Por Natalia Lazzarini
Cuando el 6 de noviembre de 2014, ardió la química de Sergio Raponi, en Alta Córdoba, 15 familias terminaron con viviendas, galpones o locales gravemente dañados. Apenas el 40 por ciento logró ser reconstruido. Cuatro historias de quienes perdieron hasta las esperanzas:
"Ando como los gitanos. En tres años me mudé tres veces"
Cuando todo explotó, Ramón Iturria, 64 años, jubilación mínima y un ACV a cuestas, salía a la vereda. Ningún indicio haría suponer que, aquella tarde de noviembre, su vida daría un tremendo vuelco. El techo de su casita en Pasaje Avellaneda 3019, con la conmoción, sufrió una rajadura. Tiempo después, funcionarios municipales le aseguraron que sufría riesgo de derrumbe y que debía demolerla. El viejito aceptó que tiraran abajo el lugar donde vio nacer a sus tres hijos: María, Mario y Silvana.
Le prometieron que iban a reconstruirle una mejor. Pero las promesas, chorros de agua que se escapan de las manos, nunca se cumplieron. Ramón, alias Pascual, pasó tres navidades y tres semanas santas lejos de su casa, hoy reducida a un baldío donde crecen matas y yuyos capaces de albergar a una legión de mosquitos.
Aunque todos los días visita el terreno, y puso a su perro Beethoven de guardián, no puede evitar que los vecinos lo usen como basural. O de villa cariño.
“Ando como los gitanos –cuenta–. Alquilo un tiempo en un lado, otro tiempo en otro lado”. Como la desgracia es un prisma que a veces refleja buenas noticias, Ramón se alegra de que, por suerte, con la explosión no le quedó mucho para trasladar. Sólo dos camas.
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33 días y 60 mil pesos para reconstruir sólo una cuarta parte
Cuando se oxida, el hierro no miente. La foto de este galpón de Góngora 925 podría ser la misma que la de tres años atrás, cuando el suelo se sacudió. Dos detalles llaman la atención, y denotan el paso inexorable del tiempo: los arbustos ahora superan el metro de altura y las vigas pasaron de gris a marrón.
Gustavo Jachuf también se siente abandonado. “Nos dejaron solos. Nos prometieron el oro y el moro, y después se olvidaron”, sentencia.
Su padre Mefdel había construido el galpón, cuarenta años atrás, para poner un supermercado. El hombre oriundo de San José de las Salinas, “allá donde dobla el viento”, construyó además dos departamentos donde nacieron sus cuatro hijos, incluido Gustavo, de 34 años.
Allí se instaló luego Guillermo Zartanian, con su taller de chapa y pintura, y tuvo la desgracia de alquilar el terreno contiguo a la química que luego ardió.
Con 33 días de trabajo y una inversión propia de 60 mil pesos, Gustavo pudo reconstruir uno de los departamentos. Pero el resto sigue todo igual, o peor. Los desagües están tapados y las chapas, oxidadas. “Parece que Alta Córdoba se tiene que levantar sola. Sin la ayuda de nadie”.
En tanto Mefdel Jachuf –78 años y ex socio fundador de la cadena Almacor– ya no quiere volver a la casa donde nacieron sus hijos. Y eso que vive a 10 cuadras.
Llueve sobre mojado: a los Bonfigli los saquearon dos veces
Marcelo Bonfligli se siente víctima de un doble saqueo. El primero, cuando la explosión de la química destruyó buena parte de los dos galpones comerciales que tenía con su madre, Juana Adelco, sobre calle Rodríguez Peña. El segundo, cuando las cuadrillas encargadas de la demolición se robaron las pocas pertenencias que quedaban. “La Municipalidad nos obligó a firmar la autorización para demoler. Nos coaccionó. Nos hizo responsables de cualquier accidente que se pudiera registrar si no aceptábamos”, asegura Marcelo.
Chapas sanas, hierros, cañerías, grifería, escalones de madera. No quedó nada. Desde entonces, la familia no hace más que peregrinar un camino obstaculizado por la burocracia y la desidia. “Seguimos pagando impuestos como si fueran metros cuadrados construidos”, agrega. “Sólo Aguas Cordobesas aceptó cobrarnos como zona baldía”. El alquiler de los galpones era el principal sustento de Juana, quien a sus 69 años solo percibe una escuálida pensión.
En un galpón de la familia funcionaba una distribuidora de pastas. En el otro, una imprenta. El destino obró para que no se registraran más víctimas. El día en que el cielo se cubrió por una bola de fuego, ambos dueños mandaron antes a sus empleados a casa. Luego el terreno se convirtió en campo minado.
Un asteroide rojo fuego que fue a parar al jardín
María del Carmen González (65) conserva la tapa de un tambor de 200 litros como recuerdo amargo de la explosión. El primer piso de su vivienda, de calle Argensola 927, tuvo que ser demolido y reconstruido. El Estado cumplió en rehacer la estructura de la planta alta, pero los revestimientos, aberturas y elementos del baño fueron repuestos por la misma familia.
Al poco tiempo del incidente, el baño de planta baja comenzó a fallar. La rotura de un caño cloacal provocó su hundimiento del piso. Los arreglos también corrieron por cuenta de María del Carmen, quien está a cargo de su madre y un hijo discapacitado. A pesar de estar jubilada, sigue vendiendo artesanías y carteras.
“Nadie se acuerda de nosotros. No vinieron más. Tampoco nos preguntan cómo estamos de salud. Aquí hay gente que quedó muy mal”, asegura.
Al igual que los Bonfigli, María del Carmen también se siente saqueada. Los días posteriores a la explosión, los operarios que relevaban los daños se llevaron los anillos de casada de su madre, una procesadora, juegos de platos, abrigos y cacerolas para la cocina.
“La explosión fue un antes y un después. Destruyó nuestros sueños y tranquilidad. Hizo que sintiéramos el dolor del desamparo”, agrega la mujer, quien conserva el tambor de un tacho que voló envuelto en llamas, como asteroide hasta las plantas de su jardín.