Las luces rojas alertan por un colapso inminente de la economía argentina. Se encienden todos los días, pero dos tercios del país político las ignoran como un dato menor. Prefieren trabajar para agravar la situación. Piensan que en esa apuesta -irracional para el conjunto- reside su única oportunidad de competir y persistir.
Hay datos innumerables que confirman la gravedad del escenario económico. Pueden exhibirse dos, que estremecen por su impacto: la jueza Loretta Preska dejó firme la sentencia por la expropiación de YPF. Son 16 mil millones de dólares más para la deuda argentina. Un número igual, y en la misma moneda, fue confirmado por el Banco Central argentino como deuda impaga oficialmente reconocida por importaciones. Tan solo en el primer semestre de este año.
Las cifras que muestran tendencias también confirman el derrumbe. Hay un par que va de la mano: los índices de inflación y pobreza. El gobierno de Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Sergio Massa ha gestado una espiral inflacionaria que al ser comparada con otros gobiernos del mismo signo solo se acerca al trío conformado por Isabel Martínez, José López Rega y Celestino Rodrigo. Una comparación con la gestión de Carlos Menem no sería del todo correcta. Menem asumió en un contexto hiperinflacionario y lo superó. La gestión actual está terminando. La inflación actual es una herencia que deja.
Desde la perspectiva política, esa tendencia se traduce en una nueva explosión de la pobreza. Al menos cuatro de cada diez argentinos vive en condiciones paupérrimas. Proyectado ese vector sobre la escena electoral, allí está la mayoría que decidirá el rostro del nuevo gobierno.
Tras las PASO, la sociología electoral detectó que en ese universo de votantes sumidos en la pobreza cosecharon sus mejores resultados dos candidatos: Javier Milei y Sergio Massa. La inflación, que es el acelerador más explosivo de la pobreza, favorece a ambos, de distinta manera. A Milei cada vez que la inflación aumenta le fideliza votos y le suma adherentes. A Massa se los ahuyenta, pero le financia la campaña para reconquistarlos.
El ministro de Economía decidió detonar cualquier idea de racionalidad fiscal. Regala como propios beneficios nominales que se licuan con la inflación. Faltan tres meses para que entregue el gobierno. Resolvió vaciar cuanta caja quede disponible en el Estado, arriesgarse a una corrida antes o después de los dos turnos electorales que quedan.
Massa está legando un rodrigazo, un ajuste feroz. A sus allegados les dice que eso es un problema de segunda instancia, porque primero y peor es perder. Ese es el mensaje que intenta imponer en las corporaciones de su partido que gerencian el trade off electoral en los sectores sociales más empobrecidos: gobernadores del norte, intendentes de los conurbanos más densamente poblados y sindicalistas con estructuras de fiscalización comicial propia.
Massa aprendió de joven, en sus históricas tertulias con Luis Barrionuevo y Graciela Camaño un postulado fundacional de la casta, apenas exagerado: que las elecciones no se ganan con votos, sino con los que cuentan los votos. Así funciona el sistema de boleta tradicional. Los resultados de Milei en las PASO le hicieron ver a Massa cuánto de estas enseñanzas prácticas aplicaron en sus territorios los mismos gobernadores e intendentes que lo propusieron como candidato: le garantizaron a Milei boletas en las mesas y fiscales que las cuenten.
Es lícito imaginar entonces la preocupación de Massa al ver que Luis Barrionuevo se juntó con Milei. Que en Estados Unidos se esté hablando de retirar definitivamente las muletas del FMI a la Argentina también le debe sonar como un inconveniente de segunda instancia. Primero debe evitar que el peronismo lo jubile en octubre.
Material combustible
Milei tiene un problema diferente. Le sobran comedidos de la casta que quieren armarle estructura para el triunfo y coparle un gobierno vacío. Era un personaje desequilibrado y violento antes de las PASO; ahora es lo mismo, pero desbordado por las presiones de su nueva posición. Sus vínculos evidentes con el Gobierno fueron imprescindibles para llegar a ese lugar. La inflación que el Gobierno acelera es el combustible principal de su ascendiente en una sociedad desesperada. Pero ahora es el vehículo alternativo que el Gobierno imagina para perdurar. La candidatura de Milei está constituida del mismo material del que se alimenta. Es como la inflación: una explosión activada.
Es revelador en ese contexto lo que están haciendo los dos liderazgos políticos que vieron antes que el resto la política de tercios que instauraron las PASO. Cristina Kirchner permanece recluida. El fallo de Loretta Preska la dejó sin palabras, de cara al fraude monumental que edificó en YPF. Respondió con pólvora mojada. Apeló a un discurso de la congresista norteamericana Alexandría Ocasio Cortez, crítico con la justicia de su país. Se advierte en Cristina cierta resignación anciana. Hasta su delfín bonaerense, Axel Kicillof, convocó a olvidar su música y componer algo nuevo.
Mauricio Macri pensó tras las PASO que los votantes de Patricia Bullrich y Javier Milei podían sumarse como masa crítica del cambio. Cuando ganó en 2015, asesores como Jaime Durán Barba lo indujeron a un error estratégico que pagó carísimo: había ganado apenas una oportunidad para el cambio, pero le hicieron creer que el cambio ya había ocurrido. Que solo quedaba por delante la tarea de administrar bien. En la noche reciente de las PASO, Macri actuó con aquel mismo reflejo. Durán Barba, hoy distante de Macri, le sacudió la modorra: dijo que sumar Bullrich y Milei es una chifladura. Hay asesores que opinan mejor desde la sinceridad brutal de un contrato fenecido.
El comando de campaña de Bullrich observa con aflicción cómo los desafía la pinza de la inflación que financia a Massa y potencia la pobreza donde cosecha Milei. Necesitan que Bullrich recupere la nitidez. Para eso, le piden a Macri la principal contribución de campaña que puede hacer: denunciar con todas las letras, y con la misma dureza que le aplicó a Cristina, la irracionalidad frenética de Javier Milei.