Ser veterinario no es solamente cuidar a los animales. Es sobretodo amarlos, no fijándose solo en los patrones éticos de una ciencia médica. Ser veterinario es acreditar la inmortalidad de la naturaleza y querer preservarla siempre mas bella.
Ser veterinario es oír los maullidos, mugidos, balidos, relinchos, cacareos, y ladridos, y principalmente, interpretarlos y entenderlos. Es gustar de la tierra mojada, del campo, del monte, de los espacios abiertos, de lunas y lluvias.
Ser veterinario es no importar si los animales piensan, pero si, si sufren. Es dedicar parte de su ser al arte de salvar sus vidas. Ser veterinario es aproximarse a los instintos. Es perder los miedos. Es ganar amigos de pelos y plumas, que jamás te van a decepcionar.
Ser veterinario es detestar encierros y jaulas. Es perder un tiempo enorme apreciando rebaños, tropillas, y vuelos de pájaros. Es descubrirse permanentemente, a si mismo, a través de los animales.
Ser veterinario es ser capaz de entender meneos de colas, arañazos cariñosos y mordiscos de afecto. Ser veterinario es ser capaz de entender ojos tristes, orejas caídas, narices calientes, inquietudes o reposos anormales.
Ser veterinario es entender el lenguaje corporal de los animales, pedidos mudos de ayuda, interpretar gestos y actitudes de dolor, y conocer la forma de aliviarlos. Es sentir olor de pelo mojado, de almohada con esencia de gato, de ovejas, de corral, de estiércol.
Ser veterinario es tener el coraje de penetrar en un mundo diferente y ser igual. Es tener capacidad de comprender gratitudes mudas, más sin duda alguna, las únicas verdaderas. Es oler el aliento de un cachorro lactante y recordar su propia niñez.
Ser veterinario es convivir lado a lado con enseñanzas profundas sobre amor y vida. Ser veterinario es participar diariamente del milagro de la vida. Es convivir con la muerte, saber que es definitiva, pero no siempre desagradable.