Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias. Hoy presentamos “Un mundial sin papá” de Valentina Pereyra.
Un mundial sin papá
Mi esposo está a cargo de la cocina. Hizo los mandados temprano, no quiere que nadie lo moleste con pavadas culinarias mientras está la trasmisión de la final del Mundial de Fútbol. Quiere terminar antes que el referí de el pitido inicial.
Hace el bollo para las pizzas con la masa madre que le regaló su compañera de laburo, pica las cebollas, el morrón, separar las aceitunas negras y cortar la mozzarella.
Sobre el sillón del living, la bandera argentina y la camiseta que usó su papá en el Mundial ´78. De fondo suenan Sebastián “el Pollo” Vignolo, el “Chavo” Fucks y “el cabezón” Ruggeri. En la cocina, todo listo, sólo hay que meter las pizzas al horno.
Le alcanzo una tabla con cuadrados de queso parmesano, unas rebanadas de pan negro para mí y el blanco, casi crudo y blando, para él; aceitunas con carozo y dos vasos de Gancia con limón.
La pantalla nos devuelve imágenes de Qatar, un palco con habitación, bufete, sillones, sala de estar y la enorme puerta ventana que te lleva de la cama al estadio.
-¡Cómo te corrompe esto! Canchas son las nuestras. Gradas, la tribuna, los choris. No hay aire acondicionado, no se sale del comedor para ir a ver el partido al palco. ¡El fútbol es abrazo, calor, traspiración! ¡No es eso! – dice mi esposo mientras vigilo que no se quemen las cebollas.
Lo que muestra la transmisión me parece divino.Me imagino tirada en esa dos plazas rodeada de jeques, de petrodólares, o como se llame el dinero en ese desierto de oro. El Chavo Fucks coincide conmigo; lista lo que se invirtió en los estadios, la tecnología, los transportes y se jacta de haber mirado a una mujer a los ojos.
-¡Chavo, la puta madre! ¡Cómo te va a parecer bien que una mujer se cubra todo el cuerpo, que haya esta opresión machista en Medio Oriente, que una mujer no te pueda mirar a los ojos! ¡Chavo la puta madre, de qué hablás, no sabés que murieron los pobres negros, achicharrados al sol y aplastados por los contenedores! ¡Qué decís! El Chavo no se inmuta y sigue su relato que interrumpe Ruggeri para coincidir con mi esposo que se pone de pie y voltea con su rodilla la tabla de quesos que ruedan debajo de la mesa ratona para delicia de Lupe, nuestra perra.
Ruggeri cuenta al aire que comparte la habitación con Sebastián “el Pollo” Vignolo: “Nosotros estamos del lado occidental, ahí no tenemos que agacharnos, ni cuidarnos de no ir presos. Del otro lado, el de oriente, no van a poder levantar el pulgar, ni usar calzas. ¡No se pueden abrazar! Cuenta en cámara mientras se envuelve en un pañuelo árabe.
- ¡Este sí sabe de fútbol! ¡Es un Inglaterra-Argentina, la batalla final, hay que ganar y hacer goles, que entre Julián y la descosa, ¡que Di María le haga el pase a la Pulga! ¡Qué nos importan los edificios de setenta metros de plantas colgantes y fuentes de agua danzante! Eso no es fútbol, papá, es cualquier cosa.
Me alegro de que el Pollo anuncie que van a comerciales. Mi esposo se vuelve a sentar y toma de un trago la combinación, Gancia-cubitos-limón. Va a la cocina y se sirve otro. La publicidad de Pepsi muestra un partido entre Messi y otros grosos y la oficial, los barrios que hizo el gobierno en estos últimos tres años, los ranchos que había antes y las viviendas modernas que muestran ahora.
Vuelve la trasmisión y la cámara gira de los relatores y comentaristas a las inmediaciones del estadio. Las dos hinchadas están listas. De un lado, cruces rojas atraviesan las camisetas blancas, coronas de la reina y caretas con su cara desabrida. Del otro, la mano de Dios en alto, la cara del Diego y el pueblo, no el de los barrios que hizo el gobierno, otro.
La cámara transita por las gradas acolchadas, la cancha de césped de película y entra en las habitaciones reales, esas que terminan en un palco. De pronto pensé en el Diego, en el último mundial de Rusia, cuando todos pensamos que estaba muerto. Fue en un palco parecido a ése. Para mí, se descompuso de asco.
-¡Mirá si en el ´86 hubiera sido más importante la comodidad que el pueblo festejando! ¡Bilardo era un capo, un genio, ni camisetas tenían! ¡Las consiguieron en un supermercado, las bordaron a mano y, así enfrentaron a Inglaterra! ¡La puta madre, que tanto lujo si el fútbol es chori afuera de la cancha; es el que no salta es un inglés, ¡eso es!
La canción mundialista suena de fondo, una o dos publicidades más y ponchan a los periodistas que siguen con su cháchara.
El exdefensor insiste con su bronca contra Qatar, la rabia que le da no poder cruzarse de piernas: Dale, boludo, ¿mostrás la suela y le estás faltando el respeto a alguien? Lanza al aire. A pesar de que el Pollo intenta explicarle que hay que ser respetuosos con las costumbres de otro país, el Cabezón no entra en razones. Tampoco mi esposo.
-Ahí los tenés, ninguno tocó jamás una pelota. ¡Le van a decir al Cabe lo que se siente, lo que es! ¡Qué tanto respeto quieren, que ellos cambien sus costumbres, que traten bien a sus minas, la reputa madre!
Me pide las cervezas que puso a enfriar en el freezer. Le sugiero que se ponga la camiseta, por cábala. Habla con la tele mientras la busca.
-No va a haber otra gambeta como la que hiciste, no hay otro Dios, pero te necesitamos querido –dice.
Se vuelve a sentar y baja el volumen cuando le dan la palabra al Chavo Fucks. Otra vez me incluye en su monólogo. Me cuenta cómo vivió el Mundial ´78 y el del ´86, las banderas que desplegaron en la plaza San Martín de Verónica, su pueblo natal. Cómo la gente salió de sus quintas en bicicleta, envueltos en trapos celestes y blancos, con los gorros recién hilvanados y la alegría de un pueblo que quería sonreír.
Entonces, pensé en mi papá que compró la videocasetera para que pudiéramos ver la ceremonia inaugural y grabar los partidos del Mundial ´78. En mis compañeros de la secundaria que tomaron la cocina de nuestra casa para ver el partido contra Holanda. Ahí me enteré que les decían la Naranja Mecánica.
-Tenés razón, amor. Hay gente que no tiene ni idea de qué se trata, no saben lo del bidón, no conocen por qué Bilardo se hacía llamar por teléfono unos minutos antes de salir a la cancha, no entienden de sufrimientos, de desaparecidos o propaganda. No saben que los argentinos éramos Derechos y Humanos.
Mi esposo, absorto en su tema, asiente. Voy a la cocina, apago el horno porque no es junio, y el calor nos va a derretir antes que salgan a la cancha. En media hora sonarán las estrofas del himno. Salen los jugadores a calentar y Ruggeri acota: los dirigentes que votaron por Qatar como Julio Grondona, deberían irse todos al infierno.
-¡Quedate tranquilo Cabezón que Todo Pasa, estos ya se están revolcando entre sus propias cenizas, la reputísima madre! Deciles, deciles que se caguen en la concha de sus madres, que se abracen, besen al que tengan al lado, salten, vivan fútbol, carajo.
Las pizzas con el tomate, cebolla caramelizada y muzza esperan el partido. Mi esposo las corta, vuelve frente a la tele, acomoda la bandera nacional y la besa. Levanta la mirada al cielo y le reza al padre. Trae a cuento el potrero, las medias caídas, las lágrimas por el full mal cobrado y el descenso. Hincha el pecho mientras relata el gol de gambeta que le hizo al arquero del equipo del pueblo vecino al suyo y la ferocidad con que lo festejó. Los entrenamientos entre el barro, los abrojos y las rodillas hinchadas, de por vida. La entrada para ver a River en el Monumental y el recuerdo de todos los Mundiales en las pantallas, más o menos nítidas, según la antena de la repetidora.
-Viste que en Qatar también está prohibido chupar. Que se vayan a la mierda, si la cancha es eso, es faso y chupi, es el encuentro en el kisoco de la Rosita. Que nos encanen a todos, en banda, que nos chupen un huevo, y Grondona, la reputísima madre. Andá Cabeza, sacate una foto meándoles la bandera.
Pongo el mantel y los platos redondos de madera. Acomodo unas latas más en el freezer y bajo las negras que ya están bien frías. Mear la bandera me parece demasiado, me asusta cómo se está cebando. Subo a nuestra habitación para buscar mi camiseta.
Me siento en el borde de la cama y lloro. No está mi papá, ni mi mamá, no veo a mis hermanas, no rezo frente a la tele para que llegue el gol que nos saque del empate con Holanda. No cargo a mis hijos a upa mientras escucho los goles del Diego. Me pongo mí camiseta y corro por las escaleras hasta el living. Mi esposo sigue en el mismo lugar, parado frente a la tele, extasiado. Lo empujó para pasar hacia la cocina, pongo la pizza sobre la mesa.
Busco con la mirada la puerta de entrada de mi casa de la infancia y los hago pasar. Entran mis compañeros de la secundaria, mi papá y su videograbadora, mamá y la torta galesa, los abuelos. Detrás de mi esposo hay otra fiesta. Me abrazo a mis amigos y arrodillados rezamos para que Kempes los cagué a pelotazos.
La otra yo, la del ´86, toma fuerte de la mano a los dos chicos que andan por ahí jugando, les pido que no se alejen, Maradona está entrando. Papá aprieta récord e inicia la grabación con los primeros acordes. Mi esposo se abraza a su padre, los dos envueltos en la bandera de Argentina y en la de Juventud Unida de Verónica.
La cebolla caramelizada se descuelga de la pizza y con el último Oíd Mortales. Mi esposo extiende las manos hacia el cielo con los dos dedos en V y grita: “las Malvinas son argentinas. Ruggeri también”.
SOBRE LA AUTORA
Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.