Alberto Ruíz Díaz fue más que un profesor de tenis.
Para los más de 200 alumnos que pasaron por el Club Atlético Costa Sud, el negro fue padre, amigo, confidente, protector, formador.
Sin duda alguna, ha dejado una huella indeleble en los corazones de cada uno de ellos, y desde hoy, esa huella permanecerá para siempre en la cancha Nº 4 de tenis de su amado Costa Sud.
Al cumplirse 25 años de su fallecimiento, amigos, directivos, jugadores y exalumnos se reunieron para descubrir una placa que lo honra y lo recuerda para siempre.

Estuvieron presentes en el acto, Ana María, hermana de Alberto, sobrinos, amigos y exalumnos.
El acto inició con las palabras del presidente del club oriverde, Sergio Caro: “Para los exalumnos esta es una jornada emocionante; para aquellos que lo conocimos como persona lo recordamos como una ser humano excepcional, lleno de empatía, de una gran calidad humana. Nos dejó muy joven, hace 25 años, y siempre lo tuvimos muy presente. Hoy gracias a la iniciativa de Victor “Cosito” Cedrón, podemos homenajearlo de esta manera.”
Luego fue el turno de Guillermina Martínez, exalumna, quien ademas de unas profundas y emotivas palabras de su autoría que conmovieron a los presentes, leyó también mensajes enviados por exalumnos de Ruíz Díaz, que se encuentran radicados en otros países y ciudades que quisieron estar presentes en este homenaje, como Mario Doñate, Fernando Grapassono y Pamela Cravero entre otros.
A continuación se descubrió la placa que lo recuerda para siempre:
El profe y el hombre
Alberto Ruíz Díaz tenía siempre la palabra justa. Conocía las necesidades físicas y técnicas de sus alumnos en lo que a lo deportivo se refiere, pero también, las necesidades emocionales y personales de todos nosotros desde lo humano, y nunca hizo caso omiso ni a una ni a otras.
Tuvo siempre el oído atento y las palabras adecuadas para sacar de cada uno, lo mejor de sí, como jugador y persona.
Serio, responsable y exigente a la hora de entrenar; gracioso, bonachón y compañero cuando de divertirse se trataba.
Fue un formador de jugadores y de personas. Forjó el carácter de muchos dentro y fuera de una cancha. Consoló nuestras adversidades deportivas y espirituales, curó con merthiolate nuestras heridas físicas y con buenos y sabios consejos, las del alma.
Nos enseñó a pegarle a una pelota y a crecer, a subir a la red y a ser responsables, a nunca rendirnos, ni adentro ni a fuera del deporte.
Compañero de viaje, recto y severo guardián de nuestro comportamiento fuera de casa cuando viajábamos a competir.

A pesar de la complicidad y la confianza que nos destinaba a todos sus alumnos, nunca permitió una falta de respeto, ni para él ni para nadie. Cuando se le borraba la sonrisa blanca de los labios, sabíamos “que la cosa venía espesa” y un par de palabras siempre le bastaron para ejercer su autoridad.
Miles de historias, cuentos y anécdotas me vienen a la memoria, a medida que avanzan las letras frente al teclado.
Un día nos tocó viajar con Costa Sud a Bahía Blanca para jugar un interclub (sabrán disculpar haber olvidado el nombre de nuestro rival). Finalizado el torneo y minutos antes de emprender el viaje de regreso, el negro Ruíz Díaz fue el encargado de dar el resultado: en aquella ocasión dijo que Costa Sud había ganado (pongámosle) 50 a 45.
Cuando subimos al colectivo, pidió silencio y nos contó la verdad: Costa Sud había ganado 70 a 25, pero nuestro profesor consideraba que no era necesario revelar el verdadero resultado en público por respeto a los padres de los jugadores rivales que habían tenido, todos ellos, la gentileza de alojarnos en sus casas, brindándonos comida y cama.
Así era el negro, incapaz de permitir una humillación pública a nadie, si él estaba presente.

En lo personal, me quedo con una anécdota de las muchas que recuerdo:
Una tarde entrenando, Un furibundo, pero errático golpe de derecha, quebró mi raqueta. Era una Prince Jr 90, de aluminio, cabeza ancha (panaderas, le llamaban) y más corta de lo normal porque era para niños. Fue “mi primera gran raqueta”, antes jugaba, como se estilaba por aquellos años, con raquetas de madera, todas ellas heredadas y en desuso por mi padre.
Mi desconsuelo fue absoluto, como también lo fue mi miedo. Debo reconocer que yo era bastante “chinchudo” y proclive a enojarme fácil cuando jugaba. Con esos antecedentes, el hecho de tener que convencer a mi padre de que había quebrado la raqueta de un pelotazo y no de un raquetazo contra el suelo, era una tarea difícil. Fue el negro (o Ruisdi, como a veces solía llamarlo) quien después de consolarme, me llevó, sin decirme palabra, hasta la cantina del club, me pidió el número de teléfono de la entonces Fábrica Sode y habló con mi padre.
- ¡Se quebró!
- ¿Gabriel?
- No, la raqueta. Vas a tener que comprarle una raqueta “de verdad”, Gabriel está pegando bien y mucho.
Con esas pocas palabras no solo “me sacó las papas del fuego”, también realzó mi autoestima como jugador.
Cuando dejé de jugar al tenis, solía ir a visitarlo para charlar y compartir un mate, ya en la cancha 7, debajo de la vieja tribuna del club donde mudó sus clases.
Conservo, como último recuerdo, sus gastadas en las victorias y sus disimulados enojos en las derrotas, en aquellos desafíos de todos contra todos al ping-pong, debajo de la vieja tribuna, donde, a veces, el mate iba y venía de mano en mano, uniendo generaciones.
Alberto Ruíz Díaz, el negro, ya vive para siempre en los corazones de quienes tuvieron la suerte de conocerlo, ahora y con justicia, su nombre vivirá eternamente en una cancha de tenis, donde sin dudas, se sintió como en su casa.





