Por décadas los ambientalistas han advertido que el mundo se va a quemar. En su mayoría, lo decían en sentido figurado. Pero las imágenes de los incendios que arrasan la estepa siberiana, la selva amazónica, partes de Australia, Argentina y ahora, una vez más, California, hacen que sea fácil creer que el planeta está, literalmente, en llamas.
Nuevos infiernos han sido azotados por fuertes vientos y temperaturas abrasadoras en todo el Estado Dorado. El 7 de septiembre una empresa de servicios públicos que presta servicios en el norte de California, cortó el suministro de energía a decenas de miles de hogares en un intento por evitar que las líneas vivas provoquen más incendios.
En lo que va del año, California ha visto más de 2,5 millones de acres (1 millón de hectáreas) quemadas y más de 3,700 estructuras destruidas, todo antes de los meses de otoño cuando los vientos de Santa Ana normalmente provocan el peor de los incendios anuales.
Con más de tres meses restantes de la temporada de incendios de este año, pocos dudan de que el estado se enfrenta a su peor momento. Los incendios en sí mismos no se pueden detener; son alimentados por el cambio climático en capas sobre un ecosistema que arde regularmente como parte de su ciclo natural.
Las temperaturas más cálidas y los paisajes más secos significan más incendios. Pero el daño no tiene por qué ser tan grande. Gran parte del desastre de California es de su propia creación. Se ha vuelto más vulnerable con una letanía de regulaciones obsoletas y políticas contraproducentes.
En este estado hay muchos incendios forestales por la presencia de feroces vientos en el otoño, yuyos invasores, frecuentes sequías salpicadas por aguaceros, gente que se adentra en zonas silvestres, viviendas que se queman fácilmente, incendios provocados por seres humanos -tanto accidentales como intencionales-, y, sobre todo, el cambio climático.
Parece casi igual a lo que nos ocurre en Argentina.