Mientras farfulla maldiciones haciendo colas eternas para conseguir combustible, el argentino promedio se mira frente al espejo y reniega de la única elección que le queda por delante: elegir un presidente entre lo peor y lo peor. Esa sensación no proviene del sistema de balotaje en sí mismo, sino de las opciones que la crisis política le ofrece frente al derrumbe acelerado de la economía familiar.
Por su propia condición institucional, por el hecho de ser una herramienta para la construcción definitiva de una masa crítica de legitimidad para quien ocupe la responsabilidad de gobierno, el balotaje suele ser el momento menos propositivo del proceso electoral. El momento de la diversidad de propuestas ya ocurrió. Sucedió en las primarias, donde cada partido o coalición dirime los matices propios. Y en la primera vuelta, donde era previsible que el triple empate de las primarias decantara en dos.
En el mejor de los sentidos, el balotaje es un brete: un pasadizo sin evasivas, para forzar un umbral mínimo de gobernabilidad. Puede ser también (no necesariamente) un momento de construcción coalicional. Pero su función primaria es la de componer una sumatoria aluvional; una accesión acelerada destinada a constituir gobierno, antes que una alianza política. Por lo general, como el momento propositivo por excelencia es una instancia precluida, no compiten coaliciones sino bloques. Más frecuentemente aún, bloques que se definen a sí mismos por oposición a su contrincante, más que por sus coincidencias.
La politología argentina fue muy generosa al considerar como coaliciones a rejuntes como Unión por la Patria y Juntos por el Cambio, como tampoco La Libertad Avanza es en rigor un partido con organicidad reconocible. Por eso, su implosión en cadena, urgida por la aceleración de la crisis económica, es la que contamina de dramatismo y discursos maximalistas el momento de confluencia esperable en un escenario de balotaje.
Lo que domina la escena pública es el derrumbe coalicional de Juntos por el Cambio, porque entre dos elecciones presidenciales perdió la mitad de sus votos y finalmente quedó afuera de un balotaje que creía ya conquistado. El debate interno pasó de los susurros a los gritos. De las suspicacias veladas a las denuncias cruzadas de deserción. Esa crisis venía solapada. Estalla ahora porque el balotaje es un brete con fecha de vencimiento. Por eso la celeridad de Mauricio Macri y Patricia Bullrich para anunciar su apoyo a Javier Milei y la reacción airada de Gerardo Morales, Martín Lousteau, Horacio Rodríguez Larreta y Elisa Carrió.
Como en los divorcios contenciosos, la discusión se cifra en quién fue el traidor y quién la víctima de la primera infidelidad. Pero esas discusiones para atrás sólo ponen en evidencia el dilema para adelante: ambos sectores de Juntos por el Cambio se sienten compelidos a votar -por acción u omisión- a un candidato que desprecian, con la nariz tapada.
Unidad o dispersión
Es aquí entonces donde conviene señalar que, en política, el mérito de la unidad es el reverso del error de la división. Unión por la Patria es la heredera de una implosión autoinducida del Frente de Todos, antes de las primarias. Pero ese colapso fue el modo que encontró el oficialismo para sellar a tiempo su unidad. El temor a una catástrofe electoral indujo a Cristina Kirchner, Sergio Massa y los jefes territoriales del peronismo a anticipar lo máximo posible el momento ineludible de las opciones indeseables. Fue cuando Cristina hizo un amague de fuerza con la candidatura fallida de “Wado” de Pedro, pero luego prefirió taparse la nariz y tomar antes que el resto el remedio amargo, a distancia de la verdadera elección.
El apostrofado de Cristina contra Massa era de grueso calibre. Siempre lo vinculó con el negocio del narcotráfico. Es uno de los interrogantes más graves -irresueltos en esta elección- que rondó el escándalo del Caso Insaurralde. A propósito de cumplirse los 30 años de la muerte de Pablo Escobar Gaviria, circulan de nuevo en Colombia las reflexiones de Gabriel García Márquez, en su libro Noticia de un secuestro: “Una droga más dañina que las mal llamadas heroicas se introdujo en la cultura nacional: el dinero fácil. Prosperó la idea de que la ley es el mayor obstáculo para la felicidad”. El narcotráfico no descubrió el sicariato. Su verdadero triunfo fue conseguir que la sociedad lo admitiera como algo inevitable.
Dos tercios confusos
Tanto Cristina Kirchner como Mauricio Macri vislumbraron antes que el resto el escenario de tres tercios que se registró en las PASO. Pero Cristina vio dos tercios populistas y Macri dos tercios liberales. El balotaje decantará cuál de los dos acertó. Ambos han conseguido retener sus territorios propios, en la provincia de Buenos Aires y en la Ciudad de Buenos Aires.
Donde Cristina sacó ventaja es en el Congreso. Recompuso fuerzas en el Senado por la dispersión opositora; retuvo una porción de diputados significativa. Después del balotaje, el horizonte de gobernabilidad y expansión sobre otros poderes -en especial, la Justicia- la encontrará en condiciones más nítidas que a Macri.
Cristina y Macri también coincidían al advertir que la elección no sería de techos mayoritarios, sino de pisos sostenidos con disciplina por minorías intensas. Cristina y el resto del peronismo se sostuvieron en circunstancias adversas. Macri y el espacio del cambio -por disidencias de construcción u obstrucción- perforaron su piso.
Pero el balotaje no es un tiempo adicionado, sino una elección nueva. El formato de mayoría obligatoria impone apuntar al techo. Por eso el peronismo mira con apetencia a la Ciudad de Buenos Aires y la oposición trabaja sobre la provincia de Buenos Aires, donde tampoco existirá ahora la tracción de la boleta completa.
El laberinto de la segunda vuelta, el que mejor define la enorme controversia argentina, es que, en la estructura política, dos candidatos adictos al liderazgo populista disputarán la presidencia. Pero en la base regresará una antigua grieta. La definió el historiador Loris Zanatta: la misma de siempre entre la Argentina nacional-popular y la Argentina laico-liberal.