Pinceladas literarias: KALE (o de por qué las hojas se desarman en las manos antes que en las bocas)

Un cuento de Mijal Mendiuk seleccionado por Valentina Pereyra.

Pinceladas literarias: KALE (o de por qué las hojas se desarman en las manos antes que en las bocas)
Pinceladas literarias: KALE

Via Tres Arroyos te presenta una nueva edición de Pinceladas literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión con un cuento de Mijal Mendiuk, titulado: “KALE (o de por qué las hojas se desarman en las manos antes que en las bocas)”.

KALE (o de por qué las hojas se desarman en las manos antes que en las bocas)

Entró con las manos repletas de bolsas y comida, dos botellas, un pimentero, un limón y unas paltas entre los dedos. Atravesó el pasillo con sus historias, la melodía de su voz lo inundaba todo. Llegó Alejaaandraaa, decían sus collares, y la tela suave del vestido acarició cada pelusa, desde el portón de la calle hasta la cocina. Desarmó las pilas de fruta sobre la mesada. Me gustaría limpiar antes de armar algo acá, pensó, pero dijo:

—Sería más cómodo si ordenamos un poquito, ¿no te parece?

Sabrina ya conocía los vaivenes de esas preguntas y no iba a caer en las trampas de los sí y los no. La saludó con un trapo que lo dejó caer en el escote.

—Viniste con ganas hoy, ¿eh?

—Vine— le retrucó en seco.

—Ya veo, ya veo…

Con el movimiento del sol, los hielos rodaban en las copas. El arrullo del fuego los iba reuniendo a todos, las piezas de carbón negro con tintes rojos se apilaban al fondo del jardín. Cuatro vocecitas impacientes se aferraron contra la barra de la parrilla, perseguían los pasos de Andrés frente al fuego tímido. Cuando vieron los fierros vacíos se trenzaron en esgrimas hechas de papel de diario, y gritaban:

—¡Todavía falta un montonazo!

Las brasas siempre en las manos del mismo asador, los cuchillos afilados al final de la mesada, escondidos, para que no lo toquen los chicos, y en el medio de la mesa una torre de ropa. A coro las pulseras y los aros arrebataron el lío, Alejandra se perdió entre los pasillos mientras gritaba, ya falta menos, ya comeremos.

Una mole de Kale la esperaba en la cocina, mientras ella lavaba la planta, los demás se fueron sumando como espías en el aeropuerto. Sus uñas se bañaban con cada hoja mientras recitaba los beneficios del SUPERALIMENTO que anunció como conquista:

—Nadie sabe pronunciarlo, los canales de cocina lo idolatran, pero acá es una absoluta Don Nadie— dijo, mientras inflaba el pecho. Iba sintiendo como se ensanchaba de hombros con cada explicación, con la mirada al techo pestañeaba segura al final de cada frase—. Si yo no les traigo las novedades… que acá nadie sabe nada, puro tomate y lechuga, con suerte zanahoria.

—Con suerte— chistó pícara Sabrina, mientras abandonaba la tarea y se estiraba al rayito del sol descalza en el pasto húmedo.

En la cocina, Alejandra seguía con sus discursos y el resto con las bromas bajo el sol. Los chistes la ponían de mal humor. SaKALE una foto, gritaba Ernesto desde el patio; es una lechuga con lengua de lagarto, asqueaba Natalia; ¿cómo vamos a comer eso? Es para loros, retrucaba Laura; no me traigas cosas raras, soplaba Andrés copa y trinche en mano; quién va a… y ya no escuchó nada más.

—Van a ver como todos comen, y después no los quiero ni oír, ¡eh!

Alejandra se quedó a solas con sus plantas y recuperó un bowl enorme, le quitó las tres naranjas y lo lavó. El detergente armaba burbujas en el aire y pintaba de amarillo toda la escena del patio. Desde el ventanal, los vio reírse, chocaban los vasos, conversaban, se sacudían los mosquitos, se miraban, se asomaban a la parrilla inquietos, antes de tragar nostalgia bajó la cabeza y retomó su misión.

Sintió los pasos suaves que se acercaban y los ojos se quedaron fijos.

—¿Ayudo? — preguntó Ernesto, desde lo alto, interrumpiendo la luz tenue de la lámpara verde.

—No, no, está bien… a ver, bueno... si tenés tantas ganas— Dejó sobre el bowl las hojas dispuestas—. ¿Te lavaste las manos?

— ¿Me lavo de nuevo?

—Sí, mejor.

Con las pulseras como maracas, Alejandra regó las hojas de aceite, las inundó, las hizo brillar.

—Amasá, con amor.

Ernesto apretó dos veces, revolvió por arriba tres, y se tiró sobre la canilla…

— ¡¿Qué haces?!

—Ya está, ya terminé— le respondió.

— ¡¿Ya está qué?! Amasá te dije.

—Por eso, ya está.

—Con amor, te dije.

—Por eso, ya está.

Las pulseras de Alejandra se derramaron sobre la mesa, se quitó los anillos y las ganas, metió las manos tarareando, No le pidas peras, no le pidas peras al olmo verde que no te dará, no le pidas nada, ni le aceptes nada, que no te dará.

A fuerza de sobar, la fuente del pasto rocoso cambió su color a un verde brillante, las hojas se tornaron un manto de seda, el aceite se escondió entre las nervaduras y un granizo de ricota fresca ambientó la porcelana. Alejandra dejó correr el agua hasta tomar calor, retiró con insistencia y detergente el brillo oliva de sus manos. Se secó las yemas con golpecitos suaves. Los nudillos pálidos rompieron un puñado generoso de nueces en el aire. Desmigajó entre el índice y el pulgar tres pizcas de sal rosa. Con la palma contenida de carozos, regó de limón cada esquinita. Contempló la fuente como un cuadro terminado. Luego, bañó de aceite de girasol y vinagre el resto de las ensaladas, las ubicó en fila sobre la mesada, ligeramente detrás, opacadas. Limpió en círculos el mármol y volvió a colgarse las pulseras.

— ¡Ya está el asado!

Al grito de Andrés le siguieron una tropilla de pequeños pies descalzos. Todos fueron buscando sus lugares. Sabrina volvió a contar los platos y repartió los cuchillos entre los adultos. Natalia se instaló firme frente a la mesa de los chicos, dispuesta a limpiar bocas y cortar bocados, pero al borde de la mesa de Laura, dispuesta a criticar y comer sin levantar el vaso más que para brindar.

— ¡¡Las ensaladas!! — gritó Sabrina

Alejandra seguía limpiando y juntando basura. Andrés se acercó silbando hasta la cocina.

— ¿Tomaste? — Le alcanzó un vaso de cerveza helada —. ¿Y esto?— señaló la fuente con el ceño fruncido.

—Nada, nada, una pavada, ¿querés llevarla?, les va a gustar.

El humo de la carne seca cubría las risas y el hambre. Las gotas de grasa, migas de pan y bollos de servilletas se apilaban en las esquinas de la mesa. En mitad del mantel, la fuente elegante desentonaba. El aroma del limón les fue acortando el calor, la curiosidad los fue invitando. Las cucharadas del manjar adornaban los platos. La ricota fresca les iba suavizando los labios, cada bocado de nuez rugía entre sus dientes, las hojas como vapores deshilachados remaban entre los paladares, las gotas ácidas de limón disolvían la grasa de la carne. Por un instante nadie hablaba. El eco de cada bocado se unía en un aliento general, en un coro, en un suspiro que era colectivo.

Alejandra sintió cada mirada, cómo hachas de cupido entre sus mejillas. Sorbió breve la cerveza, dejó caer sus pulseras sobre el mantel y repitió.

—Era con amor Ernesto, era con amor.