Vía Tres Arroyos presenta una nueva entrega de Pinceladas Literarias en esta oportunidad “Tormenta” un cuento de Valentina Pereyra.
Tormenta
Mi primera cita desde que llegué a Tres Arroyos es a comer un choripán a la Fiesta del Trigo. Nos conocimos en la sala de profesores: él da clases de historia y yo literatura. El tema de conversación de la última semana fue ese evento que, por lo que entendí, convoca a pobres y a ricos por igual.
A los profesores se les hacía agua la boca cada vez que mencionaban al choripán y las chicas no paraban de pasarse data sobre puestos en los que se venden calzones baratos. Casi llegando al final de la semana dos compañeras me explicaron de qué se trataba la fiesta que tenía a grandes y a chicos emocionados. Él las escuchó y no perdió su oportunidad:
- Si te la bancás, te invito a comer un chori.
- Claro, me encantaría. ¿Dónde nos vemos?
- En el fogón de la Escuela Técnica.
Mi error fue no hacer más preguntas. Fogón, escuela, choripán: me cerró por todos lados. Durante las prácticas docentes en La Plata me tocó ayudar en un festival campero de una escuela rural en Villa Elisa.
Me resultó difícil elegir el outfit. Cenar en el fogón de una escuela exigía andar más recatada que de costumbre. Por eso descarté el top rojo de un solo bretel y el pantalón de cuero negro. Todavía no salen muchas suplencias y no me alcanzan los puntos que tengo como para pretender una titularidad en cualquier puesto. Dar una buena imagen en una escuela donde, tal vez, esté el director o la directora, puede ser un punto a mi favor. No me importa tanto el profesor como la posibilidad de encontrar algún salvoconducto para tener más laburo. Pero, si de paso, cogía, el plan resultaría a pedir de boca. A las ocho ya estaba lista: jean patas de elefante, camisa blanca con broderie y zapatillas Convers color caqui.
El profesor llegó media hora después de lo convenido. Yo lo estaba esperando en la puerta y simulé haber salido a atender a un vendedor ambulante. Él me dijo que no tenía idea de que hubiera en Tres Arroyos gente que vendiera puerta a puerta. Será por la fiesta, atiné a mentir.
- La noche pinta calurosa. ¿No te querés cambiar?
- No, está perfecto. Puede refrescar. Más si vamos a una escuela vieja, o eso te entendí.
Caminamos diez cuadras desde mi departamento hasta el lugar de nuestra cita. Llegué a la ciudad hace tres meses y todavía no la conozco.
En el camino el profesor me pone al tanto de algunos detalles de esta época del año. Habla del inicio de las clases y de que todas las familias de la escuela esperan estos días para comprar a mitad de precio, en los puestos de venta ambulante que se instalan en el predio, útiles, camperas y zapatillas. Me cuenta que hace más de veinte años la fiesta se realiza alrededor de la vieja estación del tren que ahora es un Centro Cultural. Señala los gazebos azules y blancos plantados en fila detrás del cordón de la vereda y a cada lado de la avenida. Me explica que las instituciones o emprendedores compran el espacio para poner sus kioscos o fogones y con eso bancan los gastos del resto del año. A él le gusta colaborar con la escuela en la que es exalumno.
- Los pendejos chupan y morfan tanto que el lunes el aula es un solo vómito - dice mientras señala con el índice dos grupos de adolescentes que pasan al lado nuestro con un vaso viajero.
Sonrío al comentario y pienso, por primera vez desde que salimos de casa, que el profesor es medio pelotudo. Pero ¡hace tanto que no me besan!
Me pasé los últimos cinco años estudiando para recibirme con el programa al día y no depender más de mis padres. Tuve alguna que otra alegría de fin de semana con pibes volados, estudiantes de filosofía y letras o compañeros de carrera que conocí en los Centros de Estudiantes de sus ciudades.
El último beso me lo dio el profesor de Semiología cuando me lo encontré en un pasillo de la facultad y me preguntó por mi vida. Le conté que había concursado para una cátedra de literatura de un colegio privado de Tres Arroyos y que me habían contratado. Me abrazó y me dijo que, aunque no fuera un gran laburo, (lo dijo alargando la n final de la palabra gran) era algo como para empezar.
Agregó que me iba a hacer bien estar cerca de mis viejos, que vivían a 50 kilómetros de Tres Arroyos, y me chantó un beso de lengua. Se fue, no sin antes palmearme el culo, y levantó la mano desde el final del pasillo mientras yo me secaba la baba que me caía por la comisura de la boca. Me imaginé a los pibes vomitando igual que hice yo ese día después del beso de mi profesor.
- Ya estamos cerca, ¿sentís el olor?
- Veo el humo también.
Desembocamos en una avenida plagada de gente que va y viene. Madres que tironean a sus hijos para que no griten cada vez que un globero les ofrece su mercancía. Señoras vestidas para la conquista y hombres que caminan detrás de sus mujeres con bolsas de nylon que les cuelgan de los brazos. Me empecé a oler el pelo. El perfume Calvin Klein que me trajo mi madre de su último viaje se empieza a confundir con el olor a carne asada, leña, faso. Cada dos pasos me llevo las puntas de mi pelo a la nariz. Aspiro profundo como para guardarme en las fosas nasales lo que queda de aroma agradable.
El profesor se para frente a mí y camina para atrás mientras abre los brazos y aletea en el aire. A medida que avanzamos el torbellino de gente nos embiste. Me parece más que pelotudo caminar en contra de la corriente. Pero no tengo tiempo de quejarme. El profesor me toma de la mano y me corre un escalofrío. No quisiera dar una mala impresión si vamos a entrar al fogón de una escuela. Quiero que me contraten no que piensen que me cojo al primer profesor que me encara en la sala de maestros.
Las colegas me contaron que los chismes corren más rápido que la luz entre los profesores. Pero también me corre un escalofrío que me eriza los pelos de la muñeca. Me gusta la sensación de pasear por un lugar lleno de gente con un hombre de mi edad. No como cuando garchaba con el profesor de Semiología en el baño de la facultad y a escondidas de mis compañeros y de los demás catedráticos. Esta nueva sensación de legitimidad me saca una sonrisa.
Nos detenemos detrás de una cola de, por lo menos, treinta personas. Me asomo entre la gente y al final del túnel veo una casilla de chapa y, adentro, tres mujeres y un hombre con delantales y gorra visera blanca.
El profesor me cuenta que dos de esas mujeres fueron sus profesoras de la secundaria. Levanta la mano mientras da saltos por encima de la cabeza de los que están adelante nuestro y grita dos nombres. Le devuelven el saludo que no dura ni una milésima de segundo. El profesor vuelve a su estado de silencio. Después de dos o tres turnos, ya cerca de que nos toque a nosotros, me pregunta si quiero un chori o un sanguche de carne.
- ¿Vos qué vas a pedir?
- Un chori
- Dale, yo igual
Las voces de los locutores sobre un escenario anuncian que los espectáculos están por comenzar. El profesor me dice que eligió el mejor fogón de todos los que hay. Argumenta que estar cerca del escenario mayor nos va a permitir disfrutar de los musicales sin pagar entrada.
- ¡Viste que no cobramos todavía! La verdad es que, esta noche, me da solo para mi chori y el tuyo. La bebida la compartimos, ¿Te parece?
El último pibe con el que salí no tenía ni la Sube cargada para volverse a su casa desde las fiestas en los Centro de Estudiantes. Pagar la mitad de una birra no me pareció un precio tan alto por una buena garchada. Mientras nos acercamos a las cajas de venta la música se pone cada vez más heavy.
Anuncian a un grupo de danzas clásicas, a una orquesta que interpreta el Himno Nacional Argentino y le dan la bienvenida al público y al intendente que está sentado en la primera fila. Me pongo en puntas de pie y veo sillas vacías en el anfiteatro que rodea al escenario mayor. Le aviso al profesor que después de comer podríamos ir a sentarnos ahí. No sé ni quién canta, pero la música siempre crea buen clima para el cachondeo.
- Naa, eso es para los viejos. Además, está el intendente. Ni en pedo le regalo mi guita a ese tipo.
Sigo un rato más mirando para el lado del anfiteatro centrada en que mi idea es buena, teniendo en cuenta que las Convers son nuevas y la caminata ya me sacó dos ampollas en los talones.
El profesor me avisa que nos toca el turno para que abra mi aplicación de billetera virtual. Atraviesa un alambrado y se mete en una carpa gigante en la que hay mesas largas y sillas desparramadas como en una cantina. La escuela está como a una cuadra desdibujada entre la gente, la ambulancia y el camión de los bomberos estacionado en la esquina del edificio antiguo.
Me avivo de que la cita es acá, al aire libre entre el olor a asado y la tierra que levanta el viento sur. Me siento en la punta de la silla y apoyo sobre la mesa la servilleta que envuelve al choripán. El profesor va al mostrador donde expenden la comida y vuelve con una botella de chimichurri. La vacía adentro de mi pan y me dice que pruebe el manjar.
Doy el primer bocado y el jugo del chorizo se desliza por el broderie de mi camisa. Abro las piernas para evitar mayores desastres y el chimichurri empieza a caer. El profesor, en un intento de ayudarme, me da un manotazo y hace que la mano con la que sostengo el pan se mueva hacia mi pie y el menjunje de cebolla, morrón, y aceite explote sobre la puntera de mis Convers nuevas. Se agacha y limpia con su servilleta engrasada lo que resta del chimichurri. Se lame los dedos. Engulla de dos bocados su choripán y se toma más de la mitad de la botella de cerveza que pagamos entre los dos. Me inclino sobre la mesa para evitar nuevas manchas y termino de comer.
Él usó todas las servilletas para secar su boca y limpiarse los dedos, así que me refriego mis manos a los costados del jean patas de elefante. A esta altura no espero que me presente a ningún directivo de su ex escuela.
Los locutores anuncian a una cantante y el escenario de ilumina. Suena una música estridente y aparece Tormenta enfundada en un vestido rojo que me distrajo por un momento de las manchas de mi ropa. El profesor me dice que es un bodrio y que esa música la escuchaba su madre. Se pregunta por qué no traen buenos espectáculos y me invita a seguir dando la vuelta para ver qué onda con los mercachifles que venden de todo un poco: desde teléfonos celulares hasta medias y calzones.
Trago el último bocado y tomo el único sorbo que dejó en la botella de birra. Le digo que tengo que ir al baño y me señala unos módulos móviles.
- Andá, a los químicos.
Prefiero aguantar las ganas. Mientras Tormenta anuncia desde el escenario que va a cantar “Por favor, me siento sola” del álbum: “Amante por un día”, el profesor intenta avanzar entre el gentío que cada vez cierra más las filas. Me paro. Quiero escuchar a esa mujer que sabe muy bien lo que siento. Él me tironea, pero esta vez, me planto. Vuelve y se para al lado mío. Chequea su celular mientras yo filmo a Tormenta y lloro.
SOBRE LA AUTORA
Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.