Desde hacía diez días que trabaja con la modalidad home office, y habían pasado cinco del primer caso positivo de coronavirus en Rosario cuando Alberto Fernández brindó la conferencia de prensa que pasará a la historia: se iniciaba la cuarentena obligatoria, y con el anuncio, caí definitivamente en la cuenta que la situación era realmente muy grave.
No es que antes hubiera considerado la pandemia como algo menor. Pero seamos sinceros, uno no toma la real dimensión hasta que de alguna manera lo afecta en su vida. Sabíamos que desde entonces había que quedarse encerrado, pero en un principio no estaba del todo claro qué se podía hacer y qué no. Las dudas se multiplicaban: ¿Cómo hacíamos para comprar las cosas necesarias? ¿Hasta dónde podía salir a pasear al perro? ¿Qué ocurría si algún familiar me necesitaba para algo? ¿Y si yo tenía una emergencia?
Para ser francos, las autoridades políticas y sanitarias tampoco sabían bien cómo proceder, y se puso en marcha una maquinaria de interminables resoluciones, muchas de ellas contradictorias. Que los chicos debían seguir yendo a clases porque el riesgo de infectarse era bajo, que mejor se suspende la presencialidad por todo el año. Barbijo no porque se lo quitan al personal esencial, pero mejor sí para disminuir contagios. Prohibición de circulación con vehículos particulares a cierta hora, mejor usar el transporte público y cruzarse con decenas de personas (?).
El departamento se convirtió en un cibercafé, con notebooks enfrentadas y mi novia Valeria como nueva “compañerita” de trabajo. Sanitizar, trabajar y cocinar pasaron a ser las tres funciones principales de cada día. Y qué incordio cada vez que volvía de la calle con Lupita, nuestra caniche. Admito que la limpieza pata por pata como recomendaban no duró mucho. Pero lo compensábamos con mucha más higiene personal y de la casa.
Mi calificación de “esencial” me otorgaba ciertas libertades para salir por razones laborales, pero sinceramente era tal el temor -sobre todo al principio- que prefería resolver todo por teléfono. Los periodistas estamos acostumbrados a recibir información todo el día, pero creo que ninguno de nosotros se imaginó pasar alguna vez por algo así. Las 24 horas se hablaba de lo mismo en todos los medios, era el único tema de conversación con nuestros allegados, que nos preguntaban las últimas novedades y nos pedían certezas cuando ni los expertos las tenían.
Llevo 13 años trabajando de esto, había pasado por la experiencia de informar sobre la gripe A, sobre cuya cobertura periodística versó mi trabajo final con el que finalicé mi Licenciatura, pero nunca me había sentido con tan pocas herramientas de trabajo: la información cambiaba permanentemente, las autoridades no eran claras, había un profundo temor por lo que estaba ocurriendo en Europa, las redes sociales que tanto nos habían servido para comunicar se habían convertido en fuentes de multiplicación de fake news. Fue todo una aprendizaje, una prueba y error constante el informar en pandemia. Un curso intensivo que todavía está en marcha.
A un año de aquel 20 de marzo todavía no sabemos exactamente cómo se inició todo, ni mucho menos cuándo terminará. Sí somos conscientes de las terribles consecuencias en materia de pérdidas humanas y materiales producidas, destacamos la importancia de la tecnología que hoy nos deja prácticamente todo a nuestro alcance, reconocemos al periodismo de calidad que informa y no miente, y, sobre todo, valoramos mucho más a nuestros familiares y amigos. Sí hay algo bueno, posiblemente lo único, de todo esto, es que la pandemia nos dejará más unidos a los que queremos. Y no es poco. Eso sí, siempre cuidándonos.