Vía Tres Arroyos te acerca una nueva entrega de Pinceladas literarias la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta oportunidad con un nuevo cuento de su autoría.
El pozo de los deseos
En el centro de la sala de lectura la niña de doce años y el hombre de ochenta fijan sus miradas en las páginas escritas que cada uno tiene enfrente. La cabeza gacha, los hombros abovedados y el pecho hundido; las manos sobre los bordes de las hojas y, encima de las rodillas, el lomo de los libros que leen. A ella la espera su madre, quien también está leyendo, en la otra esquina de la habitación, cerca del piano. A él lo acompaña su nieto, quien escucha música por unos auriculares. Están por ser las diez de la mañana, hora de apertura de Shakespeare and Co, la emblemática librería de Paris.
A las nueve y media la niña de doce años y la madre hacían la cola para ingresar al salón de libros de la mítica librería parisina, donde incluso editaron los primeros ejemplares del Ulises de James Joyce. Habían caminado desde el Hotel de La Familia, en el Barrio Latino, hasta la 37 rue de la Bûcherie, frente a la catedral de Notre-Dame y a orillas del Sena. La cola se empezaba a formar tímidamente. Parejas de jóvenes todavía dormidos, mujeres tomadas de las manos de sus hijos, hombres abrigados hasta la nariz, señoras de boinas de todos los colores recién compradas en la feria de Saint Michel.
Detrás de ellas, estaba el hombre de ochenta años y su nieto. Los dos recostados contra la fuente que supo ser un surtidor público de agua. Ya no funciona como tal, pero los ángeles de bronce que la sostienen son buen apoyo, especialmente para los que ya no están para aguantar filas tan largas. El nieto se había conectado los auriculares y el hombre sostenía en una mano la libreta de tapas amarillas que había comprado en Shakespeare and Co, en su última visita a Paris, hace diez años. Su esposa se la había regalado para anotar palabras sueltas que le gustaran, que sonaran, que se movieran. Escribía por afición y por necesidad. Si no podía decir algo lo sacaba hecho letras que enlazaba. Después de esa primera experiencia en la librería, había empezado a tomar clases de inglés. Le había prometido a su esposa que en la próxima visita le leería sus autores favoritos en el idioma original. El nieto lo tomó del hombro cuando la fila empezó a moverse.
A la niña de doce años no le preocupaba sacar la mejor foto como al resto de las personas del lugar. Ella iba y venía de una puerta a la otra de la librería leyendo los carteles, las frases motivadoras de las paredes. La madre le pedía que no revolviera las cajas verdes que, sobre bancos de madera frente a los ventanales, guardaban ejemplares usados. Con la mano en visera trataba de esquivar la luz que no le permitía hacer foco en los dibujos de Shakespeare que presidían desde lo más alto de las paredes, sobre las puertas de doble hoja verde, los dos ingresos al lugar. La niña de doce años se alejó del edificio y caminó para atrás acercándose a la cola que se resguardaba debajo de la hilera de árboles que franquea el Sena. Hizo foco en la cara del autor de Romeo y Julieta dibujada con contornos negros. Estaba en esa observación minuciosa cuando Shakespeare le guiño el ojo desde lo alto. Sacudió la cabeza, la levantó más y la luz le hizo perder el equilibrio. La madre le gritó que se levantase, que si seguía tirada en la vereda iba a ensuciarse. La niña de doce años parecía no escuchar a nadie. Hizo visera con ambas manos y arrugó la nariz, la pera y la frente haciendo fuerza con los ojos para volver a mirar el dibujo que hacía una mueca parecida a la risa. Volvió la cabeza hacia su madre y al resto de la gente que abultaba la cola. Cada uno en lo suyo: unos googleando la historia de la librería, otros traduciendo las frases escritas en los pizarrones de la vereda, varios sacándose selfies para que saliera en la imagen la cara dibujada en las paredes del escritor inglés que, a ella, le sonreía. La madre le pidió al nieto del hombre de ochenta que le guardara el lugar, y salió a buscar a la hija, quien no sacaba los ojos del frente de la librería y que se distraía con los mensajes que el dueño había escrito en los pizarrones de los postigos.
La niña de doce le preguntó en voz alta a la madre sobre el significado de algunas palabras, y la gente de la fila se animó. La línea serpenteante de personas se transformó en pocos minutos en un panel de debate a cielo abierto. Los pizarrones de la librería hablaban: “No seas inhóspito con los extraños, no sea que sean ángeles disfrazados”, leyó la niña de doce años. ¿Sería ella uno de esos ángeles buscando refugio? Pensó y señaló otra de las citas escritas con tiza sobre la superficie verde: “Ama a todos, confía en unos pocos, no hagas mal a nadie”, codeó a su madre y levantó los hombros. Una mujer con acento francés, que dijo venir de Aviñón, le preguntó qué pensaba sobre lo que quería decir ese texto. Y, un hombre joven, que estaba en el primer lugar, soltó la respuesta. El murmullo recorrió toda la fila. Las teorías y ensayos en el haber intelectual de cada uno explotaron ante los ojos de la niña de doce años que los chistó para que prestaran atención a las campanadas de Notre-Dame que daban las diez.
Estaba a punto de entrar en el mundo privado de Hemingway y de Joyce, dos de los escritores que había leído a escondidas de la bibliotecaria de la escuela. Pocos metros antes de la puerta suspiró, aferró su mochila contra el pecho y le preguntó a la mamá si podía elegir un libro para llevarse. “Silvia Beach decía que primero hay que leer el material para saber qué comprar”, dijo, y la madre soltó la risa. No necesitó convencerla, estaban ahí para eso.
El hombre de ochenta le pidió al nieto que lo acompañase al pasillo donde está el wishing well o pozo de los deseos. Tenía una moneda preparada para arrojar. Era la única que le quedaba de aquel viaje que había hecho a Paris con su esposa: el vuelto del ticket que sacaron para subir a la Torre Eiffel. El hombre apuró el paso y trastabilló. La niña de doce años lo ayudó y le pregun si estaba bien. “En el cielo”, dijo él. Después, el hombre llegó al rincón, bajo el piso, donde las monedas relucen con el sol de otoño, el que entra por el plástico transparente que las protege. El nieto leyó en voz alta el cartel: “Alimente a los escritores hambrientos (Feed the starving writers)”. El hombre de ochenta años asintió y se tomó de la pared para agacharse a dejar la moneda en la hendija del pozo de los deseos. La niña de doce años esperó su turno. Luego, los dos se quedaron mirando las monedas que rodaban entre las otras, que caían con un tintineo ahogado y se amontonaban esperando a que la dueña las rescatase y así alimentar a más escritores pobres. “Voy al primer piso, ¿vos venís?”, dijo la niña de doce, y él le contestó que primero quiere dar una vuelta. En el primer piso está la sala de lectura, antiguo refugio para los viajeros, conocidos como tumbleweeds, donde se quedaban a pasar la noche, a cambio de algunas horas de trabajo en la librería. Ella le preguntó a la mamá si podía considerarse viajera y pasar ahí todo el rato que pudiera. “¿Me dejarán ayudar?”, dijo, y la madre levantó los hombros y le hizo señas para que fuera a los mostradores a preguntar. La niña de doce negó con la cabeza y acompañó el suspiro cerrando los ojos.
El hombre de ochenta visitó todas las estanterías: policiales negros, infantiles, clásicos, ciencia ficción, astronomía, poesía, novelas. Anotó en la libreta amarilla palabras, títulos, epígrafes, reseñas. La niña lo siguió. Mientras tanto, su mamá ayudaba a un niño de seis años que no lograba alcanzar un libro de un oso y una liebre. La niña lo codeó y le dijo: “Es hora, hay que animarse. Vamos al refugio”. El hombre carraspeó y levantó la mano para que el nieto lo ubicase mientras se aferraba al pasamanos de la escalera. La niña leía las frases pintadas en los escalones: “Of your own light the astonishing in darkness lonely or when you are i could show you (Podría mostrarte lo asombroso de tu propia luz en la oscuridad o cuando estás solo)”. El hombre, que subía de a un escalón por vez y paraba a respirar, se reclinó hacia la izquierda para dejar pasar a dos jóvenes, uno pelirrojo y otro moreno, que subían detrás suyo. Levantó la cabeza para medir la distancia hasta la cima. “Ilumíname, niña”, pensó. Ella saltó los peldaños de dos en dos para alcanzarlo. La madre, desde abajo, le pedía que tuviera cuidado. El nieto buscó en su celular otra playlist y también subió.
En un rincón, tres máquinas de escribir colgaban de la pared y, sobre una antigua salamandra, la colección de Edgar Alan Poe. Las paredes forradas de bibliotecas de madera cargadas de ejemplares escritos o traducidos al inglés. Una escalera móvil y un sillón verde de estilo británico estaban listos para ser ocupado por algún lector o por el gato que remoloneaba en el dintel por donde entraba el sol. El piso de madera crujió y las arañas se encendieron a pesar de que faltaba una hora para el mediodía. Los libros iluminaron todo, tapas de colores, ajadas, manoseadas, revueltas, desequilibradas, incómodas; lomos gruesos y más finos, letras doradas, títulos más conocidos, autores que fueron los ángeles en aquel refugio que ambos, ahora, habitaban. El hombre de ochenta se sentó sobre un almohadón de terciopelo rojo en el banco de madera que circundaba la pared del fondo; el nieto hizo lo propio en un sillón de madera contra la baranda de la escalera; la niña de doce se tiró sobre un puf de gobelino bordado que encontró al lado de la estantería de los libros de aventuras. Ella eligió Alicia en el País de las Maravillas y él, París era una fiesta, de Ernest Hemingway. Las campanas de Notre- Dame repican once veces.
La niña de doce estira las piernas sin darse cuenta de que justo en ese momento pasa una mujer con el hijo de la mano. El niño se cae y ella se apura a levantarlo. El pequeño escándalo distrae al hombre de ochenta que levanta la vista del libro. La mujer acepta las disculpas y la niña le recomienda un libro que a ella le gustaba cuando era chica. “Mi mamá me lo leía”, dice y le acaricia la cabeza al niño que corre a sentarse en uno de los escalones cercanos a la sala donde está la máquina de escribir de Hemingway. El nieto busca varios ejemplares de textos sobre Los Beatles y sube el volumen del celular; el abuelo retoma la lectura. La mujer y su hijo se sientan con las piernas cruzadas en el desnivel con Las mil y una noches sobre la falda. Debajo suyo, pintado sobre el escalón, la frase: “Live for Humanity”, y la niña escucha a una pareja leerla en voz alta, y después apoya la cabeza sobre su palma. El muchacho moreno que se le había adelantado en la escalera le pregunta si le gusta la frase. Ella dice que sí y que le gustaría, también, saber más sobre Shakespeare. “Por ejemplo”, dice, “¿le gustaba guiñar los ojos, era divertido?”. La pregunta llama la atención del hombre de ochenta, que le hace señas para que se acerque mientras el muchacho moreno se sienta en el taburete. La melodía tapa el murmullo de los clientes que recorren sin tocar ni sacar fotos, la sala de lectura, el refugio. “Shakespeare tenía un gran sentido del humor”, dice. “Me guiñó el ojo”, agrega la niña. “¿También te sonrió?”, pregunta el hombre. “Sí, también”, dice ella.
La música del piano suena y ellos vuelven a ensimismarse en la lectura. Él tiene los lentes redondos en la punta de la nariz y cada dos páginas estira las piernas y pega la espalda a la estantería cargada de textos de filosofía. Pero, el interés por la aventura que salta a borbotones del libro, lo inclina cada vez más hacia adelante. Varias veces tiene que levantar rápido la cabeza para evitar que los anteojos se estrellen contra las hojas. Al otro lado de la sala, en el habitáculo donde los viajeros escriben en la máquina de Hemingway, las teclas rebotan e imprimen tinta sobre tarjetas blancas. La noche anterior, el joven pelirrojo y el moreno, habían pedido refugio a cambio de ayudar a tipear poemas de Emily Dickinson, de Shakespeare y a entretener a la gente tocando canciones navideñas. La niña de doce años se para de repente. Busca al niño que había hecho trastabillar y le pregunta si le gustan las aventuras que le lee su madre. Sonríe cuando él le dice que teme por la vida de Sherezade y le cuenta que a ella le preocupa que Alicia no encuentre el camino de regreso. Se encoge de hombros y busca al muchacho pelirrojo para preguntarle qué hace. Se inclina sobre sus hombros para leer lo que tipea y se sobresalta con los acordes finales del piano. El hombre de ochenta años también pega un salto y acomoda el almohadón de terciopelo rojo. La madre sube para preguntarle si le falta mucho, habían planeado recorrer el barrio latino que en otoño se viste de ocre, pero no les quedan muchas horas de luz. Se sienta al lado de la niña y hojea el libro hasta llegar a la tapa y calcular cuántas páginas le quedan. Ella no levanta la vista, empuja la mano de su madre fuera del texto y se enrolla en el puf de gobelino. El nieto, atento a la situación, le ofrece a la mujer uno de los textos que lee y ella acepta acompañarlo. La luz mueve las partículas del polvo, las columnas de madera raída contrastan con las enredaderas que las cubren y un aroma a café llega desde el piso de abajo, de la cafetería de al lado. El joven pelirrojo y su acompañante moreno bajan atraídos por el olor a granos recién tostados, saludan a la pasada a la niña de doce años y entregan en el mostrador de la planta baja las tarjetas con los poemas tipeados; agradecen la estadía y se van haciendo una reverencia. Antes, pegan en la pared de entrada un postit con el deseo escrito sobre volver como grandes artistas a Paris. La niña, inclinada sobre la baranda, sigue la escena y, después, se arrodilla al lado del hombre de ochenta. “¿Viste esa pared?”, dice. “Sí, es la de los sueños”. Las campanas de Notre-Dame dan las doce.
El hombre de ochenta años le pide ayuda al nieto para levantarse. Carraspea para que lo escuche y deje de disertar sobre los Beatles y de coquetear con la madre de la niña de doce que apoya el libro sobre las tablas del piso y le da el brazo. Cuando están de pie, el hombre le dice que lo acompañe hasta la máquina de escribir de Hemingway. La libreta de tapas amarilla se asoma por el bolsillo del saco. Antes de sentarse, la deja sobre la mesa de madera alta en la que se apoya. Hojea la primera página, repasa con el índice las palabras con su letra, acaricia las que escribió su mujer y cierra los ojos. Con la mirada perdida en el teclado, suspira dos veces. La mujer que lee Las Mil y una Noches se acerca. Una pareja que acaba de entrar a la sala de lectura le pregunta a la niña si son viajeros. “Creo que sí”, dice. El hombre de ochenta años mueve la mano y le dice a la niña que se siente a su lado, y le propone escribir una poesía entre los dos. La niña inclina la cabeza, frunce el ceño en forma de pregunta. Él ya tiene los dedos en las teclas y empieza a completar el primer renglón. Ella lee por encima de la barra espaciadora y le dicta otra frase. Los dos revisan la lista de palabras y frases que se suspenden entre los renglones torcidos de la libreta. Cuando terminan la leen juntos en voz alta. Verso a verso cuentan la historia de amor de un hombre que le prometió a su novia volver cada aniversario a la librería donde se habían conocido y de cómo una niña rubia, llamada Alicia, lo había ayudado a escribir las mejores frases para reconquistarla cada año. Cuando terminan, la mujer que leía los relatos de Sherezade, deja el libro sobre el desnivel y los aplaude. El hombre de ochenta se seca las lágrimas y saca la tarjeta de la máquina.
Después, la niña baja a los saltos la escalera y entrega el escrito en la mesa de entrada. La encargada de la librería la guarda en un sobre decorado con la cara de Shakespeare y frases de todos los escritores famosos que visitaron el lugar. De nuevo el artista inglés le guiña el ojo, pero ella no se sobresalta. Lo pone en una canasta junto con los que hace un rato habían dejado el muchacho pelirrojo y su compañero moreno. La niña los acomoda y espera dando pequeños saltitos a que aparezca algún cliente a comprar los sobres con sorpresa poética. Detrás suyo, el nieto saca tres monedas de un euro y elige. La madre trae del brazo al hombre de ochenta. La niña se para delante del nieto y estira la mano, él reparte los tres sobres y los invita a tomar un café al lado: “Así leemos juntos a ver si nos inspiramos” dice.
De camino a la cafetería, pasan por el pasillo angosto donde se exponen los libros de psicología y por el pozo de los deseos. El nieto se adelanta, cierra los ojos y pasa el último euro que le queda por la hendija. El gato que duerme sobre la cima de una biblioteca baja y pasa entre las piernas del hombre de ochenta que lo acaricia mientras guarda el sobre con la sorpresa poética en el bolsillo. Las campanas de Notre-Dame repican una vez más. “Vamos”, dice el hombre de ochenta. “Ahora hay que darle de comer al cuerpo”.



























