Capítulo III: Un acuerdo con la eternidad
Un acuerdo con la eternidad. Un pacto condescendiente con el dolor, solo para pedirle un espacio mínimo en el cual la vida haga simiente. Apenas, apenas un resquicio suele ser suficiente. Como en el rojo bosque polaco donde los altos árboles inalterables retoñan indefinidamente, limitando los recuerdos del dolor y la desazón de especies como la humana, tan imperfecta.
Así mismo debió buscar José Szrajber un horizonte válido, un interlocutor que lo asiera a la vida como las hojas a los árboles, como los árboles a la tierra y como la tierra a todo ser viviente. En ese maravilloso ciclo virtuoso, José buscaba el lugar que lo hiciera válido.
En general esas cosas suceden cuando los años se van acumulando y las percepciones se agudizan de la misma manera que los juicios sobre las personas y las cosas. Pero quién puede pensar en eso allí, en el Ciechanów de 1945, cuando la guerra apenas había dejado de sonar en las calles.
Si acaso la imaginación fuera generosa unos segundos, alguien podría pensar en ese joven desnutrido, maltratado, silencioso y afligido en las calles que debieron ser de su niñez y ahora eran solo de posguerra. Pesaba apenas 35 kilos, fue hostigado y destratado por los nazis de la forma más cruel que un ser humano puede concebir en otro. Y como no iba a ser silencioso…que le quedaba por contar. Cerrar los ojos y darse cuenta de que además de querer callarse, tampoco tenía a quien decirle: todos sus hermanos y sus padres fueron asesinados en Auschwitz
Dicen que el tiempo suele enmendar los rumbos y los caminos, reconstituyendo los senderos que se toman aún a riesgo de error. Y tal vez así lo sea; pero la circunstancia radica en el nudo impreciso de la partida, el sitio exacto en el cual se encuentra uno al momento de comenzar la larga marcha. Ahí, en esas condiciones era donde estaba José aguardando quien sabe cuál posibilidad.
Aves que vuelan
La soledad suele ser implacable, cruel y además indetenible. Insiste con su castigo, aliándose con otras mortificaciones como el hambre, el dolor, la ansiedad y hasta la lástima. Por cierto, seguramente que hay antídotos para ello como la calma o la compasión…la cuestión es encontrarlos en los escombros.
José compaginó el daño, encapsuló el dolor y encontró un norte. Tan breve describirlo y tan duro suponer ese joven intentando tomar contacto con el lado luminoso de la vida. Tan severo puede ser el camino que lastime a alguien al punto de llevarlo al límite. Algunos hicieron de eso más que una posibilidad. Así, con la extraña fuerza innata que moviliza a los hombres recuperó el contacto de un tío suyo, que vivía en Argentina. En la desesperación, los recursos se potencian y acudió a un diario judío que se publicaba en este país. Allí, como en una botella lanzada al mar tentó al destino y dejó sus datos, para que la publicación manifestara su pedido de auxilio. Esa vez, el destino fue clemente. Su tío se enteró, su camino se allanaba.
Los hombres han indagado siempre en busca de sueños imperecederos pero fantásticos: la fuente de la juventud eterna, la ciudad dorada, el reino del Preste Juan o la ciudad de los Césares. José Szrajber tenía objetivos menos ampulosos, pero igual de felices: un poco de paz, un lugar donde trabajar, las impensadas rutas que el amor tiene guarecidas para todos.
¿Qué desafío podría resultarle lejano? ¿Cuantas inconveniencias serían insalvables? ¿Cuánta desesperanza puede sobrellevar una persona? La respuesta a esas es otra pregunta… ¿Quién puede saberlo? Sólo se puede dar fe del naciente ilusionado fuego de Szrajber, allí en los suelos polacos donde la nieve ya nunca sería tan alba como antes.
Porque decidido, afrontó un viaje a un país desconocido, de idioma extraño y cultura casi asimétrica. No habría nieve y quizás tampoco bosques rojos, pero no había guerras tampoco. Un raid complejo, que empezaba en Francia arrasada a la espera de un buque que pudiera arar el mar. Arar, como en los campos feraces, pero en las olas sin domar del Atlántico. Un trayecto que fuera imposible en años de la guerra, un trayecto que significaría para José distancia y promesa.
Las costas brasileñas fueron su primera escala, bien dicho escala porque de allí al Paraguay. Tensa espera de quien ansía su nuevo destino, a la espera de que la suerte muestre su faceta benévola y la vida le responda con su justa medida. El trayecto hasta la Argentina y la ciudad de Paraná, resulto fluvial. Hay que tener habilidad para darse cuenta de las circunstancias de semejante viaje, del bosque a la selva, del frio al calor, de la nieve blanca a las playas tórridas.
Si se pudiera por un instante cerrar los ojos para pensar un recuerdo, ese es el de José. Arribando al puerto de Paraná, sin conocer la mínima expresión en el idioma local. Allí, quienes fueran sus otrora lejanos parientes se reconvertían en faros, como si emanaran una especie de luz vital que significara el recomenzar.
Un pequeño pueblo de entonces fue su primer espacio semejante a un hogar: Seguí. Y como allí los trabajos no exigían un conocimiento del idioma, Jose hubo de conchabarse llevando bolsas al hombro. Estoy enterado que la estiba tiene bolsas de 30 o 50 kilos, bastante para una espalda mal nutrida, poca cosa para la espalda de un sobreviviente.
¿Alguien haría el ejercicio de intentar pronunciar nombres ininteligibles? Pensemos en José tratando de desentrañar Argentina, apenas lograrlo y tener que balbucear Paraná. El destino está escrito, lo difícil es pronunciarlo.
Pero lo dicho. La paz fue con él en forma de familia, en forma de trabajo pujante y de amigos solidarios. Compartió, haciendo gala de ese verbo que la barbarie de la guerra parecía haber extinguido. Sobrevivió allá en los oscuros confines boscosos, pero se iluminó aquí, al Sur.
Dicen que un hálito de los dioses es una bendición esporádica y que cuando sucede, todo se transforma y se convierte en positiva belleza. José, aquel hombre que debajo del suelo polaco contaba los días para sobrevivir y las escasas frutas para poder comer, debió haber sentido la música. El fragor, el cosquilleo, la esperanza, el brinco. Mucho nombre tiene eso, suele decirse amor. El día que Rosa pasó a ser su esposa, el bosque rojo debe haber sonreído.
Epílogo
Muchos años pasaron desde que la Segunda Guerra Mundial terminó. Las secuelas aún subsisten, los José han sido muchos, con tantos nombres, demasiados para olvidar. Srazberg se afincó en Paraná; lenta y pujantemente logró su cometido ideal sin necesidad de que estos fueran meramente ilusorios. Tuvo hijos y ejerció el comercio por muchísimo tiempo. Un ciudadano leal y un vecino correcto. ¿Cuánto más puede pedírsele a un sobreviviente?
Me dijeron que, en algunas noches, una súbita fiebre insistía en arrancar de José palabras en polaco que nadie podía entender. Y que su fijación era muy intensa y hasta preocupante. La fiebre tiene eso, es un síntoma que se evidencia pero cuyas causas en general desconocemos. Pero como suele suceder también en las malas entrañas, en las enfermedades o con los dictadores mórbidos, la fiebre se va. Al volver de ese estado, José recordaba haber estado buscando comida para sobrevivir, un día, apenas un día, otro día más.
Al inicio de estas notas, imaginábamos los rojos bosques polacos, sus nieves y humos cálidos. Solo la brutalidad simiesca de algunos seres humanos lograría atentar con la armonía de Ciechanów.
Dijo Primo Levi “Considerad si es un hombre/ Quien trabaja en el fango/Quien no conoce la paz/Quien lucha por la mitad de un panecillo/Quien muere por un sí o por un no.” No es necesario responder ahora, ni tampoco considerarlo. Pero si saber que José Szrajber, a pesar de luchar por apenas un pan, sobrevivir en el fango del fondo de un pozo en el bosque, haber enfrentado el dilema de un sí o un no mortal y de soportar la fiebre súbita de los recuerdos, ha sido un buen hombre. Y de los felices.
Por Carlos Saboldelli