Martín Guzmán, aquel ministro que consiguió un consenso unánime sobre el fracaso de su gestión, dejó sin embargo un solitario legado de éxito: los discursos económicos de Cristina Kirchner perdieron por completo su capacidad de atracción.
Hasta la renuncia de Guzmán lo que decía Cristina sobre la economía sonaba como una enorme y acechante sombra de disidencia. Desde que despidió a Guzmán, todo lo que la vice diga de economía importa poco y nada. Cristina impuso su opinión, ahora los resultados hablan por ella, mejor que ella.
Cuando se escriba la historia del cuarto gobierno kirchnerista bien podrá establecerse un arco narrativo entre dos tuits. El que escribió Cristina Kirchner sobre Alberto Fernández, para encargarle el gobierno, y el que disparó Martín Guzmán para obligar a Cristina a reconocer que es gobierno. Desde entonces, los mensajes de la vice parecen un tratado de astronomía moderna: cuando habla de los gobiernos kirchneristas intenta que aquella lejana luz irradiada en 2003 sortee con éxito el agujero negro de la gestión actual.
Como ese salto al vacío sólo funciona para fanáticos, la única expectativa que generan los nuevos discursos de Cristina es sobre algo que difícilmente aclare a un año de distancia de la elección presidencial: a qué candidatura piensa lanzarse en 2023.
Copitos, Caputos
Ni siquiera su primera aparición en un acto público tras el atentado que padeció desplazó ese único eje de atención. La propia vicepresidenta pareció resignada al fracaso de los intentos de sus agentes de inteligencia por convertir al ataque de la “banda de los copitos” en una sofisticada maniobra de la “banda de los Caputo”. Mandó al archivo ese expediente tratando de sacarle un último rédito marginal. Dijo que no se esclarecerá porque la Justicia no la quiere como víctima sino como acusada, preparando de ese modo el terreno para una condena inminente que le urge deslegitimar.
En conclusión: decantando la hojarasca en el discurso de Cristina, la única novedad política en el oficialismo es que continúa sin candidatos y todavía no despidieron a Sergio Massa.
A esta escasez también conviene deflactarla. Massa corrigió su meta personal de inflación, aquella que estima para juzgar su gestión como exitosa: ahora se conformaría con una inflación mensual del cuatro por ciento. Para comparar: cuatro por ciento era la inflación anual que cimentó en 2003 la primera consolidación electoral del kirchnerismo. El recuerdo de la vicepresidenta sobre los “días felices” de 2015 alude a una inflación anual seis veces mayor. La Cristina antiinflacionaria es una ilusión mitológica. Como dice Sabina: no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, ocurrió.
Púgiles del cambio
Con todo, la reaparición de Cristina les sacó una ínfima ventaja a sus adversarios. La sórdida pelea interna del oficialismo quedó expuesta esta vez mediante la negación de Alberto Fernández. La disputa de sus opositores estalló como un polvorín con promesas de puño.
La dirigencia de Juntos por el Cambio parece atravesada por una discusión inédita. Hay quienes perciben una despolarización de la sociedad, ante el fracaso del kirchnerismo en el gobierno. Están por otro lado los que dicen que en realidad está ocurriendo una resignificación de los polos.
Los primeros señalan que el eje divisorio entre Cristina y Macri quedó desbordado por la crisis y que la estrategia opositora debe asumir la novedad de una nueva dispersión de opciones. Son los antigrieta y sus múltiples derivados, algunos de costura defectuosa y segunda selección. La principal articulación de esa mirada orbita en torno al eje Rodríguez Larreta-Lousteau.
Los segundos señalan que la polarización no ha terminado y que en realidad es más cerril ahora, al punto de que todo lo que no enfrente frontalmente al ciclo final de Cristina corre el riesgo de ser subsumido como casta privilegiada, funcional a Cristina. Acechada por el discurso libertario, esta mirada gira alrededor de Macri-Bullrich-Cornejo.
En Juntos por el Cambio conviven por ahora esas dos posiciones, muy diferentes desde lo táctico, sólo porque persiste como promesa de contención el sistema de elecciones primarias estatizadas. En realidad, lo que está emergiendo, sin ningún orden y con destratos mutuos, es la indefinición estratégica de la oposición, a medida que se aproxima a la realidad posible de gobernar la crisis.
No todos piensan igual –a veces, ni parecido- sobre lo que conviene hacer desde el Estado, con el Estado, al cual el kirchnerismo le dejará una herencia indecible: “La madre de los quilombos”, como resumió con voz tersa y precisión bíblica el camionero Pablo Moyano.
Y así como la encrucijada abierta por la quiebra del populismo económico es un interrogante sin respuesta unánime en Juntos por el Cambio, tampoco hay consenso sobre el viraje al populismo institucional. Ese giro al bolsonarismo político que opera como promesa de respuesta al desafío de ingobernabilidad que representa la profecía de resistencia que genéricamente expresan los innúmeros “moyanos” de la Argentina real.
La cúpula de Juntos por el Cambio pretende reducir su proceso político de síntesis a la realización de las primarias obligatorias, pero su reciente experiencia en la gestión de gobierno recomienda descreer de esa simplificación.
Para la oposición, la mejor prueba de seriedad y eficiencia en la gestión de su unidad estratégica no sería precisamente llegar a las Paso, sino más bien evitarlas metabolizando mediante el consenso sus más que evidentes diferencias internas.