Via Tres Arroyos te acerca una nueva entrega de Pinceladas literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión, con un nuevo cuento de su autoría.
CARACOLA
Con el Oscar hicimos la fila en el muelle frente al depósito de corvinas para que nos dieran la paga. Andábamos con el garguero seco; habíamos laburado toda la noche en la langostera y, con las monedas en los bolsillos, salimos para la escollera a tomar vino y fumar.
A esa hora la bruma baña el murallón y lo hace resbaloso. Nos sentamos en una de las piedras más altas y, desde ahí, disfrutamos de la ferocidad de las olas. Echamos humo en forma de argollas que se perdían en la niebla y empinamos el codo hasta terminar la botella que habíamos comprado en el muelle.
El sol pintaba de naranja el mar y la borrachera nos nublaba la vista. Pensé que el Oscar me estaba cargando cuando me codeó y empezó a los gritos señalando el bulto que traía el mar. Achiné los ojos y, para cuando quise decir algo, él ya estaba saltando entre las piedras para el lado de la orilla.
Nos sacamos las alpargatas y arremangamos los pantalones para meternos con el agua a la cintura hasta alcanzarlo. Tironeamos del camisón blanco cubierto de algas y caracolas marinas y lo arrastramos a la playa boca abajo. A la madrugada había helado y se me habían cortado las palmas por el roce con las cuerdas de las redes. No quería rasparla o mancharla con la sangre que me salía de las heridas.
El Oscar le sostuvo la cabeza y la dio vuelta. Era una mujer, bajita, de pelos grises, la panza hinchada y la boca violácea. Le bajé el camisón que en la arrastrada le había quedado arriba de la cintura. El Oscar me mandó a buscar a la Prefectura. Tardé unos minutos en entender lo que me pedía. No podía dejar de mirarla. Quién baja a la playa en camisón, pensé. Los gritos del Oscar me espabilaron y tuve que pensar un rato para qué lado tenía que ir.
En el camino encontré un zapato de mujer atrancado entre los hierros de la escollera. Al rato sonó la sirena de la morguera, bajaron dos enfermeros y levantaron el cuerpo. Con el Oscar se nos dio por seguirla en bicicleta.
La morguera entró por el estacionamiento del hospital zonal. Hicimos guardia frente a la puerta trasera. Queríamos saber quién era la mujer que sacamos del mar.
Pechamos unos cigarros a los milicos que controlaban que nadie pasara y nos acodamos contra un árbol a la espera de noticias. El enfermero que había bajado de la morguera salió a fumar y nos contó que la habían tenido que lavar para despegarle las caracolas y poner la mortaja.
Los milicos nos echaron y nos prohibieron hablar con nadie de lo que habíamos encontrado. El Oscar me mandó para el rancho y me dijo que ni se me ocurriera volver al hospital, que me echara unos rezos y me dejara de jorobar con querer saber quién era esa mujer.
Al otro día le conté a Rosa, la panadera, lo que había pasado. No sé leer, pero estaba seguro de que el cuerpo que había escupido el mar iba a ser noticia.
En mi barrio, la única que compraba el diario era ella. No le interesaban las noticias de Mar del Plata, pero lo necesitaba para envolver la galleta. Le conté lo de la mujer ahogada y ella me señaló el titular de La Capital. Buscó la noticia y leyó: “Ha muerto trágicamente Alfonsina Storni, gran poeta de América”.
Había varias fotos de ella, pero en ninguna se parecía a la que sacamos del agua. En un recuadro escribieron los nombres de los libros que publicó y una foto con un tal Horacio Quiroga. Rosa leyó el recorrido que haría el cortejo y un fuego me cruzó el pecho.
No había podido dormir pensando en las manchas violetas de su cara fría y en sus pies raspados por las piedras. Rosa siguió leyendo en voz alta y me preguntó si la difunta estaba muy hinchada. Entrecerré los ojos y, antes de que yo dijera nada, ella me leyó el diario: “Según los forenses no llevaba muchas horas en el mar”.
Le conté lo del zapato y que me lo había guardado en el bolsillo del saco. Rosa meneó la cabeza y me dijo que la difunta debería tener familia, que lo devolviera. Salí para mi rancho, me puse la chaqueta de domingo y me fui para el entierro.
Un carro fúnebre llevó el ataúd a la estación Norte y entre varios hombres lo cargaron en el tren que sale para Buenos Aires. Rebolé la bicicleta en el andén y me colé en uno de los vagones. En Constitución, salté a las vías. Sacudí el polvo de mi chaqueta y me colgué del estribo de un carro que iba en el cortejo. Entraron el cajón al “Club Argentino de Mujeres” y la gente lo siguió en procesión.
A los empujones me escabullí entre tipos elegantes, bigotudos y señoras de luto. Había otros como yo, pero nadie se acercó tanto a su cajón. No podía despegarme de ella, ni dejar de pensar en sus ojos dormidos. Al lado mío, una joven sollozaba y le contaba a Alejandro, el hijo de la difunta, que el día anterior Alfonsina no se había movido de su pieza. Dijo que ella entró a alcanzar un té y la encontró envuelta con el poncho catamarqueño.
Entre gemidos recordó que le había pedido que la acompañase a llamar al doctor y le despachó una carta en el correo. Me quedé al lado suyo cuando el hijo de la difunta la dejó para pararse más cerca de su madre. La joven me preguntó si yo la conocía. Asentí. Se secó unas lágrimas y frunció el ceño.
Me alejé de ese dolor ajeno y busqué un hueco entre dos columnas. El gentío me empujó hacia el fondo. Los empleados de la funeraria se acercaron al hijo y le indicaron que había llegado el momento. Entonces la pensé flotando, tan sola. Cerraron el cajón y varios hombres tomaron las manijas para cargarla hasta el carro que le llevaría al cementerio. Me colé entre los deudos.
Al borde de la fosa, su hijo lloró. Los empleados del cementerio ataron el cajón con unas cuerdas anchas y lo bajaron. El viento meció el féretro como la marea a su cuerpo. Su hijo tomó la palabra y cuando terminó echó paladas de tierra que hicieron un eco que me perforó la garganta. La gente tiró flores y los empleados acomodaron las coronas sobre la tierra removida.
El silencio de los sollozos se fue apagando, los pasos entre las tumbas se alejaron. La mujer joven que sollozaba en el velorio se tapó la boca con el pañuelo y dejó escapar gritos silenciosos. Hubiera querido contarle lo del zapato, decirle que lo tenía. Pero me acordé de Rosa y pensé que lo mejor sería llevarlo a la prefectura y que ellos lo devolvieran.
La joven se quedó un rato con el cuerpo inclinado hacia adelante y la cabeza gacha. Hubiera querido contarle sobre el rostro tranquilo de Alfonsina. Hubiera querido decirle que había paz. Pero me quedé atrás y esperé a que se fuera. Lloré arrepentido por haberla sacado del mar. Llegué al borde de la fosa, metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué la caracola marina que le había despegado del camisón.