Las rosas siempre han atraído. No sólo Umberto Eco puso su nombre en su novela más leída, El nombre de la rosa, sino que Jorge Luis Borges escribió de ellas: "En las Generaciones de las Rosas, que en el fondo del tiempo se han perdido, quiero que una se salve del olvido". Tantas veces cantadas, fueron recordadas como la flor de las flores, el ideal de la belleza, del perfume y la perfección.
Entre los siglos XVIII y XIX, un pintor se enamoró de ellas; se llamaba Pierre Redouté y con poco más de 20 años, dejó su aldea y se fue a París. Allí, debido al oficio, conoció a María Antonieta, quien lo tomó como maestro de dibujo.
Seguramente era un hombre de carácter leal: en la Revolución Francesa, estando la reina en la cárcel, solía visitarla llevándole cuadros y plantas para alegrar su celda y su ánimo.
Para fines de 1790 conoció a un famoso botánico que, admirado de sus pinturas, lo envió a estudiar en los Jardines de Kew, en Londres. Regresó a París en el momento en que se ponían de moda las ilustraciones de flores, y pronto se destacaron sus pinturas.
Por entonces, Josefina Bonaparte había comprado el Chateau de La Malmaison y contrató a un famoso paisajista escocés para que le construyera "un jardín que diera envidia a reyes y zares". Como amaba especialmente las rosas, se encaprichó en cultivar en él todas las especies conocidas. Para principios del siglo XIX, lo había logrado. Y recordando al maestro de la desdichada Antonieta, lo contrató para que pintara una por una sus diferentes rosas.
Redouté ya había editado una obra increíble –Las Liliáceas– en ocho tomos, que dedicó a Josefina. Conspiraban contra él el tiempo de floración, pues entre el borrador –anotando los diferentes colores para terminarla en su atelier–, las flores se agostaban y morían. Trabajaba en ello cuando la emperatriz, divorciada de Napoleón por no haber podido darle hijos, cayó enferma.
El 26 de mayo de 1810, Josefina lo hizo llamar, pero cuando Redouté quiso acercarse a su cama, tuvo la gentileza de detenerlo con un gesto, "pues no sabía si su mal era contagioso". A distancia, preguntó por sus flores, y mientras el pintor le describía el estado del maravilloso rosedal, "sus pálidas mejillas se arrebolaron y sus ojos recobraron el brillo".
Preguntó si había terminado su trabajo; él confesó que no, pero que seguía en ello. Josefina, reanimada por la conversación, le prometió que en cuanto se levantara iría a su estudio. Pero en dos días, después de pedir a su camarera que le acercara el vaso de rosas del secreter, expiró apretando un pimpollo entre sus dedos.
Tuvieron que abrirle la palma y alguien, llorando, empapó un pañuelo con la gota de sangre, preguntándose si era de ella o de la flor.
Los jardines fueron abandonados y Redouté solía deambular entre los hierbajos buscando alguna de las especies que no había podido capturar en vida de ella.
Para 1824, terminó su obra Las Rosas, 170 láminas de las más bellas especies de La Malmaison. Le llamaron “el Rafael de las rosas” y ganó prestigio y dinero, pero dilapidó su fortuna. Murió pobre, en 1840, en junio, cuando en los parques de París florecían las rosaledas para despedir al hombre que les había dedicado su vida.
Si alguna idea tenemos de la hermosa Malmaison, es por el maestro Pierre Redouté y el deseo de Josefina –enclaustrada en aquella soñada prisión–, de plasmar la belleza de las flores que la acompañaron con su perfume y su presencia hasta la hora de la muerte. Dicen que, al mirarlas a la luz del ocaso, solía decir en voz baja: "Perdí a mi amante, pero me quedan mis rosas".