Pinceladas Literarias: “Tarjeta roja para el Kaiser”

Un nuevo cuento de Valentina Pereyra.

Pinceladas Literarias: “Tarjeta roja para el Kaiser”
Pinceladas Literarias: “Tarjeta roja para el Kaiser”

Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias en esta oportunidad con un cuento de Valentina Pereyra titulado “Tarjeta Roja para el Kaiser”

Tarjeta roja para el Kaiser

Ciego y sin más palabras engañosas, Carlos Henrique Raposo llora en un rincón de su casa la muerte de su madre a causa de la cirrosis, de un hijo y dos esposas. Sin embargo, no se le cae una lágrima por ninguna de sus mentiras: ser parte de reconocidos equipos de fútbol sin haber entrado a la cancha ni un minuto, tener lesiones incomprobables, recibir llamados de clubes ingleses o franceses que se morían por tenerlo entre sus filas. Agotado de tantas mentiras paga, sin querer, las consecuencias de lo que empezó como el sueño de un niño pobre de la Favela y terminó en su vida como proxeneta.

En Río Grande del sur, donde nació, no había lugar para los sueños. Pero a Carlos eso no le importó porque estaba dispuesto a tener lo que todos los niños de su barrio querían: dinero. La muerte de su madre fue, en su narrativa, el motivo de sus mentiras. Por qué ella eligió el alcohol antes que a él que, a los siete años, la necesitaba más que a nadie. Qué iba a hacer él entre sus dos tías viejas que apenas podían con sus cuerpos como para, encima de males, tener que ocuparse de su educación.

Carlos pasaba horas frente a la televisión mirando los partidos de fútbol de los equipos de Río de Janeiro. Fabricaba su pelota de trapo y practicaba horas frente a la pantalla. Nunca le salió bien ningún pase, ni gambeta, ni jueguito con los pies. Pero, su cuerpo esbelto y bien entrenado de tanto subir y bajar por la Favela o de correr entre el caserío para evitar a la policía o a los narcotraficantes, había desarrollado buenos músculos en las piernas.

Voy a necesitar algo más que un cuerpo sano y listo para la batalla, pensó mientras se colaba en los entrenamientos de los equipos más importantes de Río. Eso sí, todos en el barrio lo querían porque podía conseguir cualquier cosa que le pidieran desde comida, hasta ropa o pases libres para ir a ver algún partido de la fecha. No tardó mucho en salir de la Favela para meterse en la noche profunda de Río y, cambio de look mediante, hacerse pasar por un jugador de fútbol para entrar en boliches de moda.

Carlos estudió la forma de hablar de Mauricio, ídolo del Botafogo, su manera de caminar, peinado y cuando estuvo listo el personaje salió a la cancha. Los hombres de la seguridad del boliche más top de Río no dudaron ni por un rato de que le estaban dando las buenas noches al mejor jugador de su equipo preferido, hasta le pidieron que a la salida les firmase un autógrafo.

La noche le reveló a Carlos sus secretos no tan bien guardados. Mujeres ávidas de una vida segura o necesitadas de dinero fácil y, hasta algunas que, esperaban encontrar en el boliche al amor de sus vidas. Alcohol de regalo, baile hasta la madrugada y una mentira que empezaba a rodar sin límites. Era innegable su carisma y lo bien que se le daban las fiestas y los excesos. Nunca me drogué, no fui alcohólico como mi madre, no maté a nadie, diría veinte años después en un documental que narra cómo un hombre logró engañar durante dos décadas a los empresarios más temidos del hampa brasilera, a jugadores y lo peor: a las hinchadas.

Todo lo que no se le daba con los botines lo conseguía con la palabra. Por eso, sabía, que tarde o temprano, un verdadero jugador de fútbol llegaría al boliche que frecuentaba. Sólo tenía que esperar esa oportunidad. Y una madrugada llegó Mauricio De Oliveira Anastácio, jugador del Botafogo. Consiguió que dos de las mujeres más hermosas lo acercaran al ídolo con el que, a partir de ese día, empezaría una amistad indestructible.

Mauricio se convirtió en su representante y cedió a los ruegos de Carlos que no dejaba de lamerle las botas de cuero recién estrenadas. El jugador del Botafogo accedió y esa madrugada de boliche nació la carrera del jugador más estafador de la historia del fútbol.

La mentira de Carlos la construyeron entre todos. Si bien él era el protagonista, los actores secundarios se aprendieron bien el libreto y no hubo director que se resistiera a semejante obra de teatro. Quién no caería rendido ante el pillo que conseguía a las mujeres más deseadas, aún en las concentraciones. Gracioso, chistoso, solícito y adulador: el combo perfecto para los egos de los futbolistas.

El plan estaba en marcha. Sólo tenía que conseguir un modus operandi que lo dejara caer siempre parado. Si hubiese sido argentino, tal vez, la prensa lo hubiese llamado: pillo, gauchito, atorrante o un hijo de puta increíble. En Brasil, el periodismo, lo llamó Kaiser por su parecido a Franz Beckenbauer. Pero, según algunos amigos, el apodo se lo ganó por su parecido físico a una botella de cerveza de la marca “Kaiser”. No escatimó, sin embargo, en usar las palabras más empalagosas que encontró para agradecerle a su mentor el apodo y el contrato.

El ahora Kaiser era uno más del equipo. El entrenamiento físico no fue un problema, para eso era muy bueno, pero la práctica con la pelota se le hacía cada vez más complicada. Las rondas de “el loco” lejos de exasperar a sus compañeros porque Carlos no pegaba ni un pase, los divertía porque cada yerro llegaba acompañado de un chiste, una cargada, una ocurrencia que lo liberaba de tener que hacer un buen pase.

El Kaiser sabía que eso no alcanzaba y que, tenía que darles a los jugadores algo más que momentos de risa. No dudó en usar sus encantos para conseguirle lindas mujeres y los mejores boliches donde ir a recargar la energía que perdían en los entrenamientos.

Pero una carrera no se construye en un día o en un solo equipo. Su plan era mucho más ambicioso y no admitía fisuras. Mauricio sabía que tenía que contar una historia que los reclutadores y entrenadores creyeran. Un pibe de la Favela que destaca por sus dones y por su simpatía. Un jugador de internacional.

La carta de presentación: una foto del equipo de Independiente Campeón Intercontinental de 1984. Aprovechando el parecido físico del Kaiser a Carlos Enrique, hermano del Negro Enrique, su mentor y él, le hicieron creer a los responsables del Botafogo que había pasado por el club y que formaba parte del equipo campeón. Incomprobable en épocas de poca tecnología.

Sus entrenamientos terminaban siempre en lesiones menores como un esguince de tobillo o un muslo demasiado cargado. Todo lo compensaba en el vestuario donde contaba chistes subidos de tono, hablaba de los cuerpos esculturales de las mujeres que se había llevado a la cama y de los contratos que conseguiría en Europa. No los engañaba, pero los divertía. De las salidas nocturnas y las amistades que forjaba en el equipo consiguió avanzar un paso más en la escalera que lo llevaría a la cima.

De tanto buscar a quién imitar, encontró al mejor. Se cortó el pelo como Renato Gaúcho, imitó su forma de hablar, se enfundó en sunga y hasta firmó autógrafos como si fuera él. Su ganó el pase libre a las discotecas, el mejor lugar para encontrar buenos contratos futbolísticos. El papel le sentaba muy bien, tanto que una noche el auténtico Gaúcho lo perdonó al entrar en el lugar bailable más lujoso de Río y encontrar a su impostor disfrutando de su nombre y fama.

Fue, justamente, Renato Gaúcho, ex jugador de la Selección de Brasil, su segunda víctima. Le consiguió su “pase” al Flamengo y un nuevo peldaño camino a la fama. Jugó en los dos equipos más importantes de Río sin salir nunca del banco. Compartió el “vicio” por las mujeres que lo unió indestructiblemente a las costumbres de los futbolistas de la época. Las conquistaba mostrando los videos de las jugadas de Renato y, otra vez, ayudado por la mala resolución de las imágenes y la falta de Google, no encontraba resistencia para atraer rubias, morochas, pelirrojas, voluptuosas o flacas.

No conquistó sólo a mujeres, también lo hizo con los periodistas a los que convenció de su calidad de crack. Entendió desde el minuto cero que filtrar noticias sobre los equipos, dar la primicia sobre la formación, compras, ventas y pases, cotizaba muy bien en la bolsa de la prensa. No tenía reparos en dar notas y menos en pasar por debajo de la mesa todo lo que sabía. Así, nadie se preocupó por averiguar quién firmaba certificado tras certificado médico, que, por cierto, lo hacía un amigo dentista; tampoco se ocuparon de exigirle renuncias o tratarlo de perro porque se la pasaba en el banco; por el contrario, “pagaban” los favores con títulos grandilocuentes que hablaban, en la misma medida, de sus habilidades como de su mala suerte con las lesiones.

El dentista no fue el único amigo que le firmó certificados. Otro médico de su confianza aseguró que padecía de un bloqueo mental que le impedía jugar. Pero el único y verdadero bloqueo lo tenía en los pies y en su gran inutilidad para hacer un pase que llegara unos metros más adelante que sus narices. Por eso se las ingenió para tener contratos cortos, no más de seis meses, que le permitían cobrar la prima de ingreso y después hacer la plancha.

No estaba interesado en que le pagaran el sueldo porque le alcanzaba lo que le daban al inicio del contrato y después, tiraba con las mentiras que se creaba. Logró ficharse en Puebla un equipo mexicano, en otro incipiente equipo de Estados Unidos y, ambos, con el mismo modus operandi. Los reclutadores más famosos de fines de los ochenta y noventa lo llamaban por recomendación de jugadores famosos amigos del Kaiser. Lejos de preocuparse por aprender a jugar al fútbol y así dejar de sufrir sobresaltos, se perfeccionó en excusas y certificados médicos.

Le gustaba fanfarronear con un teléfono celular, “un ladrillo”, que llevaba al vestuario. Esperaba a que sus compañeros empezaran a vendarse para sacarlo y vociferar con el tubo en la oreja sobre posibles contratos en Europa. Su entrenador descubrió la artimaña, sin embargo, nadie se enojó. Los jugadores le festejaron la gracia y todos hicieron como si ahí no pasaba nada.

Tenían argumentos para eso. Los titulares brasileros apuntaban de nuevo a la desgracia del delantero que, a pesar de ser un crack, pronto a jugar en las ligas mayores de Europa, no hacía pie en las canchas locales. Y así, gracias a un teléfono de juguete, palabras inventadas y complicidades firmó en el Ajaccio de Francia. Pero esto también fue una mentira. El Kaiser se consiguió una camiseta del equipo, hizo una sesión de fotos en una cancha de tenis como si fuera la del equipo francés, aprendió sobre la ciudad, su comida típica, los lugares turísticos; se hizo una identificación falsa y, voilá: de nuevo en los mejores programas deportivos haciendo gala de su buen pasar en el equipo francés.

Fabio Barros, “Fabinho”, lo presentó a un directivo italiano con contactos con la mafia calabresa y así fue fichado por el club de Córcega de la segunda división. ¡Cómo me iba a imaginar que mi presentación en la nueva cancha iba a estar llena de hinchas! Esperaban verme patear la pelota y yo era horrible para eso, confesó el Kaiser en el documental que cuenta su vida.

Rápido para salir de atolladeros, se le ocurrió patear hacia la tribuna todas las pelotas que había en el campo de juego. El público se llevó un recuerdo imborrable, los dirigentes perdieron todos los elementos de práctica y él se ganó el amor incondicional, más el plus: no tuvo que jugar. Sin embargo, la verdad lo corría de cerca. Tanto que se vio obligado a jugar los únicos veinte minutos de su vida. Podía escuchar el murmullo en la hinchada y seguramente hasta ver la cara extrañada de los cronistas de cancha. Pero no se dio por vencido, ni aún vencido. Pateó con tres dedos y simuló un desgarro. Sus días en ese equipo terminaron en ese momento. Rengueaba y, al mejor estilo Maradona, seguía en cancha por amor a la camiseta. Eso, y los ramos de flores que el Kaiser le mandaba todos los viernes a la mujer del dueño del club, lo dejaron un tiempo más en el equipo.

De regreso a su país pasó por Fluminense, Vasco Da Gama y América FC. Teniendo en cuenta que no sabía jugar al fútbol, los últimos años de su carrera como delantero fueron festejados y vivados por conocidos y extraños. A esa altura de su partido, las mentiras necesitaban de cómplices: un grupo de alcanzapelotas de la Favela y un periodista amigo fueron suficientes para convencer al dueño del Club Bangú de que había comprado al próximo Pele.

Su cercanía a dos de los “Bicheiros” más peligrosos de Brasil lo terminaron de posicionar en los equipos para los que jugaba. Castor de Andrade, fundador de la organización creadora de los carnavales de Río, mafioso de la lotería ilegal y dueño del Bangú, estuvo a punto de pasarlo a mejor vida. Fue, durante un partido en el que su equipo andaba de mal en peor, cuando Andrade le ordenó al entrenador que pusiera al Kaiser.

Atrapado sin salida aparente, Carlos Raposo se levantó del banco y en el trayecto a la línea que lo separaba del campo de juego se le ocurrió gesticular y acercarse a la hinchada del equipo contrario. De pronto, saltó el enrejado y se agarró a las piñas con el público opositor. El referí sacó la tarjeta roja y fue el final de su participación en aquel partido y por varios más.

El bicheiro Andrade, así le decían a los kaisers de la lotería clandestina, fue al vestuario dispuesto a meterle un balazo en la cabeza a su jugador estrella. Usted es un padre para mí. Los hinchas lo putearon, decían que usted era un mafioso y un pervertido, yo no lo iba a permitir, le dijo Raposo a su jefe y eso le valió el amor incondicional del rey de la corrupción carioca. No fue muy distinta su relación Emir, dueño del Botafogo, no tan influente como Castor Andrade, pero igual de temible. Sin embargo, el Kaiser logró la confianza del mafioso. Lo hizo consiguiéndole mujeres para obtener favores sexuales que no podía conseguir por sí mismo debido a su disfunción eréctil.

Kaiser no dejó su papel protagónico ni en los momentos en los que pudo haberse sentido atrapado. Un Oscar hubiera sido muy poco para premiar su actuación. Sus últimos cinco años de carrera profesional podrían recordarse como los mejores como proxeneta. Sin patear la pelota nunca, orgulloso de engañar a los grandes clubes de fútbol y así, vengarse del mal trato que reciben algunos jugadores, usando a las mujeres y a su propia historia de pobreza y muerte, el Kaiser nunca dejó que Carlos sacara la cabeza por encima de todas las mentiras que le dieron fama.

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Durante más de dos décadas, Carlos Kaiser logró engañar a decenas de clubes de fútbol en todo el mundo haciéndoles creer que era un talentoso jugador. A pesar de no saber ni patear un balón, Kaiser firmó contratos millonarios y vistió las camisetas de equipos prestigiosos. Este documental explora cómo fue posible este engaño y qué motivó a Kaiser a llevar a cabo esta estafa tan elaborada.