Cuatro de cada diez pibes menores de 14 años son pobres en la Argentina, según datos del Indec. Viven en una situación difícil en sus hogares y acceden a una escuela pública con infraestructura deficitaria, en un sistema con barreras sociales, económicas y hasta culturales tan complejas de saltar que muchas veces resultan expulsivas.
Hay una brecha que no se detiene en la retórica: solo el 32 por ciento del alumnado se recibe en una institución educativa del Estado, contra el 62 por ciento que lo hace en una privada, de acuerdo a datos del ministerio de Educación de la Nación. De cada cien chicos que dejan la secundaria, 55 lo hacen porque necesitan trabajar para llevar dinero a la casa. Y 28 agregan que viven lejos o tienen dificultades para llegar hasta a la escuela. En las zonas donde residen estos últimos no hay transporte público.
En las provincias del nordeste -históricamente postergadas- el escenario suele ser un poco más áspero. Allí, el desarrollo de infraestructura –rutas, caminos rurales, transporte, conectividad, servicios públicos y demás- es diez veces inferior al de la región metropolitana de Buenos Aires, de acuerdo a datos del ministerio del Interior y Obras Públicas.
Así, los kilómetros que separan al Obelisco porteño de la plaza de un pueblo chaqueño, por ejemplo, son tan extensos como la brecha socioeconómica entre esas regiones: la Argentina es un país profundamente desigual. Y esa grieta singular, lejos de reducirse, crece con el paso de los años y el atraso de aquellos en el acceso al conocimiento, a la tecnología y a los nuevos desafíos que plantea un mundo de cambios vertiginosos.
Mientras la Ciudad de Buenos Aires tiene un ingreso per cápita de 13.600 pesos mensuales, equivalente al de algunos países de la eurozona, el del Chaco no supera los 3.000 pesos y es comparable con el de los países del norte de África. Eso lleva a que el 30% de los nacidos en esa provincia litoraleña (unas 430.000 personas) vivan en otras jurisdicciones del país –como el conurbano bonaerense- o incluso en el exterior, de acuerdo a datos oficiales.
Y, en ese escenario de adversidades, Efraín está buscando no ser uno más… o uno menos, dependiendo la óptica. Por esas zonas de calor extremo durante el verano y heladas que escarchan el pasto en el invierno, a 1.210 kilómetros de Buenos Aires, anda el chico de 14 años que desde pequeño busca romper el techo. Vive en una casa humilde y pequeña (mitad de material y mitad de adobe) junto a sus abuelos, sus tíos y a la primera de sus cuatro hermanos.
Un espeso monte amenazado por la frontera del monocultivo de la soja rodea el lugar. Y de vez en cuando se escuchan las hélices de las avionetas que fumigan con agroquímicos los campos cercanos. Dos décadas atrás, cientos de pequeños agricultores sembraban algodón, batata, mandioca, papa y maní para consumir y comercializarlos. Pero una sequía extrema que duró diez años los llevó a abandonar la actividad, vender sus tierras y mudarse a las afueras de ciudades cercanas como General San Martín y Pampa del Indio, donde se fueron formando asentamientos y bolsones de pobreza.
Los abuelos de Efraín Abel Delgado también lo perdieron todo con la sequía. Y como no pudieron lograr que todos sus hijos estudien, ahora están haciendo el esfuerzo para que los nietos permanezcan en la escuela. "Hoy por hoy no sos nada si no tenés un estudio", dice Ángel Delgado, de 65 años, un pilar clave en la vida del chico al que los argentinos conocieron a finales de 2016.
La cara de Efraín, un niño con sangre qom, recorrió el país y gran parte del mundo hace no mucho, cuando tenía 12 años. Recibía el diploma de abanderado de la escuela primaria, abrazado por su abuelo y su maestro en la Escuela Rural 239 Pedro Inchauspe del paraje Pampa Chica cuando una maestra retrató el instante con su celular. Los tres estaban emocionados, había llegado a una meta que parecía muy lejana.
La foto llegó a las redes sociales y se viralizó en pocos minutos. La prensa se hizo eco y comenzó a narrar la historia. Se generó una campaña solidaria para darle una mano al pibe que todos los días caminaba 6 kilómetros que separaban su casa del aula. Cientos de argentinos se contactaron con él y con la escuela en la que acababa de terminar la primaria. Jugadores de fútbol, artistas y desconocidos se unieron para enviarle una bicicleta al chico, quien además recibió una beca por un año de una ONG de Misiones y fue invitado por River Plate, el club de sus amores, a viajar a Buenos Aires en avión para conocer el Monumental.
“Estaba en Buenos Aires con mi hermana y mi abuelo y vinieron a buscarme para ir a la Casa Rosada. Fui. Estaba rodeado de gente, apareció el Presidente (Mauricio Macri), me tocó la cabeza, se sacó una foto y se fue”, recuerda Efraín. Y dice que le hubiera gustado intercambiar unas palabras con el jefe de Estado. Sí pudo dialogar con Lucas Alario, por entonces goleador del club de Núñez, quien le regaló una pelota y una camiseta que el chico atesora en el cuarto que comparte con su tío Sergio y su abuelo.
En los días previos, la cara y una parte de la historia de Efraín habían estado durante horas en televisión. Se hablaba de él en las radios. Había notas sobre su familia en los portales de noticias. Incluso en Estados Unidos y Europa supieron de él. La idea del niño que llegó a portar la bandera nacional por sus excelentes calificaciones en una situación de vida muy complicada conmovió a muchos. “Conocí mucha gente, sentí que crecí de golpe”, recuerda el estudiante.
A cada frase la piensa, la mastica. Es un pibe sincero y noble, muy reservado. Levanta la cabeza y en silencio posa sus ojos por encima del alambrado que rodea la casa, como buscando descansar la vista del sol en la sombra de los algarrobillos. La sensación térmica trepa a 40 grados en la siesta del verano chaqueño.
Para llegar a su casa hay que viajar 210 kilómetros al noroeste de Resistencia (la capital provincial) y una vez en el paraje Pampa Chica, se debe abandonar el asfalto de la Ruta 3 e ingresar tres kilómetros por un angosto camino de tierra, que se vuelve intransitable por varios días cuando llueve. Los cuatro hermanos menores de Efraín corretean bajo los árboles y los chivos y gallinas -uno de los principales medios de subsistencia de la familia- comen yuyos a pocos metros.
Efraín suspira. Se pasa las manos sobre la cara. Acomoda la gorra camuflada con la que se protege del sol. Y recuerda lo que vivió en sus días "de fama". Siente que fue un abrazo masivo en el que mucha gente le expresó cariño y lo alentó a seguir adelante. Pero también rememora que algunos le prometieron cosas que no cumplieron. "No les guardo rencor, pero se acercaron sólo porque yo estaba en la tele. Hoy ni se deben acordar", se lamenta.
Efraín no reclama. Sólo recuerda y reflexiona sobre quienes hacen actos solidarios más para “sentirse bien y lavar culpas” que para darle una mano al que lo necesita. No es un desagradecido, por el contrario, no tiene palabras para definir a todos los que en algún momento lo ayudaron. Se acuerda de cada obsequio, de cada gesto, de cada palmada en la espalda. Pero es consciente: “La salida no es por ahí”.
Lo entiende así. Lo suyo fue una ola de popularidad que llegó y se fue en pocas horas. Él pasó las vacaciones de verano en su casa y arrancó el 2017 en una escuela secundaria rural a la que llegar ahora le demanda caminar o pedalear diez kilómetros de ida y vuelta, más que antes. "La solución no es la solidaridad sino que mis abuelos tengan una jubilación que nos alcance para comer y mis tíos y mi mamá tengan trabajo", sostiene el chico. "La solución es que todos los chicos tengamos las mismas oportunidades o al menos que no haya tanta diferencia", dice.
Efraín dice que le gustaría estudiar cine para grabar películas de acción o series. Y también lo entusiasma la biología. Aunque sostiene que, por el lugar en el que vive, quizás tenga que ser policía porque eso le asegurará un trabajo, un sueldo y él podrá ayudar a sus cuatro hermanos menores y a su madre, sin necesidad de alejarse tanto de su gente. Quiere ayudar a los suyos y mejorar su calidad de vida, romper –al menos un poco- el techo de las dificultades. El niño sueña con tener una cama propia y no verse obligado a dormir en el mismo colchón con su abuelo y su tío todos los días sin que ninguno pueda descansar. “Sueño con tener una habitación. Ojalá que los chicos que la tienen sepan valorarla”, señala.
A Efraín le sigue yendo bien en el colegio. Está cursando el segundo año de la secundaria. Y sólo mira para adelante. Expresa que su vida no cambió: “Antes iba y venía a la escuela por el medio del monte… y ahora también. Quiero estudiar”, dice. Y cuenta que ahora le está enseñando a leer y escribir a su abuelo analfabeto. Efraín, como cientos de miles de otros pibes en la Argentina, está tratando de romper el esquema de desigualdad.