, es legítimo que en el proceso electoral se interpele a fondo sobre su propuesta, particularmente sobre las aristas punzantes con la afirmación democrática. Es también el ámbito donde Milei suele vacilar, contradecirse, también enfurecer. Un mecanismo que le es funcional a su acumulación política. En una sociedad iracunda, aplica la fórmula que la periodista Lauren Collins describió para explicar el ascenso de Donald Trump: “Si la promesa de Obama es que él era como vos; la promesa de Trump es que vos sos como él”.
Lo difuso y lo confuso del voto a Milei pone en duda cuál es el ciclo que está terminando. La fórmula discursiva que ha tomado esa duda se observa en la discusión entre seguidores de Milei y de Juntos por el Cambio sobre quién es, para esta elección presidencial, la opción de escapatoria más conveniente para el kirchnerismo. En los términos despiadados de las redes sociales: quién es la colectora K. Esa controversia alcanza máximo voltaje cuando se analiza el territorio bonaerense, el último refugio al que apuesta Cristina. ¿O su último recurso es el triunfo de la inorganicidad de Milei?
Como esas dudas persisten, algunos estudiosos del populismo como Loris Zanatta son cautelosos. Sugieren que Milei puede ser el espejo invertido del consenso panperonista, surgido desde sus ruinas. De confirmarse esta hipótesis, el ciclo que está agonizando es el del populismo con narrativa de izquierda. No necesariamente el del populismo. La sociedad estaría migrando de la promesa populista de la distribución ilimitada, a la promesa populista de la restricción ilimitada. Con el ilusorio resguardo de un metro cuadrado confortable para cada individuo.