La economía argentina camina hacia una nueva detonación. Ningún economista serio prevé un comienzo fácil para el futuro gobierno porque la actual gestión eligió dejar tierra arrasada antes que encarar una transición. Solo la política podría atenuar el golpe, proveyendo certidumbre y acuerdos para que resulte menos doloroso.
No ocurrirá: dos tercios del electorado han elegido creer que los problemas no existen. No los niegan de frente, para evitar la insensatez más palmaria, sino mediante un atajo; el más conocido y reiterado de la historia argentina reciente: los problemas son ajenos al conjunto. Son graves, pero creados por un sector de la sociedad para beneficiarse, aprovechando los recursos de otros. Un tercio de la sociedad dice que el inocente es el pueblo peronista y la culpable es la oligarquía. Otro tercio dice que el inocente es el pueblo contribuyente y la expoliadora es la casta gobernante.
Hay en ese mecanismo compartido por la mayoría de los votantes un sustrato común de frustración con la democracia atascada. En su promesa fundacional, hace 40 años, la restauración democrática incluía no solamente la recuperación de los derechos conculcados durante la dictadura, sino una mejora económica y social como consecuencia de la liberación de la potencialidad productiva del país. Que a 40 años esa promesa siga cada vez más incumplida que antes, proyecta una sombra de insatisfacción sobre el sistema. Es comprensible que hacia algún lado salgan disparadas las esquirlas de esa frustración; pero esas esquirlas no son nuevas, empezaron a volar hace más de 20 años.
Los dos primeros proyectos de la democracia, el de Raúl Alfonsín y el de Carlos Menem, terminaron con derrumbe económico y estallido social. Al alfonsinismo la bomba le explotó en las manos. A Menem, en diferido. La dejó latiendo bajo el sillón de Fernando de la Rúa. Pero también le selló la suerte obligándolo a desertar de un balotaje. Desde entonces, la representación democrática dio un giro en el sistema político.
Juego de gemelos
Desde entonces, aquello que la democracia liberal tiene de virtuoso -esa inhibición de poder absoluto que le garantiza sus derechos a los individuos- pasó a ser percibido como un vacío que debe ser rellenado con cualquier corporeidad más nítida.
Allí donde hay incertidumbre porque se necesitan acuerdos, la mayoría reclama que alguien venga vociferando para imponer nitidez. Que allí donde la democracia parece indiferente porque hay que trabajar consensos, alguien imponga el vértigo de la indignación. Que allí donde la democracia garantiza neutralidad, porque el Estado es de todos, alguien venga a reinstalar el conflicto permanente. Para arrebatarle el Estado a los otros, hacerlo suyo y de su facción. Que allí donde la representación política parece ser sinónimo de impotencia, de relevos secuenciales entre ofertas parecidas, de inercia lenta y exceso de vetos; aparezca algún liderazgo que reinstaure el movimiento, aunque sea hacia el abismo, anticipe insumisión a las normas y prometa saltar sobre los vetos.
Si se analiza con detenimiento la enumeración anterior, se llegará a una conclusión lógica: desde el punto de vista de la representación política, el populismo en repliegue de Cristina Kirchner y el emergente de Javier Milei son bastante parecidos. Más que una ideología, representan una lógica identitaria: nosotros contra ellos. La campaña electoral gira en torno a las suspicacias sobre acuerdos entre dos candidatos contra un tercero. Entre Sergio Massa y Javier Milei contra Patricia Bullrich. Es una discusión baladí. Massa y Milei siempre hallarán un punto de encuentro. En su concepción del poder los tercios electorales que representan son como hermanos siameses.
Quienes tienen en claro ese juego de gemelos son aquellos a los que Cristina llama oligarquía y Milei critica como casta. El sindicalista Luis Barrionuevo, por ejemplo, célebre por controlar la fiscalización de comicios mediante el método expeditivo de ordenar una quema de urnas. O el empresario Eduardo Eurnekián, quien como empleador original de Milei acaba de advertirle al país: “No estamos para aguantar un nuevo dictador”. Que Eurnekián utilice esa calificación para advertir sobre su creación (y que el propio Milei lo consienta con su anuente silencio) debería sonar como una tardía señal de alerta para el impenetrable sector social al que Mauricio Macri bautizó como “círculo rojo”.
Mauricio, el paternal
En sus conversaciones informales, Macri comenta al menos cuatro contactos que mantuvo con Javier Milei, en los que el libertario le habría ofrecido acompañarlo como vice, si se lanzaba de vuelta. La personalidad de Milei es poco propicia para acariciar egos ajenos, pero su excepción con Macri parece haber sido fructífera.
En privado, Macri describe a Milei como un joven bien intencionado, sin antecedentes de corrupción en la mochila, con ideas parecidas a las suyas y con reproches amargos para algunos socios de Juntos por el Cambio, que el expresidente también masculla. Macri también cree que Milei tiene la personalidad de un adolescente, incapaz de alcanzar equilibrios emocionales imprescindibles para gobernar.
Lo curioso es que, de estas observaciones reservadas, Macri suele repetir en voz alta las primeras: la calidad de las intenciones de Milei, la proximidad de sus similitudes. Pero evita sincerar en público lo que él en privado cree que es Milei: una personalidad inestable, inapropiada para manejar el destino de un país. Nadie a su alrededor termina de entender esa condescendencia casi paternal del expresidente. Cuando alude a Cristina o a Massa, nunca anda con tantas vueltas.
Macri confesó en público que tuvo que recurrir a un terapeuta para que lo ayude a “soltar” la conducción de la coalición que lo hizo presidente. Fue antes de renunciar a una nueva candidatura. ¿Tuvo éxito el terapeuta de Macri? El expresidente repite que colaborará en la campaña de Patricia Bullrich, en el lugar que le asignen. Desde el comando de Bullrich le asignan que hable bien claro sobre el riesgo sistémico que implica Milei. Le señalan que esa sería su colaboración más relevante.
Hasta el momento -prevenido con su Golem- el empresario Eurnekián ha sido más eficiente en esa sencilla tarea.