Con la renuncia obligada a su candidatura a la reelección, Alberto Fernández es ahora formalmente un presidente en transición de salida. Toda su administración de poder tiene un solo objetivo: la transmisión del mando. La declinación fue a la nada misma, porque su postulación era un simple recurso táctico para extender la agonía. Cuando una expectativa es ficticia, dura lo que tarda en convencerse de lo contrario, el último de los ingenuos. Ese tiempo estaba vencido, desde al menos dos años, para ese proyecto inverosímil, la reelección de Alberto Fernández.
El gobierno del Frente de Todos apuró ese baño de realidad porque todavía aspira a que el final de Alberto Fernández no sea el de todo el oficialismo. Pero no fue su vasta enciclopedia de zancadillas la que terminó volteando al candidato que hace cuatro domingos hablaba de sí mismo en tercera persona, advirtiendo severo sobre el apoyo del norteamericano Joseph Biden para continuar en el cargo. Fue la persistente porfía compartida por todos (incluido Fernández) en sostener un modelo exhausto: el del populismo en quiebra, sin ningún respaldo económico.
El índice de precios de marzo puso a la economía argentina en el umbral borroso de una nueva hiperinflación. Es una calificación que muchos economistas mezquinan. En algunos casos por prudencia, en otros por confundir el concepto con el de estallido social, al menos en los formatos conocidos en la historia reciente de este país. El desborde de la inseguridad en los principales centros urbanos se asemeja mucho a una detonación microsegmentada de la trama social; bien que los organizadores de saqueos espontáneos revistan por el momento como burocracia orgánica del Estado nacional.
La aceleración inflacionaria puso en duda el funcionamiento del único mecanismo de anclaje para la economía argentina en la transición desde Alberto Fernández hacia un nuevo presidente: el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Toda la gestión del Gobierno consiste en demandar una flexibilización de las metas, extorsionando con su fragilidad para llegar a las elecciones y la transmisión del mando. Pero el FMI está dando señales de una racionalidad opuesta: si se pliega sin más a esa demanda de corto plazo, estaría complicando severamente al futuro gobierno. Por no quedar expuesto hoy como un obstáculo para la gobernabilidad, estaría eligiendo ese mismo rol para el 10 de diciembre.
¿Ministro o candidato?
Sergio Massa quiere ser presidente este año. Con el respaldo de Cristina Kirchner, en una misma semana le conculcó al Presidente una prerrogativa más compleja que la de proponerse como candidato al mismo cargo que su ministro aspira: le arrebató el derecho a explorar alternativas al fracaso de la gestión económica. El asesor Antonio Aracre fue una anécdota expiatoria. Lo que Massa le impuso al Gobierno es un cerrojo para evaluar cualquier salida. Lo explicó la vocera del ministro, Malena Galmarini.
Massa aspira a ser candidato por el consenso de todas las corporaciones del oficialismo: gobernadores, sindicatos del empleo y del desempleo, gerentes del bloqueo burocrático que se referencian en Cristina Kirchner. Todo eso es insuficiente sin un waiver mayúsculo del FMI. Ambicioso como pocos, Massa quiere a Kristalina Georgieva como jefa de campaña.
Por lo que se ve, el Fondo parece estar pidiéndole otra cosa: que actúe como lo que es, el ministro de una transición, asumiendo la responsabilidad de comenzar un programa de estabilización que el Frente de Todos difirió de un modo tan ineficiente que la mora terminó por deglutirse esta semana hasta el capital ilusorio del Presidente. Como Massa todavía no declina su propia candidatura, es probable que el renunciamiento de Alberto Fernández resulte insuficiente para calmar la economía, que va entrando a un punto de hervor irreversible.
Tan inflacionario y tuitivo del dólar rampante como el sueño de Massa (que el FMI le financie el sillón de Rivadavia) es el rol asumido por la vicepresidenta Kirchner. Más pragmática, la vice sostiene que el barco ya chocó con el hielo. Aspira a repartir los botes y salvavidas. A preservar la lapicera que Alberto Fernández propuso socializar entre militantes (deseos póstumos del Presidente que nadie atenderá de sus albaceas). Para resguardar ese margen de administración, Cristina puso en suspenso su decisión de no ser candidata, autorizando a los suyos a que agiten ese fantasma en cualquier negociación. Cuando Massa intenta persuadir en el FMI, acaso le recuerdan que no creen en las brujas, pero admiten que las hay. Ya consiguió la de Alberto ¿debería llegar con la declinación propia y alguna más?
Dicen que cuando un silencio
Del final anunciado del candidato Alberto Fernández, pudo haber dicho Cristina Kirchner lo mismo que Jorge Luis Borges sobre Juan Manuel de Rosas: que ya Dios lo habrá olvidado y es menos una injuria que una piedad demorar su infinita disolución con limosnas de odio. Pudo más su rencor. Guardó un silencio vengativo, estentóreo. Eligió no decir nada de lo que el Presidente quiso presentar como un renunciamiento histórico, a la altura de aquel de Eva Perón: a los honores, no a la lucha.
Cristina guardó silencio para que le quede, claro, a la ciudad y al mundo: Alberto Fernández no volverá jamás; no será ni uno entre millones. La vicepresidenta no le dejó ni siquiera anunciar la declinación ante la mesa escueta del Partido Justicialista que, en los papeles, el Presidente conduce. Tuvo que grabar un video solo, ensayando en la madrugada. Difundirlo como en los tiempos del llano, tuiteando con vista al mar.