Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión con un nuevo cuento de su autoría:
Santa Rita
Ese domingo, igual que otros, Rita y su hermana se levantaron con el ruido a lata de los hervidores y cucharas. La madre calentaba la leche, horneaba los bollos de pan casero que había amasado la noche anterior y esperaba a sus hijas para servir la mesa.
Su padre dormía hasta la hora de ir a la cancha. Ellas respondían en misa por toda la familia; como si los pecados colectivos pudieran blanquearse con los rezos individuales.
En diciembre la luz entraba por la ventana del descanso de la escalera deslizándose por los escalones de mármol que desembocaban a unos metros de la cocina. Rita bajó agarrada de los pasamanos para no resbalar; puso las tazas y sirvió el desayuno. Hablaron sobre la ropa que se pondrían, sobre qué técnica usar para que la buclera no les quemara el pelo y cuánto tardarían en arreglarse y caminar diez cuadras hasta la iglesia.
Cuando terminaron de limpiar los cacharros volvieron a la habitación para vestirse y peinarse. Tenían permiso para ocuparse de la belleza. Su madre decía que la vanidad era mala consejera, que lo importante no era cómo se veían, sino qué tan bien cocinaban y cosían.
En los cincuenta las familias del pueblo pensaban que ir a misa era como desfilar detrás de una vidriera. Para la madre de Rita que Dios le hubiera mandado dos chancletas era un castigo divino. Por eso prefería no ir a misa. Las mujeres mayores, matronas desteñidas como las llamaba, elegían en la Iglesia a sus futuras nueras. Ella sólo tenía que esperar a que sus hijas dieran la mejor imagen y que no terminaran casadas con el hijo del verdulero o del vendedor de pescado.
La hermana de Rita se había pasado toda la semana hablando del Día de la Virgen del Carmen, la patrona del pueblo. Después de la misa marchaban en procesión alrededor de la Plaza Mayor y al final, el obispo los bendecía desde la Glorieta, antes de que la orquesta empezara a sonar.
Era su día preferido en el año porque los muchachos, obligados por sus madres, asistían al evento con la premisa de encontrar a su futura esposa. Rita la escuchaba hablar de uno y del otro sin prestarle atención. Reaccionó cuando su hermana le tiró un rosario por la cabeza y le dijo que estuviera más atenta a las miradas de los muchachos o se quedaría para vestir santos.
Rita fue al cuarto de la madre a buscar en el secreter el misal, regalo de su primera comunión, que, a pesar de los años, estaba intacto. Su fina encuadernación en un papel nacarado y sus tapas acolchadas le parecieron más atractivas que otras veces. La forma de librito le daba cierta elegancia, algo de lo que ella carecía y, la cubierta dorada le recordaba quién no era.
Tenía ciento veintiséis páginas de rezos, historias de hombres alejados de lo mundano y cercanos a lo divino, de mujeres devotas a Dios, de héroes desobedientes que se vuelven obedientes por la fe. Ningún sermón ni lectura bíblica pudo sacarle de la cabeza la idea de que Eva no forzó a Adán a comer su manzana y a ser la razón de todos los males de la humanidad. Él quiso, le gustó, le dieron ganas. Dios los echó del paraíso, no los mató; fundaron la humanidad, la Iglesia; si aquel pecado no había sido mortal, el suyo tampoco.
Rita se despabiló con los gritos susurrantes de su hermana que no quería hacer enojar al padre recién levantado. Saltó en círculo para encontrar las mangas del saco marrón caqui y se colgó la mantilla blanca de los hombros. En su bolso negro de domingo guardó los dos boletos de colectivo a Buenos Aires. Los había sacado la semana anterior y los tenía escondidos debajo de las polleras.
Había tardado más de media hora en armarse los bucles y quería que, por lo menos, le duraran hasta el primer himno. Hacía seis domingos que sólo pensaba en el próximo domingo. Hacía seis misas que sólo pensaba en la próxima misa, hacía seis vidas que no encontraba su próxima vida. Las campanas redoblaron cuando faltaba una cuadra para llegar a la iglesia. Los tacos de los zapatos de charol se clavaban en los adoquines y el ruedo del vestido azul sobresalía por debajo del saco. Sintió dos gotas frías que corrieron de la frente a las cejas bien depiladas y cayeron por la punta de la nariz. Su hermana caminaba varios pasos atrás y, cuando la alcanzó, se quejó de su apuro y de la desesperación de Rita por sentarse en el primer banco.
Las diez campanadas retumbaron en el atrio gótico de la iglesia y las puertas de la nave principal guardaron el eco. La luz de los vitrales iluminó la cara de la Virgen del Carmen, protagonista indiscutida de ese ocho de diciembre.
Rita codeó a su hermana para que se pusiera la mantilla y una detrás de la otra tocaron el agua bendita de la pila de mármol blanco traslúcido y desgastado. Se persignaron humedeciendo la frente con el líquido celestial. Las mujeres de la edad de su madre caminaron entre los dos grupos de bancos. De la mitad hacia adelante, las familias bien; de la mitad para atrás, el resto del pueblo. La música sacra acompasaba los pasos acharolados que avanzaban hacia el atrio por el piso de mármol blanco. Rita se detuvo en la fila diez y su hermana la pasó de largo. Frunció el ceño, sorprendida de que no quisiera ver al cura más de cerca, se la había pasado toda la semana hablando de él.
- Te vas a quedar para vestir santos.
- Callate, Inés.
Dejó pasar a sus alumnos de catequesis y se sentó en la punta del banco. La hermana insistió para que fueran más adelante, quería que las mujeres del pueblo las vieran pasar y no le gustaba sentarse entre las empeladas domésticas y las parteras. No le podía hacer esto. Iba a cumplir dieciocho y todavía nadie había hablado con su padre por ella. Tenía ganas de tirarle de los bucles para que se le desarmasen. Rita es egoísta, pensó.
Los monaguillos entraron con sus candiles ahumados y encendieron las velas. Atrás de ellos el arzobispo y el padre Antonio, el párroco.
- ¿Tu curita no viene hoy?
- ¡Basta, Inés!
Rita buscó entre la gente, miró por el lado de la pila del agua bendita; tragó saliva y se puso de pie siguiendo a la masa antes de darse cuenta de que el padre Fito no estaba. Pensó en qué podría haber pasado; sintió escalofríos al imaginar al párroco descubriendo las cartas que ella le había escrito al padrecito, como lo llamaban las mujeres de la parroquia.
El padre Fito, joven como ella, leía la Biblia y enseñaba música en las clases de catecismo. Para les fiestas especiales, como el Día de la Virgen, preparaba la misa que presidía el arzobispo de su diócesis. Había llegado al pueblo para trabajar con los niños y organizar a las catequistas.
Rita se la pasaba en la parroquia. Limpiaba la sacristía, preparaba el material de lectura para sus alumnos y las oraciones que debían practicar y repetir como loros para poder tomar la comunión. Por las noches, cosía con retazos los vestidos para ella y su hermana. Había estudiado corte y confección, pero nunca fue modista; su madre desaprobaba todos sus modelos, criticaba su moldería y, como no quería contradecirla, desistió de inscribirse como costurera y bordadora en la Tienda de Hilados Finos.
El arzobispo saludó desde el altar e invitó a los fieles presentes a reconocer sus pecados y a recitar el Gloria antes de que suene el primer himno de alabanza. La devoción, prima hermana de la pasión, adoptó el formato de quien las profesaba.
Rita reprodujo el acto penitente, como lo había hecho desde que tomara su primera comunión, siguiendo los rezos de su hermana y del resto de las chicas del pueblo que se habían sentado en el mismo banco que ellas. No podía escucharse, un ruido sordo retumbaba en la cabeza y sintió náuseas. Mientras seguía la homilía aferrada a su misal se acordó del día en que se vieron por primera vez.
- Rita, hermoso nombre, me recuerda al jardín de mi madre.
La frase giró en su cabeza y la emborrachó. El padre Fito había venido de Tucumán, era el hijo menor de la familia dueña de uno de los ingenios azucareros más grandes de la provincia. Devoto, como su madre, siguió los pasos del tío materno, obispo de la capital. Por consejo familiar había migrado a Buenos Aires para curtirse con las miserias y devociones de los pueblerinos.
Las charlas que siguieron a su presentación los acercaron. Fue a la única que le contó sobre la tuberculosis que lo acechaba hacía un año y cómo su familia lo había alentado para que cambiase de clima. Las manos temblorosas de Rita hojearon el misal, pero no para seguir las partes de la misa sino para releer lo que el padre Fito había marcado los últimos meses, después de que ella le diera la noticia.
Leyó la página veintitrés, subrayado con rojo la frase del Génesis: “No es bueno que el hombre esté solo...” Las voces agudas de las damas que acompañaban a la organista, sólo mitigadas por los susurros de los niños del coro, lastimaban los oídos. Su hermana la codeó y le dijo que parase de sollozar.
El arzobispo empezó a recitar la liturgia eucarística y ella leyó la frase del misal subrayada por el padre Fito: “El rey David vio desde la azotea del palacio a una hermosa mujer bañándose. Quiso David informarse sobre la mujer y le dijeron que se trataba de Betsabé…Betsabé envió a decir a David que ella estaba encinta”. Rita acarició su vientre y sintió la danza.
“Juntos como hermanos/ miembros de una iglesia,/ vamos caminando/ al encuentro del Señor”.
Fito le había dicho que, para no levantar sospechas, no podía irse de la misa hasta que el arzobispo diera la bendición. Los dedos atropellaban las páginas del misal; la hoja setenta y seis revelaba otro subrayado un poco más temblorosa: “Quédate aquí esta noche. Ahora quédate acostada aquí hasta que amanezca”.
El párroco anunció el momento de la presentación de las ofrendas y ella buscó las monedas en su cartera negra. De refilón tocó los boletos. Las lecturas que el padre Fito había elegido para ella se agolpaban desordenadas en su mente adormecida por el olor de los adornos florales y los cánticos cansinos.
Miró el pequeño reloj de pulsera y supo que no llegaría a la terminal de colectivos si no salía en ese momento. Pensó en su hermana y si, por su culpa, se quedaría para vestir santos. Quién querría casarse con la hija de una familia deshonrada. Pequeños espasmos, cortitos e intermitentes brotaron de su pecho. Un sollozo callado, ahogado y un sonido gutural que sólo ella oía. No importa el lugar, tampoco la razón cuando el amor florece: igual que las Santa Rita del jardín de la madre del padre Fito, pensó
Un monaguillo agitado salió de la sacristía sin importarle el momento sagrado por el que transitaba la misa. Se acercó al oído del párroco que soltó la copa del Cuerpo de Cristo y pidió calma.
Rita, al igual que el resto de los feligreses, preguntó qué pasaba; las mujeres mayores torcían el cuello hacia atrás y lo estiraban para el lado del altar tratando de leerle los labios a las mujeres del coro que lloraban. La música dejó de sonar y sólo quedó el murmullo cada vez más ruidoso.
Pensó que ese podía ser un buen momento para salir sin que nadie se diera cuenta. Tenía media hora para llegar a la terminal antes de que el colectivo saliera para Buenos Aires. Había guardado en los bolsillos del saco lo que necesitaba: el documento y la plata ahorrada en los últimos tres meses. No podía esperar a que el arzobispo retomase la liturgia. Habían quedado en que, con el último amén, ella dejaría la iglesia y él el altar con la excusa de llevar a la sacristía, como hacía todas las misas, las copas y los paños bordados que las cubrían.
Fito no estaba, el arzobispo había parado el sermón y la música no sonaba. Un líquido amargo le quemó la garganta y, aunque trató de ordenar sus ideas, no supo cuándo tenía que irse. Tembló de solo pensar que él ya la estaba esperando en la terminal. La hermana la llamó tres veces hasta que pudo escucharla. La organista atravesó la nave principal y agachó su cuerpo encorvado hacia el rostro cabizbajo de Rita.
Le dijo que el padre Fito se había descompensado y que, ella guiara a los niños del catecismo hasta el final de la misa. Quiso levantarse y su hermana la tomó del brazo. El párroco dio la noticia. Habló de los designios divinos, del Dios que todo lo ve y ama; dijo que todos tenían una misión en el reino de los cielos y que, el padre Fito, iba a ser muy bien recibido entre sus hijos más amados. Las mujeres comenzaron a llorar a los gritos y los hombres a consolarlas. Murmullos, abrazos, chicos que preguntaban qué había pasado. La jefa de las catequistas la buscó con la mirada y se acercó a ella. Inés le pasó el brazo por encima del hombro.
- Rita, sos la catequista más cercana al padre Fito. El párroco te pide que seas vos quien vista al santo.
El misal se estrelló en el piso. El pecho se le estrujó y ya no pudo contener el grito agazapado. Inés la sostuvo hasta que no le resistieron los brazos y la ayudó a sentarse. Rita pensó en la manzana y en Eva, en el Paraíso perdido y en la pasión.