Las Paso fueron diseñadas para resolverle a los partidos políticos, mediante el voto simultáneo y compulsivo, un problema que jamás pudieron administrar con eficacia desde la restauración democrática de 1983: la definición transparente de su oferta electoral con reglas de competencia interna.
Involucrar el voto obligatorio en un desafío sistémico de segundo nivel -que debería ser resorte de la sociedad civil- fue una decisión de invertir un recurso institucional de primer grado para rescatar a los partidos tras la crisis de representación de principios de siglo. El daño colateral posible era la inducción de una fatiga democrática riesgosa, que hoy se asoma como una acechanza incierta bajo la forma del ausentismo, bien que no de la abstención.
Una vez despejada esta primera incógnita, en la composición del voto en las primarias se empezará a conocer cuál será el dilema central de la próxima elección general. Sería un lugar común decir que la contradicción principal será entre la continuidad y el cambio. Todos los candidatos dan por descontado que la preferencia social es por el cambio. Sus estrategias de campaña se orientan a ofrecerse cada uno como el vector más eficiente para concretar ese cambio.
El caso paradigmático es el del candidato del gobierno actual. Sergio Massa se presenta como el candidato más calificado para reemplazar al gobierno que él mismo maneja. Aunque la lógica cruja, Massa se ofrece como la oposición al gobierno de Massa. El ministro y candidato cree que la sociedad está lo suficientemente rota por la crisis que no es del todo improbable que le crea esa precaria hechicería.
Pala y abismo
Massa cumplió un año como ministro con plenos poderes en el gabinete para enfrentar la crisis. El balance de lo conseguido es catastrófico. Cuando Massa llegó a Economía, la inflación galopaba hasta llegar a niveles mensuales del 7,4%. Pero en los meses previos venía a un ritmo algo superior al 5%. El actual ministro consiguió que crezca hasta un promedio mensual de casi siete puntos, como piso. Una inflación anual de tres dígitos que retrotrajo al país a los momentos previos a una hiperinflación que ya conoció.
Como recordó la agencia Bloomberg, Massa llegó a Economía con un valor del dólar que, ajustado por inflación, era equivalente a 682 pesos. El dólar informal llegó esta semana a 570 pesos, equivalente a un tipo de cambio real multilateral todavía por debajo de aquellos valores de Guzmán y Batakis. Pero con una presión devaluatoria pospuesta para después de las Paso, que se deduce claramente en los términos del último acuerdo técnico con el FMI.
La gestión de las reservas en divisas y de la deuda externa e interna no fue menos crítica. Las reservas brutas cuando asumió Massa eran cerca de 40.000 millones de dólares y ahora apenas superan los 24.000 millones, pero el Banco Central opera desde hace meses con reservas netas negativas estimadas en 9.000 millones de dólares.
La situación de la deuda interna no es mejor. El stock de pasivos remunerados se disparó con Massa a niveles inconcebibles. La “bola de Leliqs” aumentó un 145%, por encima de la inflación. La deuda pública consolidada por primera vez superó los 400 mil millones de dólares. Con todo, Massa se propone a sí mismo como el candidato más solvente para deshacer estos desastres de Massa. El dilema que propone para la elección general es que no hay dilema. Sugiere que del abismo se sale cavando.
Tasa de conversión
La principal puja competitiva se presenta en la oposición. Juntos por el Cambio sostiene lo obvio: que la continuidad no es el cambio. Pero sus principales dirigentes, por la paridad en la que creen estar peleando, se han entreverado en la proposición de un debate subordinado: quién tiene las mejores condiciones de liderazgo y estrategias de gobernabilidad para conducir el cambio.
Confían en que la sumatoria de votos de sus dos postulantes resolverá la contradicción principal: continuidad o cambio. Y que el candidato de la coalición que resulte más votado impondrá el itinerario del cambio. Juntos por el Cambio hizo una apuesta de riesgo: que el electorado capte de inmediato, en su primer encuentro con las urnas de la crisis, que el dilema central de la elección se definirá después.
No es una exageración hablar de las urnas de la crisis. Cómo se exprese la fatiga por la extensión de una decadencia económica continua será la clave de todo el proceso electoral argentino, a 40 años de democracia. Tampoco es desacertado hacer un paralelo entre la devaluación económica y la depreciación de la política. Eso también habilita a preguntarse sobre la “tasa de conversión” -como si se hablase del dólar nominal y el ajustado por inflación- que esperan los candidatos de Juntos por el Cambio para después de las Paso. Es decir: cuántos de los votantes de un candidato de la coalición están dispuestos a votar al otro, si resultare derrotado el de su preferencia inicial. Las hipótesis que se hacen sobre esa operación de segundo grado también inciden de manera anticipada en la definición del dilema central de la elección.
El dilema principal podría ser una formulación muy sencilla, como “sacar al gobierno actual y reemplazarlo por otro mejor”. Pero, por su puja interna, a esa nitidez Juntos por el Cambio la pospuso para el escenario de primera vuelta. En el caso del cuarto contendiente, Javier Milei, su primer desafío será -más que para otros- el ausentismo: hasta qué punto su apuesta al enojo del electorado no termina redundando en un invitado democrático sin rostro, que prefiere no concurrir a dar un grito. Ni para aguar la fiesta.