Paulino había cumplido 19 años en febrero 1981. Una noche de marzo, una voz grave en la radio cantó el 345. A las 4:00 del día siguiente salió de su casa en el barrio Sol de Mayo de la capital correntina y caminó cinco kilómetros. Se paró frente a un enorme portón verde. Su vida iba a cambiar para siempre.
Nada había sido fácil hasta entonces. Hijo de un correntino changarín, hachero en el monte chaqueño, y una mujer que limpiaba casas, Paulino Soto trabajó desde los 9 años: juntó vidrios y latas para vender, fue albañil y ayudó en una imprenta. Toda su infancia transcurrió en una casa de adobe.
Esa madrugada se puso un pantalón de jean que le habían regalado, usado y con remiendos. Su padre le coció las zapatillas con línea de pescar para que estuviera "presentable". Y así fue hasta el portón del Regimiento 9, de Corrientes, donde inició el Servicio Militar.
Esa misma tarde fue enviado en tren, junto a otros 400 jóvenes de Corrientes, Chaco, Formosa y Misiones, a Curuzú Cuatiá, en el sur provincial. Allí estaba la tercera Brigada de Infantería del Ejército. "Arriba de aquel alambrado dejan su orgullo y sus huevos", los recibió un teniente coronel.
Habían pasado doce meses de instrucción. Estaba a punto de recibir "la baja" cuando en la tarde del 2 de abril, llevando raciones a un comedor, Paulino vio en un televisor: "La Argentina recuperó Malvinas".
"Yo no sabía qué era Malvinas", comenta Paulino a Vía Documentos Malvinas. Pocos minutos después le despejaron las dudas: "Estábamos en guerra por unas islas del sur". El 5 de abril llegó a Curuzú Cuatiá la orden de constituir la "Fuerza de Tareas Litoral". Nada estaba previsto.
A Paulino le dieron una campera, un pantalón, un chaleco, un piloto para la lluvia, dos pares de medias, un casco, borceguíes y un par de zapatillas Flecha. En la mochila había una frazada, un tenedor y un cuchillo, y una cocinita “marmita”.
El 13 de abril partió en tren junto a más de 200 soldados de 19 años hacia Comodoro Rivadavia, a donde llegó cinco días después. A todos les habían dado un fusil FAL con cien balas. A él le tocó una pistola PAN calibre 9 milímetros.
A las 15:00 del 28 de abril los subieron espalda con espalda a un avión C-130 Hércules que aterrizó a las 20:00 en Puerto Argentino, al noreste de la isla Soledad. Lloviznaba y había un viento fuerte. El frío atravesaba la ropa que comenzaba a humedecerse.
Paulino Soto entendió dónde estaba a las 4:53 de la mañana del 1 de mayo: un avión Vulcan XM607 de la Real Fuerza Áerea, capitaneado por el teniente de vuelo Martin Withers, bombardeó el aeropuerto de Puerto Argentino.
Él estaba junto a otro correntino, de apellido Ortíz. Cuando este joven escuchó la primera explosión se paró y empezó a gritar que parecía Navidad. Eran la inocencia y su sordera que le impedía oír a sus compañeros. "Me tiré sobre él, lo agarré del cuello. Y le dije que íbamos a morir. Fue el minuto más largo de mi vida", dice Paulino.
Según los archivos de la BBC, el XM607 largó 21 bombas que cruzaron el campo de aviación y ahuecaron con éxito la pista con un solo impacto hacia una de las cabeceras. A pesar de eso, los pilotos argentinos de los Hércules se las arreglaron para seguir descendiendo allí.
"Nos salvamos porque un superior dijo, un par de horas antes, que nos moviéramos a 500 metros del aeropuerto. No conocíamos el terreno, no sabíamos dónde estábamos y tampoco teníamos destino", dice Paulino 36 años después.
En la noche del 3 mayo, los soldados argentinos volvieron a sentir el calor del fuego enemigo. Mientras descargaban provisiones de un Hércules, el XM607 británico volado por John Reeve atacó el área del extremo occidental de la pista de aterrizaje para impedir que los aviones de combate de alto rendimiento pudieran operar allí.
Alto, quién vive
Pasaron días. A Paulino y otros siete soldados los enviaron a un playón de aprovisionamiento que estaba a pocos metros del mar. Debían impedir que los ingleses llegaran por agua. Y tenían la orden de dispararle a todo lo que se moviera sin responder.
Parado, temblando de frío y en la oscuridad total, Paulino escuchó pasos y gritó: "¡Alto! ¿Quién vive?". Gritó tres veces. Como nadie contestó, él y sus compañeros abrieron fuego. Al otro día fueron a ver: era una vaca. Y, atorados de hambre, comieron la carne. "La lucha fue contra tres potencias: el frío, el hambre y los ingleses", describe el excombatiente.
Después de 20 días en un “pozo de zorro” cavado con sus propias manos y una palita, Paulino recibió la orden de ir a la base de operaciones para colaborar en la cocina. Cada día recorría en un jeep junto a un compañero y un superior 20 kilómetros para llevar guiso de fideo con carne de oveja a los soldados. Lo hacían de noche, sin luces.
Una noche se sentía mal y avisó que no podía salir, por lo que fue reemplazado. Un misil británico destruyó el jeep y los dos tripulantes terminaron heridos en el hospital.
Orgullo correntino
Los británicos habían puesto en marcha la operación Black Buck V. Era la noche del 31 de mayo y los misiles llovían sobre Soledad. El objetivo de los ingleses era destruir los radares de largo rango desplegados por la Fuerza Aérea Argentina durante abril para vigilar el espacio aéreo de las Malvinas.
Apenas se anunció el alerta roja, los argentinos volaron a los "pozos de zorro". Un teniente coronel de acento porteño recordó que dejó su fusil en otro pozo y comenzó a desafiar con insultos a los correntinos para que lo fueran a buscar. "Ustedes, correntinos, se dice que son corajudos. A ver quién tiene huevos para ir a buscar mi armamento", desafió.
"No sé de donde saqué fuerzas y salí a correr, doscientos metros en zigzag. Me tiré de cabeza al pozo, tomé el arma y aproveché para descartar la pistola y agarrar el fusil de un compañero muerto. Y salí de vuelta. Cuando faltaba poco para llegar explotó un misil. Volé unos metros. Y después de unos segundos, levanté la cabeza: vi a un paso el humo de una esquirla de 30 centímetros que podría haberme amputado la pierna. El bombardeo no cesaba. Me levanté y llegué al pozo: le puse el fusil en el pecho a mi jefe. Me senté y pensé en mis viejos, mis hermanos. Me di cuenta que podía no volver de allí. Y las bombas seguían cayendo", recuerda Paulino.
Los soldados sentían miedo a morir. Estaban en una guerra y todos los días debían cargar con el cadáver o el cuerpo herido de un compañero hacia el hospital. Pero además del hambre, el frío y el fuego enemigo, tampoco los dejaba dormir la desconfianza y el terror que le hacían pasar los superiores del propio Ejército Argentino.
A Paulino le cuesta acomodarse con los días. A tantos años, hace un esfuerzo por precisar cuándo vivió cada momento mientras relata su historia. Pero lleva a flor de piel el instante en el que confirmó que algo no estaba bien en la tropa propia. Recibió la orden de ir a custodiar la casa del gobernador de facto, el santafesino Mario Benjamín Menéndez.
Firme y fusil en manos, mantenía la mirada en alto en la vigilancia. De pronto se abrió la puerta y salió Menéndez. Sacó un papel y pasó el borde por el rostro del soldado que lo protegía. A los gritos lo retó por la barba y por la mugre. Y le advirtió que si al otro día no se aseaba iba a dar la orden de que lo estaqueen, lo encierren en el calabozo de campaña o directamente lo fusilen. Afortunadamente Paulino no tuvo que volver allí.
Triste, solitario y final
Caía agua nieve y el frío era insoportable. A las 20:45 del 14 de junio, mientras buscaban algo para comer, Paulino y un grupo de soldados escucharon por radio: "La Argentina se ha rendido". Menéndez había presentado la rendición de los 14.800 soldados argentinos al general Jeremy Moore, comandante de las tropas británicas en tierra. "Las islas Falklands están de nuevo bajo el Gobierno británico deseado por sus habitantes. Dios salve a la Reina", fue el primer mensaje leído por Moore. Fueron 74 días de conflicto.
Apenas salió el sol del 15, Paulino salió a caminar. Ya había entregado su fusil. Y fue entonces cuando encontró un galpón repleto de comida, toda la comida que el Ejército no le había dado a sus soldados. Y fue entonces cuando vio lo más duro en sus 48 días de guerra: tres ingleses bajaron la bandera de la Argentina del mástil e izaron la de Gran Bretaña. "Por primera vez en la vida sentí ganas de matar. Saqué un cuchillo para matarlos, pero un compañero me frenó. Me puse firme, saludé y lloré", dice Paulino.
Este correntino estuvo 30 años sin poder hablar de Malvinas. Con la ayuda del psicoanálisis, de su "compañera de fierro" Liliana y sus cuatro hijos, pudo volver a recordar aunque no sin quebrarse de a ratos por no poder contener el dolor de un acontecimiento con el que aún convive. Y, sentado en el garaje de su casa en el barrio Jardín en Corrientes, agradece "a Dios" no haber sido uno de los 53 correntinos (de los 1.800 que combatieron) muertos en la guerra o de los 300 que luego decidieron poner fin a su vida.
A las pocas horas de la rendición, 4.100 soldados argentinos fueron subidos al buque británico Canberra que los llevaría hasta Puerto Madryn. "Dejamos de tener frío, nos bañamos con agua caliente, comimos y pudimos fumar", recuerda Paulino. Tras descender del buque los Soldados fueron llevados a Campo de Mayo, en Buenos Aires. Allí les hicieron firmar un compromiso de silencio sobre lo ocurrido en la guerra.
A fines de junio, Paulino se bajó del tren en Corrientes y, sin un peso en el bolsillo para tomar un colectivo, caminó cinco kilómetros hasta la puerta de la casa de sus padres. Lo sorprendía que nadie en la ciudad haya estado esperando a los "héroes de la Patria". Golpeó las manos y salió su madre. "¿Quién es?", preguntó ella sin reconocerlo. Flaco y maltratado, él respondió: "Soy yo, mamá… Paulino". La mujer se descompensó. Toda la familia lo creía muerto.
“La causa Malvinas no terminó, yo la tengo presente siempre, convivo con ella, es un combate cotidiano”, sostiene Paulino, con lágrimas en los ojos. Asegura que él y sus compañeros lo dieron todo por la Patria y que volverían a hacerlo. Pero suspira que “ya nunca, quizás, se vayan a recuperar las islas” y lamenta que la Dictadura y la sociedad civil hayan enviado a tantos jóvenes a verse “cara a cara con la muerte”.