Pinceladas literarias: “Sarmiento, mi tío abuelo”

Un nuevo cuento de Valentina Pereyra.

Pinceladas literarias: “Sarmiento, mi tío abuelo”
Pinceladas Literarias "Sarmiento, mi tío abuelo"

Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias en esta oportunidad con “Sarmiento, mi tío abuelo” un cuento de Valentina Pereyra.

Sarmiento, mi tío abuelo

Fui, durante toda la primaria, la sobrina de Sarmiento. No su hija, ni su nieta o amiga de la familia. Elegí un parentesco que me acercara al prócer, pero no tanto como para tener que demostrar demasiada familiaridad.

Las matemáticas no fueron ni son lo mío. Caso contrario, hubiera reparado en la diferencia generacional, hubiera hecho cuentas: la fecha de nacimiento y muerte de Domingo F. Sarmiento, menos la fecha de mi nacimiento, más los años que tenía cuando comencé a mentir sobre el tema. Pero, no me tomé tanto trabajo. Sólo me paré frente a toda la clase y, después de que mi maestra leyera la historia de doña Paula Albarracín de Sarmiento, declaré ser la sobrina del Gran Maestro.

Mi maestra de tercer grado levantó la vista sobre los anteojos de marco de carey marrón (hoy, las pobres tortugas de las que proveían del noble material, están en extinción) carraspeó, me hizo un gesto con su mano derecha y entendí que me pedía, tal vez, suplicaba, que me sentara y cerrase la boca de una vez.

Mis compañeros, sin embargo, giraron hacia mi banco (me sentaban en el último pupitre porque mi estatura pasaba la de la media del grupo) y, mientras algunos se sostenían la risa con la mano, otros juntaban las puntas de sus dedos en señal de: ¡Qué decís!

Mi maestra terminó la lectura del “Homenaje de la Revista Anteojito a Domingo F. Sarmiento” al mismo tiempo que sonó la campana. Ella apoyó sus lentes sobre el escritorio, se puso una mano en el bolsillo del guardapolvo blanco y con la otra, nos señaló la puerta. Todos conocíamos el código. Campana, el dedo índice de la maestra y la puerta. Unos segundos después, los varones formaron su fila por orden de estatura y atrás, nos pusimos las mujeres. Yo última.

Sentí los dedos flacos de mi maestra en el hombro y la presión más o menos fuerte que me obligó a parar la marcha en seco. No sé cómo me giró sólo con sus dedos de escarbadientes. Pero me dio vuelta. Soltó las pinzas con las que me aferraba y se sentó detrás de su escritorio de madera. Me pidió que me acercara y repasó hoja por hoja la Revista Anteojito, muy popular en 1971, que le había dedicado al Gran Maestro una edición completa.

Estiró el índice derecho y con su uña rosada me señaló el título de la poesía que había leído en clase. “La Casa de Sarmiento” de Ana C. de Rey. Sin mediar otra palabra mi maestra levantó la voz y desde la panza le salió como un aullido finito, pero recitado: “Casita humilde, muros de adobe, patios muy grandes, huerta y corral/ y a la sombrita bajo la higuera, la santa madre ante el telar”

Después dijo algo de reliquia y de que la casa era para los argentinos un altar. Fue esa la palabra que me asustó. Porque justo después de pronunciarla, la maestra se paró y me sacudió del brazo: “Un altar, ¡cómo se atreve a mancillarlo!” De más está decir que no entendí nada. Puedo repetir esta frase sólo porque mi madre, antes de morir, mientras pasaba sus días en cama, se entretenía contando anécdotas de cuando mi hermana y yo éramos muy chicas. Ésta, la de la sobrina de Sarmiento y la lectura del Anteojito sobre la vida del prócer, era su preferida.

Mi maestra acarició el contorno de un dibujo de la higuera de Carrascal, la más famosa del país, paró su índice sobre la imagen de una mujer encorvada, de rodete negro, manta sobre los hombros y un telar frente a ella. Me pareció que se le caía una lágrima mientras la acariciaba. El estruendo que hizo el golpe que le dio a la revista sobre su escritorio me espabiló. Ella levantó el mentón y yo entendí que era el momento de dar las explicaciones. Y me cebé.

Acerqué la revista para poder tocarla, señalé la imagen en la primera página del Antoejito homenaje, y le conté a mi maestra lo hermosa y cálida que era esa casa. “Parece pobre”, dije. “Pero no como dice acá, en la poesía”. Entonces, empecé a contar cómo eran las dependencias de aquel rancho sagrado. Corrí para mi maletín, en la última fila, antes de que mi maestra pudiera estirar su mano para frenarme.

Empecé a sacar el vaso plástico plegable, los plumones, el tarro de la tinta china, el cuaderno de clase de tapas blandas, una bolsa con un pedazo de pan, el Simulcop, el papel secante, los ojalillos, el sacapuntas de horquilla y las fibras Silvapen. Tanteé el fondo y levanté mi tesoro ni bien hice contacto con él.

Apoyé con cuidado, como si pusiera en su cuna a un bebé dormido con la intención de que no se despierte, un sobre de plástico transparente que adentro contenía una enorme hoja de parra. Mi maestra lo giró y leyó en voz alta: “Casa de Domingo. F. Sarmiento. San Juan”. Antes de que ella quisiera o pudiera decir algo o preguntar qué significaba aquella actuación mezcla de ofensa y descargo, yo hablé.

- Mi tía bisabuela me la dio. Me dijo que la guardase, que podía volver cuando quisiera y me invitó a leer unos cuentos que su hijo Domingo le había regalado antes de viajar a Buenos Aires para ser presidente. Yo duermo con la hoja abrazada, y puedo recitar todo lo que leí en todos los viajes que hice a la casa del tío.

El silencio de la maestra me envalentonó. Sin prisa y sin pausa seguí el relato. “Cuando yo era más chica, no me dejaban entrar al cuarto donde él escribía. Pero, cuando usted me enseñó a leer, me dieron permiso. La tía abuela era muy muy vieja, y el tío se la pasaba o escribiendo o escapando; así que, nadie se preocupaba si yo revolvía los cajones buscando flores secas, o cuadernos de notas. Tampoco me preguntaban si estaba cansada o si quería hacer una siesta debajo de la parra. Me dejaban hacer lo que yo quisiera con tal de que no molestara a la hora de los rezos”.

Mi maestra se volvió a sentar y examinó la hoja de parra sin sacarla de su envoltorio de plástico. Suspiró profundo y me pidió que le explicara cómo era mi parentesco con Sarmiento. “Mi tía bisabuela era la hermana de mi bisabuela y, así, todos los otros parientes. Por eso no soy Sarmiento, porque se fueron casando con hombres con otros apellidos”. Dije. Y seguí: “¡No sabe la piel suave que tiene la tía bisabuela y cómo se le arrugan las manos cuando teje! Al tío abuelo no lo vi jamás, así son las personas importantes. Por eso me gusta recordarlo en su casa, en su catre, en el patio donde corría de chico”. Y no me quedé sólo con eso: “No volvimos a ir. Cuando se murieron todos, y sólo quedó la parra, para qué hacer semejante viaje desde Tres Arroyos a San Juan”.

Volví a la revista como quien busca refugio antes de hundirse y desaparecer. Me agarré de sus hojas y las empecé a dar vuelta. Me detuve en una página en la que un varón y una chica de guardapolvo blanco le ponían al tío Domingo una corona sobre la cabeza y, al pie, Anteojito, el personaje de Ferré, vestido de alumno abanderado. Me quejé de que no hubieran elegido la parra para condecorarlo en lugar de los laureles. Dije que se notaba que los dibujantes no habían visitado nunca a la tía bisabuela porque si no, sabrían que el tío Domingo le daba alergia el olor a laurel. “Pero, bueno, se entiende que no sepan tanto como yo. O que no hayan comido papas con cáscara en su fogón de piedras”

Entonces el relato viró para contar sobre la mano que tenía la tía bisabuela para la cocina y que no sólo tejía y tejía. Le conté a mi maestra cómo la ayudaba a cosechar la verdura de la huerta que tenían en el patio trasero. También describí el balde de lata donde juntábamos el agua del aljibe de la vecina, porque en el rancho de los Sarmientos no había uno de esos. Me acordé del vecinito que tendría mi edad con el que jugaba a la payana mientras las señoras leían los libros del tío y lo criticaban. Nos hicimos amigos. Fui tantas veces que ya sabíamos a qué nos gustaba jugar o cuál era nuestra comida preferida.

A los dos nos encantaba el puchero de la tía bisabuela. Así que, no teníamos ningún problema en ayudarla a pelar los choclos, echar los huesos en la olla, pelar las zanahorias y lavar bien las papas. Me quejé con mi maestra de no haber compartido ni un almuerzo con el tío Domingo. “Mi bisabuela me llevaba cuando él andaba de viaje buscando señoritas como usted, pero que hablaban inglés y cazando gorriones por ahí. Nunca fui cuando él volvía a sentarse debajo de la parra para escribir sobre un tal Facundo o para hacer la lista de sus gastos como presidente. Todo eso, lo sé, usted se preguntará cómo, porque mi bisabuela sí podía quedarse más días en San Juan. A mí me traían de vuelta para empezar la escuela. Usted me esperaba”.

El silencio fue, y es, mi peor enemigo. Porque en el único momento que dejé de hablar para poder dar una bocanada de aire y seguir, mi maestra me interrumpió. Buscó otros Anteojitos que trajo de la biblioteca descangallada que estaba en un rincón del aula; acomodó tres libros más o menos gordos sobre el escritorio y me levantó el mentón. Me pidió que la mirase a los ojos y le repitiera quién era mi tío.

- ¿Usted dice el tío Domingo o algún otro?

Mi maestra se puso roja, y se encorvó sobre el escritorio para pasar por encima de las revistas y los libros y llegar hasta mi cara. Sonó la campana para entrar a clases. Los chicos empezaron a golpearse contra la puerta de entrada al aula que, la portera había cerrado a pedido de mi maestra. Ella no dejaba de mirarme. De reojo o de memoria, señaló para el lado de mis compañeros, me dijo algo de que no quería que repitiese nada que tuviera que ver con el tío Domingo y no dejó entrar a nadie hasta que escribió en mi cuaderno una nota para mí mamá. Agarré mi hoja de parra y le expliqué que era una reliquia familiar y que, aunque yo la quisiera mucho a ella por haberme enseñado a leer, no se la podía regalar.

La portera se asomó por la ventana de la puerta y mi maestra movió la cabeza hacia un costado para aprobar la entrada del malón. Sin embargo, cruzaron el umbral del pasillo al aula y como si hubieran hecho votos de silencio se sentaron en sus pupitres. Yo, desde el último banco, blandía al aire cual bandera, la hoja de parra del tío Domingo o, mejor dicho, del árbol donde él y su santa madre cambiaban la historia.

Hubo un murmullo, Juan, por ejemplo, preguntó qué tenía en mi mano y Rosita le dijo si era ciego o qué le pasaba por la cabeza. Ella, conocía mi historia porque una semana antes me había invitado a almorzar. Su mamá había hecho papas hervidas con cáscara y puchero. Entonces yo les conté cómo preparábamos ese manjar con la tía bisabuela y cuál era la comida preferida del tío y de su vecino, mi amigo sanjuanino.

Relaté los detalles del rancho y cómo en su barrio lo tenían en tan alta estima. Por ser la familia de mi mejor amiga, me fui un poco más por las ramas y les conté lo que mi bisabuela opinaba de todas las mujeres que había tenido en su vida. Fue en ese momento que la mamá de Rosita nos dijo que nos dejásemos de hablar pavadas y que comamos antes de que se enfríe. Pero Rosita, conocedora de mi historia, fue la única que se acercó a mi banco, me abrazó y lloró conmigo mientras las dos aplastábamos con el pecho el plástico que contenía a la hoja de parra.

Mi maestra nos ordenó, a Rosita y a mí, que nos sentemos. Señaló mi maletín del colegio y movió su mano en forma de cuenco invertido mostrándome que tenía que guardar mi tesoro, la prueba de que todo lo que había dicho era bien cierto. Buscó uno de los libros que tenía sobre el escritorio. Lo abrió en una hoja señalada con una cinta roja y leyó: “Un día ha de llegar en que una escuela de varones y de mujeres se enseñe todo por mujeres. Un preceptor cuesta cuarenta pesos metálicos y la mujer, con la mitad estaría perfectamente dotada”.

Golpeó una tapa con la otra y el polvo que se desprendió hizo toser a los alumnos de los primeros bancos. “¡Basta de Sarmiento!” dijo y yo, por miedo a que se la agarrase conmigo, abracé mí portafolio, hinché el pecho y miré hacia el frente. Nadie se atrevió.

SOBRE LA AUTORA

Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.