No han sido frecuentes los casos en que una controversia sobre política exterior tiñe el debate interno de la política argentina, como está ocurriendo a propósito de la rebelión popular contra la dictadura militar venezolana.
Por el contrario, la constante ha sido la propensión a discutir todos los temas de la agenda pública como si sólo evolucionaran al albur de variables domésticas.
Habría que remontarse a la madrugada de la restauración democrática para encontrar el debate sobre el canal de Beagle. Fue distinto: una cuestión de límites, de impacto territorial directo.
Se suele reivindicar también la contracumbre en la que el expresidente Néstor Kirchner le cedió a Hugo Chávez la inusual intrusión de protestar desde Argentina por las cuitas pendientes con su principal socio comercial, el empresario petrolero y presidente de los Estados Unidos, George Walker Bush.
Pero aquella ingerencia de Chávez se reveló tiempo después en toda su famélica significación diplomática. Argentina tenía en Venezuela una embajada formal y otra autoproclamada en las cavernas del trasiego ilegal. Kirchner y Chávez sólo construyeron una comunidad propia de negocios personales.
La Venezuela de hoy marca a fuego la agenda política interna no sólo porque estas imbricaciones son muy recientes y objeto de investigación judicial. También porque los dos principales bloques políticos en pugna exhibieron a Venezuela como un signo identitario.
El macrismo siempre señaló que su principal mérito fue evitar que el país navegue a la deriva hasta terminar como el régimen de Maduro. Ese señalamiento es marca de fábrica en su discurso. Casi una digresión ideológica entre las excusas pospolíticas del duranbarbismo.
El kirchnerismo mantuvo siempre que la Venezuela chavista es un modelo a seguir. Sus mejores críticas al modelo económico de Macri, en medio de la actual recesión, destiñen con la exhibición alternativa de la gestión venezolana. Que ya ha superado dos índices millonarios: el de inflación anual y el de migrantes exiliados a lo ancho del mundo.
Sólo dos actores políticos argentinos quedaron emparentados con el dictador Nicolás Maduro y los gobiernos autocráticos que salieron a respaldarlos: Cristina Kirchner y Jorge Bergoglio.
Aunque en este último caso es probable que el Vaticano se esté preservando como mediador de última instancia si la crisis venezolana se agudiza aún más, el vicario castrense en el Instituto Patria, Juan Grabois, no se privó de respaldar a Maduro. Y de advertir después de esa opinión: el Papa está a su izquierda.
Fue una advertencia inoportuna como pocas. No sólo porque Cristina ya pontificó que a su izquierda, la pared. También porque arrecian las críticas al papado al percibirlo sordo como una tapia ante el padecimiento del pueblo venezolano.
El resto del arco político reaccionó con solidez democrática y sin demoras. Miguel Picchetto, Juan Urtubey y Sergio Massa volvieron a coincidir como en los días fundacionales del Grupo de los Cuatro.
La dirigencia del peronismo alternativo se movió rápido porque percibió con tino que el oficialismo consiguió, con una maniobra calculada y otra azarosa, ponerlo a la defensiva de cara al electorado.
El decreto sobre la extinción de dominio venía siendo preparado por la Casa Rosada. La valentía de Juan Guaidó le llovió del cielo.
El alto impacto global del caso venezolano es una nueva prueba de que la polarización es una tendencia dominante. El peronismo alternativo es por definición la búsqueda de un atajo entre un bloque cerrado que los gobernadores del PJ ya conocían, el de Cristina, y otro cuya silenciosa intransigencia recién están descubriendo: el de Mauricio Macri. Son electores que acaso comparten las críticas por la situación económica, pero permanecen inconmovibles en su voto identitario.
No sólo en la oposición se percibe el viento. Elisa Carrió volvió con Macri. El decreto sobre extinción de dominio le dió un motivo. La presión ascendente del electorado de Cambiemos, también. Y a María Eugenia Vidal se le vencieron los plazos para eludir un análisis conjunto -mano a mano con el Presidente- sobre la oportunidad del desdoblamiento electoral bonaerense.
El radicalismo eligió los tiempos de su funcionamiento orgánico. Tiene por delante la renovación de los votos bautismales de Gualeguaychú. La discusión territorial es más compleja para el partido que lidera Alfredo Cornejo.
A diferencia de los restantes aliados de Cambiemos, el radicalismo tiene que justificar a lo largo del país a dirigentes que sostienen el discurso oficial en el páramo de administraciones justicialistas apoyadas -más allá del límite institucional- desde el Ministerio del Interior.
El radicalismo lideró dos ofensivas en distritos donde tenía chances de competir por la fractura del adversario y en ambos casos chocó con la prescindencia de la nueva mayoría en la Corte Suprema de Justicia.
En Santa Cruz quedó vigente la ley de lemas de Alicia Kirchner. Y en La Rioja el gobernador Sergio Casas obtuvo patente de corso para un plebiscito con resultado escrito de antemano.
Es previsible que el debate de los radicales se agite. Perciben que Macri les pide todo para alcanzar la reelección. Y a cambio paga con desamparo.