Pinceladas literarias: “Ángulo de vuelo” de Valentina Pereyra

Un cuento inspirado en la Plaza España.

Pinceladas literarias: “Ángulo de vuelo” de Valentina Pereyra
pinceladas literarias

Vía Tres Arroyos te presenta un nuevo cuento de Valentina Pereyra en Pinceladas literarias. En esta ocasión:

Ángulo de vuelo

El profesor se levanta cuando escucha al gallo del vecino que cacarea cada día más temprano. Se sienta en su catre de costado y con las dos manos se agarra de la mesa de luz. Cuando logra bajar las piernas se calza las pantuflas de lana, invierno y verano usa las mismas, y corre las cortinas descoloridas que dan al patio de su vecino. Saluda con la mano al gallo que le dedica el último canto del día. Algunas madrugadas, de camino al baño, se ríe de solo pensar que el pobre plumífero, que ronquea un quiquiriquí arriba del techo del gallinero, tiene la próstata tan urgente como la suya. Deja hervir el agua y se hace el té antes de que el reloj cucú que heredó de sus padres cante las seis.

Rasca del fondo de una bolsa de nylon dos pedazos de pan mordidos y duros. Los unta con manteca y espolvorea azúcar. El temblequeo de sus manos se la hace difícil a la hora de embocar el chorro de agua caliente en la taza de lata.

Moja los panes hasta que la manteca se derrite y el elixir que se desparrama adentro de su boca lo hace sonreír. Pesca con la cucharita los pedazos que flotan mientras, escucha las noticias del programa de radio de las seis de la mañana. El locutor lee al aire los mensajes de los vecinos que se quejan de los baches de las calles, de las pérdidas de agua y la falta de presión, de los terrenos baldíos que se comen las veredas y de la invasión de estorninos que dejan toda la Plaza España cagada.

Sube el volumen de la radio portátil. Dice que los que se quejan son maricones, que mejor caminen por otro lado, que si no les gustan los pájaros que vayan a trotar por las vías, que la plaza es de los pájaros. El locutor sigue con la perorata y llama al guardafauna municipal, antes habló con los de obras públicas por los temas de asfalto y de la pérdida de agua, y le pide explicaciones. Qué hablan estos piojosos, y éste viejo dónde estudió sobre los pájaros, mejor que vaya a agarrar a los pumas de Orense que pasean entre los médanos como si nada.

¿Qué dice? ¡Qué no son de acá! ¿Y quién es de acá? Arrastra las migas del hule hacia el piso, vuelca algunas adentro de la bolsa del pan que se mete en el bolsillo del pantalón de Grafa.

Los sobrinos le prohibieron cruzar la calle sin compañía. Se la pasan hablando de los accidentes que hubo el último tiempo porque los conductores se encandilan cuando circulan para el este. Resulta que el pajuerano soy yo porque no sé usar la computadora y ellos no se avivan que los domingos no queda ni el gato en el barrio que me ayude a cruzar para la plaza.

Los sobrinos lo llaman una o dos veces a la semana, a juzgar por el orden estricto que siguen, seguramente se pusieron de acuerdo. La mayoría de los encuentros son por cuestiones de documentos para firmar o trámites jubilatorios que llegan al mail de su sobrina mayor. Cuando van a su casa prende la radio y le sube el volumen, un poco para hacerse el sordo y, otro poco, para sacar temas que se anuncien en los noticieros.

El chusmerío de la ciudad es irresistible, el profesor sabe que a su sobrina lo que más le gusta en la vida es hablar mal de los demás. Aprovecha, para distraerla de cuestiones de familia, a sacarle temas sobre los políticos que se preocupan por lo que se ve y no por lo que se necesita, o sobre lo que se dice de los funcionarios más cercanos al intendente.

Su vecina le da una mano antes de que lleguen sus sobrinos a visitarlo. Ella lo conoce del colegio industrial donde daba clases de matemática y porque nunca le cobró para preparar a su hijo en el ingreso a Ingeniería. Tarda una hora y media a más tardar para limpiar toda la casa del profesor. Lo único que ensucia, además del baño, es el escritorio. En los estantes principales guarda los libros de matemática, física y química y en los de arriba los de aves autóctonas y plantas nativas. Cree, como Pitágoras, que el universo puede explicarse a base de números.

Ya no tiene auditorio dónde discutir sobre los teoremas que, según él, dirigen nuestras vidas. Su escritorio es el único lugar que habita, por los demás, pasa. Con el lápiz de punta roma dibuja cuentas, fórmulas y ángulos. Calcula, antes de salir de su casa, cuánto falta para que se oculte el sol; dibuja el plano de la plaza y ubica los puntos cardinales; traza el ángulo de luz que falta cubrir hasta el anochecer y marca con una cruz dónde tiene que sentarse.

Piensa que los otros viejos que se juntan en la plaza son demasiado tontos como para darse cuenta de que elige, según la estación del año, un banco diferente.

Cuando recién se jubiló llegaba a la plaza con sus cálculos y les contaba a los otros viejos cómo estaría el clima. Si quieren aprovechar el calorcito les conviene sentarse en estos bancos de acá. Su humor cambió cuando empezó a encontrar ocupado su lugar en la plaza. Los viejos, tal como los aconsejó, elegían los que él había sugerido la semana anterior. Pensó en ofrecerle datos equivocados hasta que se dio cuenta de que nadie iba a la plaza tan temprano como él.

Estos se pasaron la vida atrás de sus escritorios escribiendo memorandos, completando planillas de gastos, cumpliendo órdenes. En la vida usaron los números bien usados. Yo nunca agarré una pala, pero ellos, si no tienen una calculadora, no pueden decir cuánto es dos más dos. Si alguna vez hubieran tenido el privilegio del cálculo mental o de competir por quién saca más rápido un porcentaje no hablarían tantas pavadas.

Chochean, son viejos más chotos que yo, sino sabrían en qué banco de la plaza sentarse para agarrar hasta el último rayo de sol.

El profesor lleva en el bolsillo de su saco de lana marrón la libreta, rebalsando de cálculos matemáticos, y los binoculares. Camina por los senderos centrales hasta que encuentra el lugar preciso y se sienta. La certeza de los minutos de luz que quedan lo hacen sonreír.

Cierra los ojos y deja que el calor tibio de finales de invierno se cuele por sus arrugas. Los motores, silbidos, gritos de madres, preocupadas por el destino incierto de pequeños desbocados en sus bicicletas o patinetas, el pochoclero y el calesitero, nada lo saca del sopor. Muy de vez en cuando mira lo que pasa a su alrededor. No es de los que se dan a charlas banales, tampoco de los que hablan del clima o de cualquier melodrama televisivo. Se hace el dormido cuando los otros viejos llegan a la plaza.

Él es un hombre de la naturaleza. Había escrito en la primera página de su libreta una hipótesis: por haber nacido frente a la Plaza España, lo verde, lo vívido, lo fresco, lo que nace y muere, me moldearon para siempre. Aunque se preguntó muchas veces si existía el para siempre.

De purrete pasaba horas en la plaza mirando pájaros con los binoculares que su padre le había fabricado. Los ponía en un bolsillo del pantalón corto y, en el otro, llevaba una libreta de tapas duras en la que los dibujaba.

Antes de ir a la plaza, revisa las anotaciones nuevas. Las compara con la enciclopedia de las aves de la pampa que le regalaron sus sobrinos cuando cumplió ochenta. Cada domingo renueva la esperanza de encontrar algún nido o de descifrar un nuevo gorjeo. Leyó en un recorte del diario del domingo que los del INTA andaban preocupados porque no podían controlar a los estorninos. Ese día tiró el diario contra la mesa, buscó sus libros y reestudió la vida y costumbres de esos pájaros.

Es cierto que invaden todo lo que encuentran, que no tienen empacho en sacar de sus nidos a cualquier otra especia que les haga sombra. Pero a él, al contrario que a los placeros a los que les toca lavar su mierda, no le molesta, hasta les dedica algún saludo mañanero mientras levantan vuelo. Es por lo único que se endereza, para admirar la danza negra que dibujan entre las copas de los árboles y el cielo.

Pían con desgarro y nunca dejan de lado al que queda retrasado. El profesor va a la plaza los domingos temprano cuando ningún mocoso de porquería le dice abuelo. Está harto de explicarles que él no es abuelo de nadie, pero insisten. Les parece que todos los viejos tienen el mismo título.

Como si sirviera para algo ser el abuelo de alguien. Sabe, por sus ex compañeros del colegio, que los nietos, salvo que necesiten plata o permisos extra, no te llaman por teléfono y cuando crecen te visitan muy de vez en cuando. Por eso, él, que no tiene ni siquiera el título, no se banca que se lo pongan de yapa.

Les lleva ventaja a los otros viejos que no tienen un gallo cerca para cacarearles cada mañana. Había calculado las horas de sueño que tienen los hombres mayores de ochenta años, los minutos que tardan en vestirse, desayunar e ir al baño y los sumó al tiempo que les lleva dar un paso; lo multiplicó por la distancia de sus casas a la plaza y obtuvo un dato valiosísimo: a qué hora estarían llegando los viejos y cuánto tendría que apurarse.

El olor a la caca de los estorninos, al pasto todavía humedecido por el rocío nocturno y el silencio lo ayudaban a pasar un domingo más. Tiene el cálculo exacto del tiempo que le dedican sus sobrinos en el mes, de las horas que se la pasa en la plaza y de los años que le había dedicado a la docencia y a la lectura. Repasa los datos, corrige los resultados que le parecen, a simple vista, demasiado inflados y, cuando los resta a sus años de vida, cierra con furia la libreta.

Una niña de seis años lo esquiva y, a la pasada, le dedica una sonrisa. Larga su bici y corre hacia el centro de la plaza donde la espera su profesora de baile español. El profesor escuchó en la radio que este domingo hay Romerías. El grupo de niñas y mujeres enfundadas en vestidos de bailaoras frotan las castañuelas de madera que acompañan con olés entreverados con risas. La niñita gira, se toma la falda y golpea con cierta furia sus zapatos contra el cemento.

Las otras bailaoras, más viejas que ella, la rodean en coreografías extrañas. El profesor se acuerda de la danza de las calandrias cuando custodian sus nidos. Igual que ellas, aletean al son de la música flamenca. Las rosas que prenden de los rodetes de las bailarinas hacen equilibrio. Despliegan los abanicos y con una leve inclinación hacia adelante, saludan. Los gritos de la profesora y los aplausos de las madres que chismean mientras sus niñas ensayan le agujerean los oídos.

Para pasar el trago amargo mira el plano que saca del bolsillo y calcula la superficie de la sombra, la multiplica por el ángulo y sabe que le queda poco para que lo agarre la noche.

- ¿Por qué estás solo? - interrumpe la niña.

- ¿Por qué sos tan preguntona?

La pequeña bailarina de español se hace lugar entre su libreta y él. Agacha su cabeza, levanta la cara hacia el profesor y, desde allá abajo, lo observa. Él no abre los ojos, los minutos pasan y no está dispuesto a perderse más vida.

- ¿Por qué tenés más arrugas que mi papá? ¿Sos viejo?

- ¿Por qué no te volves con tu mamá?

- Es mi tía, esa.

Siente el cuerpo blando de la niña contra su brazo y un golpe imperceptible sobre su mano. Antes de que pueda darse cuenta la tiene encima. Lo pincha con las castañuelas que trae enredadas entre sus dedos.

-¡Volá, de acá! ¿No tenés nada mejor que hacer?

-No sé volar. ¿Me enseñas?

Saca del bolsillo el binocular y los sostiene sobre los ojos de la niña.

-¡Mira bien, fíjate los movimientos que hacen los pájaros y aprendé!

La niña le quiere arrebatar el binocular. Tironean hacia arriba y el profesor evita que ella se los agarre. La empuja con la mano y le insiste que se quede quieta y preste atención.

-Los pájaros no te van a esperar.

- ¿Miro los negros?

-Sí. Fijate cómo mueven sus alas, la forma del pico, cómo acomodan el cuerpo antes de volar.

El profesor no puede sostener más de unos minutos el binocular en el aire, intenta ayudarse con ambas manos, pero la gravedad lo vence.

-¡Dame esos lentes! Yo los tengo sola.

- Cuidalos, que no se te caigan, me los hizo mi papá.

- ¿Dónde está tu papá? ¡Debe tener mil años!

-Está en el cielo.

- ¿Cómo los pájaros?

- Sí, como los pájaros.

- ¿Querés ir con él?

- Cuando me cruzo con nenas como vos, quiero irme con él.

- ¿Querés que te ayude?

- Mirá los pájaros. ¿No querías aprender a volar?

-¿Vos, sabés volar? ¿Cómo vas con tu papá al cielo?

-Sí, yo sé volar. Aprendí de los estorninos. ¡Ves esos negros, se llaman estorninos!

- ¿Si aprendo, puedo ir al cielo a visitar a mi mamá?

-Claro.

Las sombras cubren el ángulo calculado y el banco en el que están sentados se pinta de negro. Los estorninos se acurrucan entre las ramas, pocos levantaron vuelo. La niña sigue allí, sin devolverle el binocular.

- Ya es tarde, tu tía se va a enojar. Te deben estar buscando las otras bailarinas, si es que ya no salieron para España.

- ¿Qué es España?

- Un país. Lejos.

- ¿Tu papá está en España?

- Sí, mi papá está en el cielo de España. ¡Andá, nena! Devolveme el binocular.

-¿Querés que te enseñe cómo vuelan esos estornudinos?

- Estorninos, nena.

- ¿Ellos, van a España? ¿Mi mamá está en España?

- Saben volar, van a cualquier lado. Tu tía te debe estar buscando, andá.

- Si vuelo, ¿puedo ir a cualquier lado?

- Sí, claro.

Salta del banco y larga el binocular con tal fuerza que cae al piso. La sangre del profesor le sube a la cara como la savia en pleno verano; el pecho se le infla de furia. Con la pierna derecha logra atrapar la cinta que les puso para colgarlos y con la izquierda se aferra al suelo. Mira hacia todos lados esperando a que alguien lo ayude a levantarlos. Descansa y vuelve a mover la pierna. Después de varios intentos, logra alcanzarlos con la punta de los dedos y, una vez que lo tiene, los revisa para comprobar que no esté rayado.

La niña acelera su paso en carrera infernal hacia el centro de la plaza, desaparece en un santiamén. Las farolas de la plaza abren los ojos y el ensayo termina. Las familias emprenden su retirada, la calesita deja de chirriar y las bicicletas aplacan su ímpetu. Las hamacas calman su vuelo y en el tobogán solo queda arena suelta.

En pocos minutos los caminos de la plaza quedan despoblados. El profesor emprende retirada. Guarda el binocular en el bolsillo, toma la libreta y reniega del tiempo le hizo perder la niña. Al pasar por debajo del cedro colorado caen unas castañuelas que le golpean la cabeza y se estrellan contra el camino de la plaza. Mira hacia arriba y la ve levantar vuelo.

SOBRE LA AUTORA

Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.