El uso de conceptos imaginarios para explicar los conflictos de la convivencia es tan antiguo como la política. Los nombres que se le asignan a las cosas cambian según el clima de época. Pero no la necesidad de usarlos para cambiar las cosas. No hay un objeto concreto al cual se asimile la idea de “voluntad popular” o el concepto de “soberanía”. Sin embargo, han sido conceptos eficientes para construir sistemas de legitimación del poder.
Javier Milei llegó a la Casa Rosada mediante una operación simbólica eficiente, que consistió en plagiar un concepto de los populistas de izquierda españoles, cambiando la polaridad en el núcleo. Ese concepto fue la idea de “casta”. Los progresistas españoles comenzaron a usarla para señalar un destinatario de la indignación contra el sistema político. La casta era un significante vacío: un concepto donde cada uno podía poner lo que quisiera.
Lectores de Gramsci, los populistas de izquierda imaginaban que de esa manera construirían un discurso hegemónico para llegar al gobierno y ejecutar las reformas que querían. Milei tomó el concepto de casta y lo aplicó en Argentina con polaridad invertida: para promover reformas por derecha. Un Gramsci al revés.
Esta exitosa operación simbólica sirvió a los progresistas españoles y a los libertarios para el acceso al poder. El ejercicio del gobierno es una dinámica política esencialmente diferente. No consiste en describir la naturaleza del conflicto social, sino en la praxis de su transformación. En poco tiempo a los progresistas españoles se les desflecó el concepto de casta. Casi desde que entraron a los alfombrados despachos de la casta.
A Milei, ese significante vacío se le comenzó a desvirtuar cuando el ajuste económico afectó a todo el conjunto social. No sólo a la casta, que cada sector imaginaba como eso que sobrevivía injustamente en la casa del vecino. La operación simbólica es paradójica: cuando el significante vacío se completa con las expectativas de todos y cada uno (cuando “se llena”), entonces deja de ser útil. Porque de tan completo de ilusiones, tan multitudinarias como inevitablemente contradictorias, pasa a referenciar nada. Las palabras como casta se vacían cuando el significante se llena.
Milei tomó en los últimos días una decisión que tiende a invalidar por completo esa idea de casta como herramienta política. Esa decisión es la referida a la relación del nuevo gobierno con la Corte Suprema de Justicia. El Presidente viene navegando una escena de gobernabilidad compleja. Una escena que se venía definiendo hasta el momento por la relación conflictiva entre el Ejecutivo y el Congreso y entre la Casa Rosada y los gobernadores. El dato más relevante de esa lidia es que a más de 100 días de gestión, el nuevo gobierno todavía no pudo conseguir ninguna ley para sostener su programa de estabilización económica y reformas estructurales.
Ese bloqueo institucional (empate de debilidades, al fin) motivó al gobierno a proponer un pacto para el mes de mayo. Un consenso sobre principios. Pero mientras tanto, al calor de algunos primeros indicios favorables (aunque precarios) del plan económico de contingencia, no descarta inclinarse por un consenso sobre resultados: cree que si la inflación baja, sus adversarios quedarían obligados por presión social a respaldar las reformas de fondo. Viene al caso recordar que desde su origen Milei se piensa como el eje de un partido mercurial: el de sensibilidad más volátil según los cambios de temperatura social.
Nueva alianza
Pero la movida con relación a la Corte Suprema viene a cambiar radicalmente los actores y la naturaleza del bloqueo existente. Milei eligió proponer dos jueces nuevos para la Corte. Para la vacante que dejó Elena Highton, propuso al juez Ariel Lijo. La trayectoria de Lijo es tan sinuosa que de inmediato sonaron todas las alarmas. Milei fue más allá y dio por terminado nueve meses antes de la fecha prevista el mandato de Juan Carlos Maqueda. Un destrato innecesario.
¿Qué sucedió para que Milei resolviese formalizar (mediante Comodoro Py) una alianza entre la casta y el partido mercurial? ¿Tiene ya un acuerdo cerrado con Cristina Kirchner y los gobernadores del PJ para que sus candidatos sorteen la valla del Senado que no pudo sortear ni siquiera el DNU más programático del gobierno libertario? Si existe ese acuerdo ¿incluye también la ampliación de la cantidad de miembros de la Corte y una integración negociada con el bloque más numeroso del Senado?
Si Milei no tiene cerrado un acuerdo ¿evaluó la posibilidad de que le voten a Lijo de contado y le entreguen el voto a Manuel García Mansilla en una negociación en cuotas? ¿Estaría dispuesto Milei a esa derrota, para sumar a las que ya tuvo en el Congreso?
La prueba de que la estructura mercurial de Milei viene siendo desafiada por su desconocimiento de la gobernabilidad política la ofreció esta semana la vicepresidenta. Victoria Villarruel se explayó en declaraciones en las que se preocupó por resaltar su buen vínculo con el Presidente. Pero donde dejó sentada también su aspiración presidencial, su condición de política integrada al sistema y sus desacuerdos con aspectos sensibles de la actual gestión. Entre ellos: la nominación de Lijo y el involucramiento de las Fuerzas Armadas en las acciones contra el narcotráfico.
La contracara (y también el consuelo para el Gobierno) ante estas turbulencias internas es el traumático proceso que transitan las otras fuerzas políticas. El plenario de dirigentes justicialistas que se reunió para despedir sin honores a Alberto Fernández no pudo avanzar ni siquiera en el armado de una comisión de acción política.
En la vereda contraria, Mauricio Macri reasumió la presidencia del partido que fundó, pero en un contexto de diáspora. Como le pasó al radicalismo cuando él llegó a la Casa Rosada, lo más importante dejó de ser la trifulca eterna entre los dirigentes, si no la fuga -en masa y en silencio- de la mayoría de sus votantes.