Sergio Massa ya cumplió un año manejando la economía argentina; un ministro con poderes amplísimos en un gobierno que hace bastante tiempo dejó de pertenecerle al Presidente. Cuando asumió en reemplazo de Martín Guzmán, la inflación mensual de junio era del 5,3%, un aumento interanual de 64%. La inflación de junio de este año cerró en 6%, un aumento interanual de 115,6%. Massa celebró la baja. Con el debido respeto por las nominalidades: el dólar que eyectó a Guzmán había llegado a 239 pesos. El dólar de Massa se estacionó esta semana por encima de los 500.
La última vez que el ministro Massa aludió a estas complejidades con algún grado de sensatez fue cuando se quejó de su propio gobierno diciendo que la crisis “no aguantaba un quilombo más”. Acto seguido decidió embarcarse en una candidatura presidencial. Esa nueva complicación política para el manejo de la transición al gobierno que asumirá en diciembre se está viendo en las negociaciones cada vez más ripiosas con el Fondo Monetario Internacional. Massa incumplió buena parte de los compromisos asumidos con el Fondo, pero pide que lo asistan con dólares frescos para frenar la devaluación del peso.
En esa aventura, Massa se compró en menos de siete días dos desmentidas contundentes. Julie Kozack, vocera del FMI, desbarató una operación gestada en el ministerio de Economía, según la cual el gobierno chino había enviado una carta al FMI para urgir una decisión favorable a Massa, bajo advertencia de cubrir el vacío con yuanes prestados a una tasa de interés oculta para el Congreso argentino. Al segundo desmentido lo cursó el FMI dejando trascender todos los documentos públicos en los que aconsejaba a la Argentina la construcción del gasoducto recientemente inaugurado. Massa había dicho que el FMI obstruía esa obra, clave para iniciar una reversión del colapso de la matriz energética.
¿Por qué Massa ha girado del tono racional que mantenía en la relación con el Fondo a un discurso más beligerante que se acerca a las proclamas de Néstor Kirchner cuando conducía la salida del último gran default? Lo que ha cambiado es la doble condición de ministro y candidato y la subordinación de la transición económica al diseño de su campaña. Massa piensa que es un camino posible hablar como Néstor Kirchner hasta las primarias y luego como un reformista a lo Carlos Menem, para llegar a la presidencia.
La necesidad estratégica
Hay en esa convicción una mirada sobre la necesidad estratégica del país que ha comenzado a imponerse tras la definición de la oferta electoral para las primarias. El historiador Pablo Gerchunoff la delineó días atrás al hablar sobre el desarrollo económico frustrado en los 40 años de democracia.
Gerchunoff sostiene que Raúl Alfonsín fue un constructor de instituciones, pero que su gobierno nunca tuvo una oportunidad económica. Era imposible que la tuviese. Le tocó gestionar un choque de trenes entre la salida de una dictadura fallida y una cantidad infinita de aspiraciones sociales reprimidas. Gerchunoff dice también que Carlos Menem fue un reformista de la organización económica que negociaba con esa pléyade de actores fácticos que el peronismo bautiza como “comunidad organizada”. Y que Néstor Kirchner, habiendo nacido de la fragilidad de una crisis, tuvo en sus manos la mejor oportunidad económica. Pero había recibido un jarrón roto: ya no existía la Argentina como sociedad homogénea basada en el trabajo asalariado. Cuando lo advirtió, inició un “vuelo a la locura”, hacia un proteccionismo anacrónico y una expansión pasmosa del gasto público.
En otras palabras: un vuelo hacia la cronificación de las crisis cambiarias y de regreso a la Argentina inflacionaria. Desde esa perspectiva, la delincuencia de Estado, concebida para la supervivencia política, fue un subproducto de un hurto mayor: el de la oportunidad desperdiciada de desarrollo nacional.
Gerchunoff considera que todavía se puede imaginar un futuro productivo sobre el cual montar un programa de estabilización. Pero la secuencia de acciones exige ahora una precisión quirúrgica. Lo delicado de esa operación se advierte cuando se aborda el problema de la unificación del mercado cambiario, el ajuste de tarifas, el realineamiento de precios relativos, el impacto de una devaluación inevitable.
Hay una parte de ese debate que alude a Massa como ministro. Si Massa se piensa como un reformador orientado al mercado ¿por qué no le deja al futuro gobierno normas de reorganización como las que le facilitó Alfonsín a su sucesor para la emergencia económica y la reforma del Estado?
Massa podría encarar algunas de esas tareas ahora, porque corre con dos ventajas efímeras. La primera es una impresión generalizada de que la oferta electoral comienza a distanciarse de una alta fragmentación. La segunda es que el oficialismo lo ha bendecido como candidato único (Juan Grabois es una compuerta, no una amenaza). A Massa lo favorece la ilusión de la unidad, aunque sea precaria. En cambio, la oposición todavía no puede mostrar una figura única porque hasta agosto disputará una interna competitiva.
Pero el camino elegido por Massa para su imaginario electoral -ser Kirchner primero, para pensarse Menem después- le impide aprovechar esas ventajas. Prefiere legarse complicaciones antes que construir facilidades que podrían beneficiar a otro. Esa condición traslada a sus adversarios toda la responsabilidad sobre el diseño de la reorganización económica. Por eso es tan definitoria la interna entre Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta.
Se trata del desafío político -cuya cara más visible es la inflación- que Gerchunoff formuló meses atrás de la siguiente manera: “Quizás con un San Jorge… ¿podemos llamarlo de la cordura?... que con su espada decapite al dragón de un tajo en un instante histórico para que nunca vuelva a estar entre nosotros. Quizás con un tratado de paz… ¿podemos decir ‘entre los cuerdos’?... que integre al dragón a una utópica vida política de nuevo tipo. El coraje político revolucionario, la prudencia política reformista, una vieja disyuntiva. Dios dirá. La moneda está en el aire”.