La tormenta me despierta, los perros se ponen histéricos. Ya no quieren dormir. Rasguñan la pared del lavadero. A veces cuando los queres sacar y afuera hace frío, mucho frío, de esos de humedad que te va subiendo de a poco como una cosa mala que no podés frenar, te miran con carita de pena acostados en su cucha sobre sábanas, frazadas y almohadones viejos. No quieren salir. Hay que usar las manos para sacarlos y casi echarlos al patio para que se encuentren con el piso helado de la mañana. Todavía no me quiero levantar, cierro los ojos con fuerza, pero escucho desde hace rato el ruido de una botella golpear contra el piso. No sé cuál de los tres perros habrá encontrado el nuevo juguete, pero la lleva de un lado a otro del lavadero, puedo imaginar el movimiento de su cuerpo correr por el toc tic toc de la tapita que rebota. Todos estos ruidos son los ruidos de esta casa. No de la casa de Avellaneda en donde podía escucharlo a papá levantarse a la cocina. Abrir la heladera y comer dulce de leche con queso a cualquier hora de la madrugada. Todavía puedo verlo en calzoncillos y barba, con el cuerpo encorvado y la cabeza metida en la luz que daba la heladera.
Ya son casi las once de la mañana, todavía no paró de llover. Mamá me pregunta si puedo ver el arroyo desde mi cuarto. Hay uno al lado de nuestra casa que conecta todo el barrio. Cada casa tiene su vista al arroyo, hay un senderito construido desde que llegamos que te permite bordearlo. Hay partes lindas y partes no tan lindas. También hay tiempos donde lo descuidan y el arroyo se vuelve una sola planta. Yuyos verdes crecen por todas partes, pero la mayor parte del tiempo es un arroyo. Agua. A veces se rebalsa y nos podemos inundar. No pasó muchas veces, solo dos, creo.
Las inundaciones en Concordia son normales. Se llega a inundar hasta la mitad de la ciudad. Las casas parecen juguetes si las vez desde arriba. A veces se ven los techos, a veces nada. Agua que sube. A nosotros nunca nos pasó algo así porque no estamos cerca del río, se inundan más los de la costanera, pero hay inundaciones fuertes. El agua sube y no la podés parar. En casa de Avellaneda el agua nos subía a la madrugada, a la tarde, al mediodía a cualquier hora. Si llovía mucho se inundaba todo por la exclusa. A esa palabra la escuché desde chiquita. Mamá y la abuela siempre hablaban de la exclusa. Era un invento que habían fabricado mis abuelos con Paiva, el plomero, para que puedan tener más agua en la casa y también para frenar el agua que subía por las rejillas de los baños y la cocina. Era desesperante.
Me acuerdo de madrugadas enteras viendo a mamá y a papá en casa sacando el agua con baldes y escurridores. O escuchar la lluvia e ir directo a la exclusa a cerrarla y esperar. Yo siempre esperaba que el agua suba porque era un trabajo que hacíamos entre todos, mi hermana, mamá, papá y yo. Todos juntos corriendo por la casa intentando frenar algo que era imposible. Igual lo hacíamos, siempre, con el mismo ímpetu. Mamá no, ella se ponía de mal humor cuando eso pasaba y limpiaba la casa una y otra y otra vez.
Después de esos días de lluvia interminables siempre tenía sueños. El agua inundaba toda la casa, pero nosotros nadábamos adentro. Había peces, barcos, tortugas marinas, todo flotando en nuestra casa.
Magdalena Giorgio