Pinceladas literarias: “Juró por todos sus parientes que era vírgen”

Un nuevo cuento de Valentina Pereyra.

Pinceladas literarias: “Juró por todos sus parientes que era vírgen”
Pinceladas literarias: “Juró por todos sus parientes que era vírgen”

Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas Literarias, enesta ocasión “Juró por todos los parientes que era vírgen” de Valentina Pereyra.

Juró por todos los parientes que era vírgen

A la vuelta de la clase de gimnasia encontró a su novio sentado en el pilar de piedras que separaba el jardín de su casa de la vereda. Levantó la bicicleta que él había dejado tirada cerca del sauce llorón que decoraba esa cuadra y lo invitó a tomar la leche. Se acercó para besarlo en la mejilla y él la agarró del brazo, le levantó el mentón y le dijo que sabía que le había mentido: “No sos virgen”, murmuró con voz entrecortada. Ella zafó del amarre que la inmovilizaba, no bajó la vista ni por un momento y juntó los dedos en montoncito. “¿Vos, sos tonto?”, dijo y se alejó un metro de su novio. Miró para atrás por miedo a enredarse en la bicicleta que se había vuelto a caer. “¿Vos, sos tonto?”, repitió.

Con los dos brazos en jarra caminó hacia su novio y le preguntó si él no podía distinguir entre una chica que nunca había tenido sexo con nadie y otra que sí. Él agachó la cabeza y le preguntó dos veces más si era cierto lo que su madre había escuchado en el mercado. “Vos, sabés bien que no mentí. Te lo juro por la abuela. Que se caiga muerta si no soy virgen”. Abrió la boca, gimió, suspiró profundo, pataleó. Volvió a jurar y, aunque no era católica, ensayó una señal de la cruz sobre sus labios.

Él tragó saliva e insistió. Le contó que su madre había llegado agitada del mercado y que, antes de decirle que ella no era virgen, se tuvo que sentar para ganar algo de aire. Movió la cabeza y se sostuvo con los dedos los últimos botones de la camisa como si pudiera bajar las pulsaciones de su pecho. “¡Qué saben las viejas de mierda esas, las del mercado! No digo nada de tu madre. Pero las otras viejas, son unas chusmas”.

Él le preguntó por qué ella había lavado su bombacha la primera vez que estuvieron juntos en su cama. “¡Ves, te dije, ya sabía, no sos un tonto! Conocés muy bien la diferencia. Andá, y decile eso a tu madre. Que vos no te confundís en cosas así”. El novio desenroscó las piernas de los palos de madera que unían los pilares de piedra y las estiró. Echó la espalda para atrás y se frotó la cara con las manos hasta dejarla roja. “Mi mamá dijo que la vecina le contó que vos ya habías estado preñada”.

No se sintió orgullosa de lo siguiente que dijo, pero lo dijo: “¿Y qué hice con el pibe, lo enterré?”. Su novio, que era impresionable y muy sensible a imágenes mortuorias se largó a llorar. Ella lo abrazó y lo acunó entre sus brazos. Hablaron susurrando a pesar de que no había nadie en la calle. La lluvia había empezado a empañar los lentes de él y los vecinos llegaban de sus trabajos y guardaban los autos en los garajes de sus casas.

Ella le acarició la cabeza y le acomodó sus pelos rubios detrás de las orejas. Él ensartó el mentón entre sus tetas y aspiró el olor a transpiración y humedad. Ella miraba a un lado y al otro atenta a que nadie los viera. “Si sale mi viejo te va a sacar cagando”.

El novio limpió los cristales de sus lentes y la atrajo hacia él. La hizo jurar de que decía la verdad. Le dijo que su madre no lo iba a dejar casarse si descubría que estaba mintiendo y, que jurara que ese hijo que iban a tener era suyo. Ella se cerró la campera ADIDAS verde y subió el cuello hasta la nariz. Se agachó para que sus miradas quedaran alineadas. “¿Vos, sos tonto?” y, acto seguido, le habló de la primera vez que se encontraron en la parte de atrás del auto de sus padres cuando estaban de viaje; de las noches de verano cuando los padres de él iban a Necochea y ellos usurpaban la casa vacía; de lo que le había dolido la primera vez y de cómo había tenido que cuidarla los siguientes encuentros.

 El novio asentía y sonreía entre hipos y sollozos. Ella le recordó todo lo que habían tardado en el primer encuentro sexual y cómo a él le había costado encontrar dónde meterla. Él volvió a sonreír y el hipo le salió más fuerte. “No le digas todo esto a tu vieja, pero podrías jurarle que soy virgen. Vos, sabes que soy virgen”.

La lluvia se les metía en la boca y las palabras salían ahogadas. La luz del porche de su casa se encendió y ella lo invitó a resguardarse debajo del alero de entrada y a esperar que pasara la tormenta para que volviera a su casa. “Yo no me quiero casar”, dijo él mientras le tomaba la mano. “Yo tampoco”, le respondió ella.

Largaron la risa.

El rato que siguió y, hasta que las gotas empezaron a caer aisladas, ella empezó a hablar sobre la virginidad. Las palabras le salían sin que pudiera detenerlas. Borbotones de explicaciones con y sin fundamentos. Se restregaba las manos, se señalaba el pecho, gesticulaba en el aire, al mismo tiempo que, ponía más acentos de los necesarios en palabras que no los tenías. Habló de la Virgen María y de lo que la religión les había hecho a las mujeres. Le preguntó si él la querría menos si ella realmente no fuera virgen. “Pensá: ¿vos te crees que las viejas del mercado se encamaron solamente con sus maridos?” Desplegó un rosario de puteadas contra las vecinas de la madre del novio: frígidas, mal cogidas, sin vida, y otros calificativos que fue ajustando según las muecas que hacía él a medida que los decía.

Recitó un pedazo de la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz: el único que se acordaba porque había tenido que aprenderlo de memoria para una clase de lengua. Lo empujó y lo sacó del alero. Se revolvió los pelos, dobló el pecho hacia adelante, se tapó los ojos y lo trajo de nuevo a su lado. Él estiró la mano y contó en voz baja las gotas que le caían. Ella, al final de su relato, señaló la bicicleta. Le dijo que una de sus amigas se había desvirgado con el caño y que a otra el asiento en punta le había hecho sangrar. “Capaz que tu mamá escuchó algo de eso. Hace un año andando en bicicleta sentí un calor entre las piernas y mamá me llevó al doctor. Estuve dos meses encerrada y engordé de tanto comer tortas fritas y esperar a que cicatrizara”.

El novio se agachó para poder mirarla y la acusó de no haberle contado nada. “¿Vos, sos tonto”, dijo con voz ronca y le preguntó si los chicos iban a entender alguna vez por todo lo que las chicas tenían que pasar. “Al final, qué tengo que andar explicando” Y no se guardó lo que tenía ganas de decir de la mamá del novio. “Lo único que falta es que digan que voy a tener un hijo de la bicicleta”, dijo y estalló en llanto.