-Ahí vienen esos cabrones…
Los vehículos perforaron el perímetro que había aparecido de la nada, en un parpadeo, y frenaron entre violentos chirridos frente a la mole que despertaba tras días aciagos.
-¿De la CIA?
-Y vendrán del Pentágono también, segurísimo.
-¿Y Ramón?
Antes de responder, apagó la colilla de puro nervios de los dedos.
-Muy asustado. Se lo llevaron a las oficinas del jefe, todo vacilante, junto a dos de esos güeros.
Había tomado el primer tren desde Xochimilco para trabajar en la hierba desde temprano y Ramón, uno de los serenos, abrió el portón mudo de espanto. Un rato antes dio el aviso y el lugar se transformó demasiado pronto en un loquero de gente corriendo en todas direcciones
-Pedro Ruiz Santillana y Francisco Mercedes Liendo, ¿verdad? Me siguen por favor.
El tipo se le adelantó mostrando el camino que ya conocían.
-¿Será verdad lo del campo de juego? Y ándale, no te quedes ahí como si vieras la Virgen-, apuró Pedro.
Francisco escupió. Desde hacía un rato tenía la saliva seca. Y su olfato adiestrado no tardó en reconocer el olor del pasto dañado.
-Estos segurísimo son de la CIA-, repitió como para convencerse.
En la cafetería esperaron una larga hora, sin saber qué sucedía y ante un desfile incesante, e intimidante, de militares. Y de civiles que también lo parecían.
Por delante de una escolta se les acercó el menos marcial de todos ellos, pero que al mismo tiempo emanaba autoridad pese a los lentes de colegial y el cabello revuelto por un brusco despertar.
Sin rodeos, sin siquiera el “buenos días”, los interpeló: “¿Qué fue lo que les dijo Ramón?”
El interrogatorio fue extenso, sobre todo porque les repetían las preguntas, como midiendo la veracidad de las frases. Y lo cierto es que ellos no tenían tanto por comentar.
Buscó mejor señal para enviar las fotos por el celular, y al comprobar que eran recibidas llamó a ese número. Al segundo le contestaron, signo de que en ya estaban al tanto de la situación y que en el acto captaron la urgencia del caso.
-Señor, tendría que venirse ahorita y verlo con sus propios ojos.
Barrilete cósmico
En los confines de Europa, donde montaba su guardia un poco adormecido, una profunda perturbación lo sacudió. Un chorro de energía rasgando el espacio.
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Entre los de su raza podía considerarse un experto sobre Maradona y nada debía sorprenderle. Aun así la magnitud de la noticia lo turbó, y más todavía las reacciones, aunque fueran las propias de la muerte de un rey.
Preparó el informe procesando los datos que llegaban profusos e incontenibles, desde los cuatro costados de la Tierra, sobrepasando las diarias crónicas de la pandemia.
El epicentro era el mediodía del 25 de noviembre. Y a partir de la infausta confirmación sobre la muerte de la estrella, se desató un torbellino con lo imaginable y con lo que no lo era. Por las pantallas se sucedían las transmisiones de todas partes del mundo. Imágenes poderosas. Murió Maradona. ¿O lo dejaron morir?
Por su rostro impávido, propio de un riguroso centinela como los de su clase, rodó lo más parecido a una lágrima.
Se obligó a confeccionar el resumen más completo porque era su deber pero además, se trataba de algo personal. Era Maradona. Tantos homenajes de un planeta entero para con un monstruo sagrado.
Y los tributos más anónimos y sigilosos, de gente común y tocadas por el influjo maradoniano, y que sólo alguien con su sagacidad pudo detectar en forma aleatoria.
Genio mundial
Lendina lloró todo el día. Caminó y sus pasos errantes la llevaron hasta las afueras de Tirana. En los prados que rodean el castillo de Rozafa lloró y lloró. Ella, que pensaba que ya no tenía más lágrimas para esta vida.
De niña había huido de la guerra con su madre hacia América. Hasta una Buenos Aires recóndita de la que sabían nada. Deambularon, mendigaron, se perdieron en una ciudad que los miraba entre la conmiseración y el rechazo, como a gitanos. Pedía en las calles, sobrevivían por caridad.
La lengua les resultaba incomprensible pero Lendina aprendió de memoria el relato de unos niños, no mayores que ella, jugando en el parque. “Barrilete cósmico, genio, genio”.
En las soledades del castillo volvió a relatar ese gol, como lo había hecho tantas veces en las calles, en los domingos de adrenalina con partidos en la Bombonera, como un rezo en su dulce lengua. La gente la adoptó. Las monedas en su mano extendida se convirtieron en billetes.
Con el tiempo prosperó y hasta pudo regresar a Albania. Y ella que de niña parecía mucho mayor por las estrías del tormento, adulta se veía como una jovencita porque volvió su sonrisa. Hasta ese día infausto en el que lloró sin parar. Ella, que pensaba que ya había derramado todas las lágrimas.
El aire era tan tenue, y sin embargo tan vívido, que podía cortarse con un cuchillo allí cerca de las nubes. Lobsang no había probado bocado desde la matequilla de Yack del desayuno, poco antes de que la mala nueva llegara a oídos del remoto monasterio.
Compungido, se calzó las zapatillas que desentonaban con el manto rojizo y trepó la ladera en las afueras de Drepung, una de las ciudades sagradas del Tibet. Llevaba la gastada pelota consigo. En el punto más alto, frente a un desfiladero que helaba la sangre, contempló la inmensidad. Colocó la pelota en el piso, la acomodó como lo había visto más de una vez en aquel Nápoli-Juventus del tiro libre imposible. Y meditó largamente. Mientras los monjes hermanos se arrimaban con el correr de las horas, al igual que no pocos curiosos.
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Del otro lado del precipicio había una formación rocosa caprichosa, una especie de arco que dejaba ver como por una ventaja el cielo detrás del risco. Estaban separados por la barrera del abismo inverosímil. Lobsong meditó en paz con su alma, pese a la rebelión que le causaba la muerte. Y al caer la tarde, disparó.
La pelota describió un mágico efecto en el aire purísimo, con sus descoloridos gajos reluciendo por última vez de cara al sol que se iba. Y se introdujo en el ángulo del arco pétreo, entre el silencio pasmado de los monjes y el alarido de gol de los turistas.
Moray dejó la taberna de su padre tan atestada y en júbilo como él le había comentado tantas veces que estuvo aquel santo día del 22 de junio de 1986, cuando Inglaterra fue vencida a manos, a mano, de la Argentina y de Maradona. Toda Escocia ululaba entre cervezas sin fondo con los goles de la humillación inglesa. Moray nunca sería un prodigio así en una cancha. Aunque sí tenía destreza con las manos, un genio del FIFA 21. Y esa tarde había puesto de rodillas en un enfrentamiento épico a Anders Vejrgang, quien ya andaba por las 500 victorias seguidas con el escudo del Red Bull. Por una vez dejó al Aberdeen y eligió al casi ignoto Argentinos Juniors, pensando en Diego, que levantaba la copa del mundo en el póster bien conservado detrás de la barra de la taberna.
Y con esa inspiración puso contra las cuerdas al campeón danés. Perdió en dura lucha hasta el epílogo pero con un castigo tan duro para el rival que poco después entregaría su reinado en un inexplicable 5-1. Moray se retiró ovacionado de esa taberna en la que todavía resonaban los ecos del 2-1 en el Azteca.
Begum bailaba hip hop y se transportaba. En trance, bailaba y su ensortijada cabellera cobraba vida. La danza de los que se rebelaban. El nombre de Diego Maradona le resultaba fugaz. La Selección de Nigeria se topó con él en Estado Unidos ’94 y después le habían cortado las piernas o algo así. Maradona y el fútbol le eran indiferentes... Pero ese 25 de noviembre, al anochecer, bailó como poseída más que nunca, con los rulos como Medusa. Y trascendió.
“¡Bruja!” se burlaron sus hermanos, a los que debía atender en vez de pasar todo el día con el teléfono móvil, como le reprochaban. Les quitó de las manos el polvoriento balón que traían de la calle, y sin saber nada de fútbol, sin haber tocado una pelota siquiera una vez, se puso a hacer malabares con el pie sin dejar de bailar; como en una danza ritual.
Yasuto se sentó solemne ante el instrumento. Con la ancestral seriedad de su raza, con la dignidad de ser un músico imperial, pero aquella vez también con el secular respeto por lo argentino. Y empezó a tocar el Koto, la tradicional cítara japonesa en un singular concierto. Diez veces interpretó en forma continua Santa Maradona de Mano Negra frente a un azorado auditorio. Quienes se atrevieron a mirar de reojo al emperador juran que Naruhito sonreía con aprobación. Y que incluso solicitó cierto tema de Rodrigo que era el preferido del astro. Por cierto, Yasuto lo complació, 10 veces más.
Infinito
Todo tan movilizante... Se puso en marcha y partió desde las lejanías de Europa, del cinturón de lunas de Júpiter. Surcó el espacio, atravesó los campos de asteroides y la hostil mirada de Marte, y entró en la atmósfera terrestre eludiendo los satélites que no lograron escudriñarlo, y gambeteando el control defensivo de los radares. Barrilete cósmico.
La monstruosa ciudad todavía dormía, pero siempre con un ojo abierto, por lo que utilizó el camuflaje tan eficaz. Fijó las coordenadas de la nave muy por sobre la mole vacía, y con sus manos membranosas manipuló los controles con una habilidad quirúrgica. La trayectoria del láser, firme pero sutil, fue un trazo delicado y sin titubeos. Como la Mano de Dios.
En 10.6 segundos (los que le insumieron a Maradona llegar a la red en su obra maestra), completó la faena. De haber tenido cuerdas vocales, lo habría festejado como un gol. Y sus ojos iridiscentes, que no eran de este mundo, contemplaron el césped con una mirada muy humana. Después, se esfumó entre las estrellas mortecinas.
-Doctor, allí está el helicóptero.
Ante los ojos de desamparo de Ramón, quien aún sudaba, y de Pedro y Francisco apagando una colilla tras otra, salió a la explanada en dirección a la nave. Su superior militar venía dentro.
-Soy el doctor Jaime Valdez Segovia-, se apeó ante el helicóptero.
-Suba-, le ordenaron.
Se elevaron y no hizo falta tanta altitud para que surgiera una exclamación de asombro al unísono. Ni el mismo Valdéz Segovia, con varias horas asimilando la idea, lograba mensurar el descubrimiento.
Allí abajo, sobre el césped del Azteca que se desperezaba todavía en el luto por la muerte de Diego, se veían nítidos los dos números. Estampados uno de cada lado del rectángulo de juego. Para siempre.
Un portentoso, inequívoco y desafiante número 10 en el césped.