Vía Tres Arroyos te presenta una nueva edición de Pinceladas Literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra que en esta ocasión ha seleccionado un cuento de Mijal Mendiuk.
Crudo
Un pedazo de tela que abrigaba un sueño
Y después ató fuerte el moño rojo, la cinta ancha de raso brillante montada en cruz, como dos caminos que se superponen por lo bajo incompatibles para enfrentarse tal vez más tarde, siempre en lo alto y en lo elegante. Sujetó las tiras del nudo desmayadas sobre el papel satinado y translúcido dejando adivinar el doblez vaporoso y claro que escondía dentro. Ensayó el moño más de cinco veces en su memoria y cuando estuvo parada frente a él apoyó el ombligo contra el vidrio grueso y esfumado; las líneas grises del atardecer se copiaban sobre el papel como un código de barras. Envolvió sus dedos con el raso rojo. Después reforzó el movimiento y las cintas como orejas se irguieron en sus yemas hasta saludarla. Cortó en picos cada punta, lo contempló por un momento, estaba hipnotizada por la fuerza de esa belleza. Se alejó, retrocedió en pasos lentos hasta el baño sin quitarle la vista; desde allí lo espiaba por el espejo la altura del raso, medía a la distancia el recto de la forma contra el reflejo del vidrio, las líneas de la mesa eran una escuadra falaz, pero inevitable.
A la luz clara del otoño le hacen bien las cortinas, los toldos, las veredas arboladas y no ese absurdo conjunto interminable de cemento por el que había decidido atravesar en búsqueda de la perla perdida. Caminó unas cuantas cuadras, el sol le ardía en la cara; esa suave compañía rasgaba su ansiedad, ajustó el ritmo de sus pasos sobre el asfalto inundado de codos, se abrió paso entre bolsas y cartones, los locales se amontonaban. Alicia le había indicado cómo llegar al negocio preciso, pero los números se interrumpían con portones abiertos de par en par en garajes que simulaban cafés improvisados o ventas de ropa. Fue nombrando las alturas hasta toparse con una vidriera que creyó el paraíso, un mundo de nubes de colores organizadas en franjas. En el vidrio se reflejaba el arcoíris de lanas, del techo colgaban hebras gordas como estalactitas de mazapán, en el centro se clavaban enjambres de agujas y, sobre la puerta, un grupo de hilos turquesas arañaban el filo de dos platillos que el viento mareaba en una melodía celestial. Interrumpió el pesado andar de la avenida y entró al local como si estuviera atravesando un portal. Agradeció al cielo breve de abril que la atendiera una mujer alta y fuerte y que en sus manos haya podido descansar su conciso pero exquisito relato. Tenía un sueño en mente, precisaba unos ovillos crudos, el blanco era un error de principiante que no iba a permitirse a su edad, también le explicó que de ninguna manera podían caer en tonos rosas o amarillos, el crudo debía ser pálido con suaves tintes de marrón. Llevaba consigo muestras de otras lanas más viejas y delicadas, para garantizar que ninguna luz quirofónica le juegue una mala pasada, era un recaudo que siempre debía hacer, no sabe una con qué luces trata, el techo alto, las sombras blancas entre estanterías metálicas, la fuerza amarillenta a media mañana, un sol inquieto entrando quizás por una ventana naranja, la calidez de una estantería violeta o el azul verdoso de unos ojos punzantes; todo podía hacer la diferencia. La mujer alta y fuerte le trajo un grupo de hebras, las tocaron a la vez, sonrieron cómplices negando con la cabeza, sus rodetes se confundieron en un meneo repulsivo hasta chocar el cordón de mostacillas que colgaban de sus lentes, rechazaron las muestras como devolviendo en un gesto la sopa fría de un cocinero inexperto, se acompañaron hasta la puerta y prometió volver. Así lo hizo cinco semanas más. Una mañana de mayo atravesó confiada el coro de ángeles del local; la mujer cruzó el salón oranda, le acarició breve la cabeza, cargaba una esperanza incómoda que resolvió tras el mostrador. No tardó en aparecer con una bolsa transparente explotada de ovillos crudos, frescos, vaporosos. Ella sintió que se le salían las ganas como rayos por los vidrios gruesos de sus anteojos, hubiese querido nadar en ese mar del color perfecto y brotar del fondo hilos más finos y más gruesos hasta bordarse entera en cada ola, o naufragar de espaldas cargando sobre su pecho las madejas como salvavidas hasta la orilla. Antes de irse prefirió registrar el número de sus agujas y pender de su solapa unos marcadores de metal lustrosos con motivos de abejas, los pagó con gusto, y en el regreso triunfal no sintió el bache en el colectivo, ni le asustó la lluvia dispersa y pesada en el saco, solo podía imaginar ochos y lazadas en los hombros, cuellos en ve como caminos rectos y directos para rodear el canto hasta las orejas.Si hubiese podido, habría dejado que la sonrisa le ocupara también sus cejas, pero sintió el rubor de la timidez en la vidriera. Atravesó el camino convirtiendo las esquinas en pequeñas vueltas circulares, y de la soga de goma de sus agujas fue colgando ideas como trapos húmedos en primavera, y dejó pendiente algunos errores para hacer el sueño algo más concreto; entonces, tres puntos se convirtieron en dos vueltas y al regreso reparó como pudo o puso de reverso el tejido a la luz del cartel de la panadería para tentar al destino con medialunas y merengues, y al insertar la llave y cruzar la puerta de su casa el quejido de la rodilla ya no le molestaba, y en espejo de bordes pesados del desván comprobó que su sonrisa le ocuparía en esas semanas casi toda la cara.
Fueron semanas de lluvias y tormentas. Las nubes descargaron un grueso tendal de agua ácida, el barro bajo los árboles confundió las raíces y construyó a su paso huecos blandos por donde navegaron hojas y ratas. Por las noches el viento se encaminó entre las espaldas altas de los edificios y descargó su furia contra las ramas, arrancó raíces, mutiló árboles, derritió como sauces llorones las rejas del barrio; volaron macetas y cadenas; un río té con leche corrió por la puerta del 323 arañando a su paso autos y bicicletas. Detrás del sillón de hojas verde seco con pintitas doradas, ella contempló la hecatombe como un fondo lejano y sombrío; sobre su falda se cocinaba mar crudo de algodón, las líneas de arroz nacarado pura lana se iban trenzando como hormigas albinas en filas rectas y tensas; ella sonreía con las curvas de sus axilas, el cuello se le adelantaba al traqueteo constante de cada lazada, mientras en sus oídos florecía en español neutro el misterio de una telenovela, las horas eran un telón que se dibujaban de a tramos. Olvidaba las cenas y dormía abrazada al pedazo de tela que conforme crecía le abrigaba los sueños. Sintió erguirse una espalda sobre sus rodillas, como si el tiempo no hubiera pasado, le ardía en el centro del pecho un clamor, el llanto de un quirófano con la sed ferviente de amamantar; fue cociendo las mangas como abrazos y antes de cerrar el elástico quiso probar, quiso saber cómo sería volver a colgar de su pecho un cuerpo ajeno, cargó por su casa esa pieza perfecta, se miró al espejo orgullosa, sonreía triunfante con esa bolsa como marsupial, como una niña jugando al pasado. Besó la prenda y la lavó de inmediato; tensó la lana, clavó en los hombros, en las mangas y en la cadera finas agujitas sobre la madera; dejó que el tejido se aprisionara, le dió forma, lo estiró con rigor hasta exigirlo recto. Después, desparramó un perfume a jazmín sobre la mesa y lo rozó sutil contra el viento, para que el aroma se vaya yendo, para disimular la huella de su olor, para dejar un rastro. Debió convivir con el final sobre la mesa unos días más, no toleraba verlo, le urgía envolverlo, le urgía desprenderse. Por las tardes era más duro, le inquietaba esa espalda tan armónica y grande extendida como un gigante decapitado en mitad del comedor, hubiese querido volver a hacer papillas y enchastrarse la vida de naranja y violeta, o resoplar otra vez por la bañera y por el grito y por las risas, o caminar en pasos de baile por la madrugada detrás de un sueño frágil. Por las tardes le dolía siempre el silencio, el misterio de la telenovela era más evidente.
Cuando sonó el timbre casi se olvida; lo miró embelesada como quien admira un muerto bello y maquillado, era tan tierno en el centro de su mesa, en el medio de la madera, era tan frágil y tan adorado que por un segundo no quiso llevarlo. El timbre insistió repetido, corto, como un hipo metálico. Lo tomó con las dos manos como si crujiera en ellas un pájaro hambriento y escurridizo, alzó los dedos para amortiguar el freno abrupto del ascensor, acompañó con los codos el baile de sus tacos gruesos y cuadrados sobre el mosaico, acarició el moño todo el trayecto, lo acunó hasta sus manos, cuando por fin bajó los brazos y pudo soltarlo.
Dejó que él lo desnudara desgarrando el papel en tajos, dejó que él pinzara el sweater por los codos, que él lo llevara en un vuelo breve sobre el humo del asado, que él lo soltara como un gorrión rapaz entre las sillas de plástico, que él lo arrojara desde el abismo de sus dedos apurados hasta el fondo del cajón de los regalos. Fingieron un abrazo, las gracias y el de nada; pero en el taco grueso de su zapato gastado ella consiguió traficar el ancho raso rojo, lo envolvió en el borde de la goma, lo frotó contra el pasto hasta clavarlo y lo fue arrastrando de regreso, como si a su paso trajera un célebre cortejo fúnebre.
Sobre la autora
Mijal Mendiuk nació en Buenos Aires. Es licenciada y profesora en Ciencias de la Comunicación.
Se sumó, hace dos años, al taller de escritura Claraboya que coordina Nahuel Vázquez. Actualmente, es alumna de Artes de la Escritura en la UNA.
“De las historias me gusta el tono, el placer de estrujar adjetivos, la necesidad imperiosa de hacer algo similar al nudo en el medio de la R” - comentó para esta sección.





























