Del otro lado de la vía, durante los años de mi infancia, no hacían falta los relojes, ni siquiera para despertarnos. El tiempo se media de otra manera.
Eran las seis de la mañana cuando la sirena de la Fabrica Istilart sonaba para anunciar el ingreso de los trabajadores, algunos empleados entraban presurosos y desvelados y otros, aún con la modorra mañanera visible en sus caras. El sonido de aquella sirena se prolongaba por varios segundos y se iba apagando poco a poco como se va apagando la voz de alguien que grita con todas sus fuerzas y se va quedando sin aire. Refunfuñando giraba en la cama con la certeza de que eran pocos los minutos de sueño que me quedaban por delante.
Eran las siete cuando el gallo de la familia Renault me indicaba que era la hora de abandonar la cama y de prepararme para ir al colegio. Llegaba a la mesa de la cocina aun dormido y me engañaban con Malta diciéndome que era café.
Rituales mañaneros que se repetían a diario, en cualquier época del año, sonidos y circunstancias que formaban parte de la idiosincrasia del barrio, marcando horas que en los relojes yo no sabía.
Eran las ocho cuando por la esquina cruzaba en bicicleta el repartidor de diarios. Impostando la voz y con un cantito característico pregonaba la llegada del matutino al barrio… "diario la vooooo" se escuchaba desde todos los rincones.
Eran las nueve cuando llegaba el lechero con su gorra vasca y sus tachos de aluminio sobre un carro de madera de tres bandas, tirado por un caballo gastado y blanco que vestía anteojeras de cuero y, a veces, se dejaba acariciar el cogote.
Del otro lado de las vías eran las doce cuando las tres campanadas rítmicas de la Fábrica Sode anunciaban el final de la media jornada laboral y los casi 100 empleados en bicicleta inundaban las calles a mano y contramano y hacia todas las direcciones. A veces, cuando estaba en casa, salía corriendo hacia el galpón de la fábrica y le pedía al Vasco Irigoyen que me dejara tocar la campana; la golpeaba con fuerza para que ese sonido metálico se expandiera lo más lejos posible.
Durante toda la mañana y parte de la tarde era incesante el desfile de camiones, tractores y trabajadores con sus mamelucos azules o marrones que cruzaban de galpón a galpón. Sode tenía sus oficinas y parte de sus instalaciones sobre calle Sarmiento 901, con salida sobre Constituyentes y abarcando parte de Sarratea del 0 al 100 incluyendo lo que hoy sería el Museo del Automóvil del Club Quilmes, por su parte el galpón de la pinturería, se ubicaba cruzando la calle, en diagonal a las oficinas abarcando la esquina de Sarmiento y Sarratea. La Fábrica Sode cerró sus puertas en 1994 pero la marca continúa aún vigente con más de 100 años sobre sus espaldas a través de la quinta generación familiar a cargo de la empresa Tres Agrícola Sode.
Eran pasadas las doce del mediodía cuando en mi casa se almorzaba y luego era obligatorio quedarse quieto durante dos horas para “hacer la digestión.”
Era la una cuando pasaba El Tintorero y preguntaba: "señora, ¿tiene algo?" Eran las dos cuando, nuevamente sonaba la sirena de Istilart para finalizar y comenzar a la vez, un nuevo turno. Siempre eran las tres de la tarde cuando mamá se levantaba de la siesta; la merienda era a las cuatro y a las cinco el visto bueno para salir a la calle a jugar con los amigos del barrio.
Del otro lado de la vía, nos juntábamos en la esquina de Brandsen y Sarratea, a veces solo a pasar el tiempo sentados en el cordón de la vereda; otras, a correr con los carritos bolilleros. El de Lucas era el más lindo, pintado de negro y plateado, con asiento y todo; también hacíamos piruetas con las patinetas, patinetas de las de antes donde los pies nunca entraban, aprovechando las veredas en declive de los galpones de la Fábrica Sode que utilizábamos de rampas. Tampoco nunca faltaba el picadito dos contra dos o tres contra tres sobre una calle de tierra y toscas que me rompía los pantalones.
Los sonidos de los golpes de martillos, de las cortadoras eléctricas, de los fierro de la Fábrica Sode, se propagaban por todo el barrio como un eco, y eran respondidos como se responden los perros a varias cuadras de distancia por los empleados de la Fábrica Trafer que tenía sus instalaciones sobre avenida Moreno y salida por Sarmiento. Su nombre lo forman dos apellidos el de Pierino Travaini y Francisco Fernández y es la única empresa de aquel barrio que aún subsiste, hoy instalada en el Parque Industrial. En un principio se dedicaba a la transformación de máquinas agrícolas en general, y en la actualidad a la construcción y mecanización de plantas de silos para el almacenaje de granos y fertilizantes sólidos.
Sonidos. Sonidos que continuaban su recorrido hasta la avenida Libertad y Colón, donde allí se unían con los propios de la Fábrica Buque perteneciente a Carlos Quegles y familia.
“Fábrica Buque de Tres Arroyos, la línea más completa del país, en rastras de dientes todos los modelos para cualquier tipo de terreno…Fabrica Buque para su campo seguridad” rezaba hasta el cansancio el jingle radial que sonaba y sonaba tanto como los golpes de su producción.
Del otro lado de la vía, en la intersección de las calles Falucho y Sarratea tenía sus instalaciones Transportes Goizueta y eran sus camiones los únicos capaces de interrumpir el picado sobre una calle aún sin asfalto.
Eran las seis de la tarde cuando salían sus empleados y me gritaban goles inexistentes…y me pateaban la pelota… y me cargaban cuando tenía puesta la camiseta de River. Luego llegó el asfalto y el tráfico cada vez mas continuo obligó a trasladar la canchita hacia el verde césped de los fondos del Club Costa Sud cuando todavía tenía instaladas "las haches" de la cancha de rugby.
A veces cambiábamos el futbol por el básquet, caminábamos una cuadra para tirar al aro en la cancha de Quilmes y hasta nos animamos a las bochas, caminando cuadra y media en dirección contraria, hasta el Club Huracán. Había tardes de "agarrada, de mancha y de escondida" y cumpleaños de vecinos a los cuales asistir.
Haciendo un poquito de trampas podemos mencionar también a la Fábrica Vizzolini, pegadito a las vías pero "Del otro lado" Fundada por Luis Vizzolini en 1906, durante décadas elaboró pastas secas con el apellido de su fundador. Los fideos Vizzolini se hacían en Tres Arroyos y se disfrutaban en la mesa de todos los argentinos. Hasta entrados los años 90 la empresa mantuvo su identidad local, luego por la concentración económica fue vendida, primero a Terrabussi, que pasó a formar parte, luego de la multinacional Kraft, más tarde se vendió a Mondelez y finalmente a Molinos hasta su cierre definitivo.
Del otro lado de la vía eran las siete de la tarde cuando Alfredo llegaba del trabajo y nos desafiaba a Lucas y a mí, a un partido de cabezas; y a pesar de que siempre fuimos dos contra uno, nunca le pudimos ganar.
Del otro lado de las vías eran las ocho cuando, en las tardecitas de verano, el viejo Danunzio, gastado pero siempre alegre, salía a la vereda con su acordeón a piano y los más chicos lo rodeábamos para cantar y aplaudir sus interpretaciones. Poniendo con su música un poco de calma a la rutina sonora diaria.
Eran las nueve cuando se escuchaba el grito de mamá llamándome para cenar y eran las diez cuando me mandaba a la cama sin poder mirar nunca “Mesa de noticias.”
En las tardes de verano se sumaban a los ruidos, el sonido del chifle del heladero que siempre puntual pasaba por nuestra cuadra y jugábamos a imitar la particular melodía que se desprendía de la armónica de plástico del "Afilador."
Del otro lado de las vías vivimos una infancia feliz y de barrio; con vecinos "haciendo vereda" en las tardecitas de calor, con vecinos que cruzaban de vereda a vereda para charlar y compartir el mate y que a veces se quedaban hasta altas horas de la noche sentados en la puerta de sus casas para escuchar los recitales que había en el gigante de Huracán.
Del otro lado de la vía ya no se escucha la sirena de Istilart, ni las campanadas de Sode ni el gallo de los Renault… ya no está la fábrica Buque, Ni Trafer, ni Vizzolini… tampoco Alfredo ni el acordeón a piano de Dannunzio… ya no hay lechero, ni camiones de Goizueta interrumpiendo picaditos… ni bicicletas que vienen y van… ni afiladores… ni heladeros… ni recitales en el gigante de Huracán…solo queda un diariero remolón que pasa siempre, cerquita de las diez.