En los primeros años 90 estuve varias veces en Moscú. Mi padre, a través de su trabajo, tenía la posibilidad de conseguir pasajes a mitad de precio por Aeroflot, la línea aérea rusa. Eran vuelos de 26 horas, con cuatro paradas técnicas, en aviones Túpolev destartalados y fueras donde fueras había que pasar siempre por Moscú, donde a veces era necesario esperar hasta una semana para hacer la conexión hacia otra parte. Los pasajes eran realmente baratos. Y yo tenía 20 años y todo el tiempo del mundo.
El experimento soviético estaba en pleno derrumbe. Pero era un derrumbe silencioso. Moscú emergía como una ciudad gigantesca y a la vez pueblerina. La capital de un imperio mecánico en el amanecer de la globalización digital. Recuerdo las colas que daban la vuelta varias veces a la manzana donde acababa de abrir el primer McDonalds de Rusia, delante de la plaza Pushkin. Las avenidas eran enormes, recorridas por automóviles Ladas diseñados para familias proletarias. No eran muchos. Un día cualquiera la temperatura alcanzaba los 20° bajo cero y en las calles se vendían paletas de helado al aire libre, sobre tablones de madera apoyados en caballetes. Casi no había comercios y los pocos que había apenas si ofrecían algo. Podías comprar vodka en las tiendas GUM, frente al Kremlin, lo más remotamente parecido a un shopping center en toda la ciudad. En el frío omnipresente de la Moscú postsoviética esa era la única forma de calentarte: podías tomarte una botella entera y solo se te subía a la cabeza cuando atravesabas la puerta del hotel y la calefacción le permitía finalmente al alcohol hacer lo suyo.
En el metro casi todo el mundo iba leyendo. El metro de Moscú era (lo es todavía) una maravilla, una especie de palacio subterráneo destinado a ensalzar la magnificencia de la arquitectura comunista. La gente iba vestida en gamas de grises y ocres. No era la caricatura típica de la uniformidad socialista, pero estaba a años luz del multicolor-multimarca de una metrópoli occidental. Las mujeres del metro eran serias y bellísimas, con los ojos delineados de negro y celeste. Una vez, en la céntrica estación Biblioteka Lenina un tipo distraído no se hizo a un lado para dejar bajar a la muchedumbre del vagón y lo sacaron del medio a empujones. Acabó despatarrado en el andén, se levantó como si no hubiera pasado nada –a nadie le parecía que hubiera pasado algo-, se acomodó el abrigo y volvió a entrar. Los rusos que conocí en aquellos viajes eran duros y amables a la vez, gente orgullosa. Emanaban una dignidad muy particular. Y también parecían cansados, terriblemente cansados.
Historias de la nueva Rusia
Pocos países han cambiado tanto en estas últimas décadas como Rusia. Quizás solo China se le compare. En ambos casos, el final de la Guerra Fría provocó una transformación desde los cimientos. Desde entonces, China alcanzó estatus de primera potencia económica global a través de un comunismo capitalista "a su manera" y Rusia abrazó el libre mercado en esa forma brutal tan típica de sus procesos históricos. El gigante ruso (su territorio abarca 9 husos horarios) que recibió a los muchachos de Messi –y su banda bullanguera que alentará- es hoy un país complejo y misterioso, que todavía está intentando metabolizar la furiosa transición del comunismo al capitalismo, pero con autoestima recuperada y la agresividad propia de la superpotencia militar que supo ser durante buena parte del siglo XX.
Uno de los grandes cronistas de este proceso de transformación es el periodista Peter Pomerantsev, un hijo de rusos exiliados durante el comunismo que volvió a la vieja patria tras la caía del telón de acero y registró como pocos los cambios del país desde la década del 90 hasta la actualidad. Gracias a su trabajo como productor televisivo en una cadena especializada en reality shows, Pomerantsev tuvo contacto directo con un sinfín de personajes que ilustran las tres grandes etapas de la Rusia postsoviética: la primera, marcada por el derrumbe del sistema, el desgobierno y la ultra violencia de las mafias que coparon la ausencia de poder; la del capitalismo salvaje, los oligarcas y el dinero que se ganaba y se gastaba de manera obscena, y la actual estabilidad autoritaria liderada por Vladimir Putin, quien lleva las riendas del país hace 18 años.
En sus libros –como el reciente La nueva Rusia, publicado en la Argentina por RBA– Pomerantzev narra historias de hombres y mujeres reales que, cada una a su manera, va dando cuenta de diferentes aspectos del extraño devenir de la Rusia contemporánea. Una es la de Vitali Diomotchka, un mafioso de Siberia que lideraba una organización dedicada al robo de autos de alta gama, el contrabando y la extorsión en los años posteriores al final de la Unión Soviética, en los que "ruso" y "mafioso" se consideraban prácticamente sinónimos. Los años dorados de la mafia rusa acabaron con la llegada de Vladimir Putin al poder y el reestableciemiento del tradicional poder del Estado. La salida laboral de Vitali fue convertirse en famoso de la TV, tras dirigir él mismo una serie autobiográfica sobre mafiosos con aires a Tarantino, que fue un éxito enorme en todo el país gracias a su descarnado realismo.
En el libro de Pomerantzev abundan los relatos de mujeres luchando por encontrar su lugar en la Rusia del dinero fácil y las reglas cambiantes, desde muchachas de pueblo que llegan a Moscú con el sueño de pescar a un nuevo rico que las lleve a vivir a Londres pero terminan convertidas en prostitutas de bar hasta empresarias como Yana Yákovleva, quién un día se despierta, arma el bolso para ir a sudar en un exclusivo gimnasio y por la noche duerme en la cárcel, despojada de todas sus propiedades, que pasan ipso facto a las manos de un jerarca cercano a Putin, bajo una acusación absurda, diseñada para justificar la expropiación.
Están también las historias de gente que lucha para que Moscú (al igual que casi todas las grandes ciudades rusas) deje de destrozar su patrimonio arquitectónico para levantar rascacielos acristalados por doquier. Y de oligarcas que a comienzos del siglo XXI se volvieron multimillonarios con las privatizaciones de empresas estatales y daban fiestas llenas de modelos, festejantes y guardaespaldas, de una excentricidad al borde de lo ridículo, y que acabaron presos, asesinados o en el exilio cuando los vientos del poder cambiaron de la noche a la mañana. Muchos de ellos, como el emblemático Boris Berezovsky, fueron grandes impulsores de la llegada de Vladimir Putin a la presidencia y acabaron devorados por su propia creación, cuando el actual "hombre fuerte" decidió eliminar la competencia y concentrar todos los negocios (sucios y legítimos) bajo su mando. La definición del periodista Peter Pomerantsev de la Rusia de Putin no es nada amable: "Es una especie de dictadura posmoderna que utiliza el lenguaje y las instituciones del capitalismo para fines autoritarios".
La generación Putin
La mirada crítica de Pomerantzev es inapelable y se sostiene en multitud de casos comprobados –muchos de ellos conocidos mundialmente–, pero no revela la compleja totalidad de la Rusia actual. Pese a todo, el país que ya dio inicio a la Copa del Mundo se siente más conforme consigo mismo ahora que nunca antes.
Según un estudio independiente del Levada Center (un instituto sin vínculos con el Kremlin), el 81% de la población aprueba la presidencia de Putin (una cifra que trepa al 86% entre los menores de 30 años), mientras que el 56% cree que el país va por buen camino. Cifras que envidiaría cualquier gobierno del mundo. Y es entre los jóvenes donde los índices de aprobación son aún mayores, tal como lo refleja un artículo del Washington Post, titulado La Generación Putin, en el que las estadísticas cobran forma humana a través de entrevistas con chicas y chicos rusos que explican las razones de su apoyo a uno de los ogros preferidos de los medios de comunicación occidentales. La vuelta al orden tras los años de las mafias, la estabilidad económica, las cada vez mayores posibilidades de consumo, la relativa libertad de expresión (precaria para un país occidental, pero suficiente para los estándares históricos rusos) y la recobrada autoridad del Estado aparecen como los méritos más coincidentes que los jóvenes le atribuyen al llamado "zar del siglo XXI".
El otro gran tema es la recuperación de la autoestima nacional (o nacionalista, para ser exactos), cimentada en gestas militares como la exitosa intervención rusa en el conflicto sirio o la anexión del otrora ucraniano territorio de Crimea y en el fortalecimiento de sus imponentes fuerzas armadas. Y, claro está, en la sensación de que su país ha vuelto a calzarse el traje de superpotencia a la que nadie es capaz de imponerle nada, capaz de manejar como nadie las herramientas de la guerra digital, con las que aparentemente ha logrado influir sobre las elecciones de Estados Unidos, ayudando a través de las redes sociales a que la candidatura de Donald Trump se impusiera sobre la de Hillary Clinton.
"Ellos eran los superiores y venían a enseñar a Rusia a ser moderna y civilizada", señala con un dejo de ironía Peter Pomerantsev sobre los funcionarios y enviados occidentales. "Ahora todo eso está cambiando. Rusia está renaciendo, los que venían a enseñar se han convertido en los siervos y yo ya no estoy seguro de quién terminó ganando la Guerra Fría" .