Loretta Preska, jueza del distrito sur de Nueva York, firmó la sentencia contra Argentina en el juicio por la expropiación de YPF. Y con ello puso bruscamente al país de cara a una realidad que la campaña electoral venía eludiendo, distraída en el debate de dos versiones complementarias del pensamiento mágico: las fullerías en bancarrota del último kirchnerismo y los delirios en ascenso de Javier Milei.
El fallo de Preska le impuso a la Argentina la indemnización más gravosa de su historia: 16 mil millones de dólares. Conviene hacer una revisión sumaria del contexto: el Banco Central de la República Argentina está operando con reservas negativas. No tiene dólares para aguantar el giro diario de importaciones imprescindibles para sostener la actividad económica.
El peso de esa restricción ha disparado la depreciación del peso. Esa devaluación acelera la inflación a niveles explosivos, pero el Gobierno sigue aumentando de manera simultánea el déficit y la deuda pública. Incumple también los términos del acuerdo de asistencia financiera firmado para morigerar ese derrumbe. Con el FMI, prestamista institucional y global de última instancia.
Desde la perspectiva política, el fallo de Preska es una ilustración detallada de una de las historias más sórdidas del país reciente: la del vínculo oscuro entre la familia Kirchner y el negocio petrolero. Los U$S 16 mil millones de indemnización corresponden a un juicio originado por un socio histórico de los Kirchner desde la privatización del Banco de Santa Cruz: el Grupo Eskenazi. Se trata del mismo grupo que el kirchnerismo le impuso como accionista nacional a los españoles de Repsol, en YPF. Cuando Cristina expropió la empresa y arregló después con Repsol, el Grupo Eskenazi se consideró discriminado. Cedió parte de sus derechos para que a su demanda la gestione el fondo Burford Capital.
De modo que no es del todo inapropiado advertir: el juicio en lo de Preska es por la demanda de un socio introducido en YPF durante el gobierno de Néstor Kirchner. Agraviado por una decisión confiscatoria tomada por el gobierno de Cristina Kirchner. Litigando ahora contra el Estado argentino, durante la vicepresidencia de Cristina Kirchner.
Hay otro nombre en común que une el amplio espectro de ese arco narrativo: Carlos Zannini. El abogado que acompañaba a los Eskenazi en el directorio del Banco de Santa Cruz, el que revisó como secretario Legal y Técnico los instrumentos legales de la expropiación de YPF, es el actual procurador del Tesoro, jefe de los abogados del Estado argentino, que acaba de perder en el tribunal de Preska.
Como un cierre de parábola, mientras Cristina Kirchner deserta por conveniencia de la oferta electoral de su propio partido y busca atrincherarse en un territorio que conduzca el ideólogo de la expropiación, Axel Kicillof, el fallo de Preska viene a transparentar, de todas las relaciones que tuvo el populismo kirchnerista con la economía, la que probablemente sea la más onerosa para los bolsillos raídos del ciudadano argentino.
Lo que en la historia reciente describe con mayor precisión y volumen el daño estructural producido por el kirchnerismo al Estado argentino es el diseño que pergeñó con su abordaje de negocios personales para la política petrolera. Disfrazado con un discurso épico sobre la soberanía nacional, que en su hora cautivó incluso a encumbrados opositores. A costa de un deterioro de primera magnitud en la matriz energética y un impacto macroeconómico de largo alcance en el balance de divisas.
Nueva York, Londres
Pero Cristina no es candidata para sentirse urgida a dar explicaciones. Sergio Massa es el candidato. Si se analizan los grandes números de la economía argentina, para el ministerio de Massa el fallo de Preska es un martillo de remate, que en los hechos da por concluida su gestión. Sólo le resta sostener a toda costa su candidatura, comprando con fondos públicos el apoyo de las corporaciones tradicionales de su partido: gobernadores, sindicalistas. Y enviando a los referentes más desprestigiados de esos grupos a reforzar la visibilidad pública del único candidato que podría empeorar las cosas hasta el derrumbe final. Ese personaje es Javier Milei.
Milei puede ignorar la historia previa del fallo Preska. Puede descargar diatribas a diestra y siniestra contra los peronistas que privatizaron y estatizaron y los opositores que en ambos casos fueron llevados de las narices. Pero los 16 mil millones de dólares del nuevo rojo cambiario le demandan una explicación distinta.
Milei prometió a los argentinos dolarizar la economía en los términos más inmediatos y taxativos. Le insinuó tiempo atrás al comunicador Alejandro Fantino que tenía en su celular la confirmación de un aporte extranjero de miles de millones de dólares para volver mágicamente a los años del “uno a uno”. ¿Hizo el recálculo de ese mensaje milagroso, incorporando el rojo cambiario del fallo Preska?
Así como la sentencia de la jueza neoyorquina expuso el engaño populista de Cristina Kichner, una publicación de la revista londinense The Economist desnudó el riesgo democrático que implican los desvaríos de Milei, su personalidad intolerante y esotérica, su imaginería económica apenas enmascarada como exposición de teorías, su fragilidad política estructural.
Lo más interesante de esa publicación es que desmiente el carácter presuntamente liberal de Milei. Dicho desde una tribuna de doctrina más antigua y reconocida que las existentes en la escena nacional. Si Milei es una amenaza para la democracia liberal, aunque inflame sus proclamas con fotocopias de cátedra austríaca, es más realista calificarlo como una versión local del fenómeno global del populismo de ultraderecha.
El tercer actor relevante de la elección, Juntos por el Cambio, está trabado en esa resignificación interna. Cuando el eje ordenador distinguía a populistas y republicanos, la unidad de esa coalición funcionaba de manera sólida. Ahora que ese mismo eje muestra al populismo rampante en los flancos y a la democracia liberal debilitada en el centro, se preguntan en el comando de Patricia Bullrich si entre sus horas de bridge habrá hojeado The Economist el expresidente Mauricio Macri.