Todavía estaban calientes las cenizas de la sesión del Senado que le rechazó al presidente Javier Milei el decreto de necesidad y urgencia con el que inició su gobierno, cuando el ministro de Economía informó el resultado fiscal del mes de febrero pasado. Por segundo mes consecutivo hubo superávit financiero.
Luis Caputo destacó como dato relevante que ese resultado se obtuvo en un contexto de caída de los ingresos. Poco después se entusiasmó con una opinión de Domingo Cavallo: la tendencia de inflación mensual estaría volviendo al nivel de noviembre pasado, pero ahora sin control de precios. El plan de contingencia para frenar la inercia inflacionaria explosiva de la gestión Massa se estaría acercando a uno de sus primeros objetivos. En el mismo mes de marzo para el cual los críticos de Caputo pronosticaban una nueva devaluación, con estallido social incluido.
Como toda ufanía política, la de Caputo incluye una reivindicación de acciones pasadas, pero sobre todo una prevención de riesgos futuros. El plan de contingencia que aplica necesita dar muestras de sustentabilidad técnica y política hasta que se enganche en la locomotora de reformas estructurales que reconstruyan en el país una economía de mercado. La reducción del gasto por la vía de la licuación o la mera insolvencia de caja tiene limitaciones temporales que le han sido señaladas desde las auditorías técnicas del FMI y el plan de contingencia sólo se convertirá en programa de estabilización cuando en la planilla de precios relativos comience a quedar liberado el valor del dólar. Es decir: cuando no haya cepo.
Milei insinuó tras el desplante del Senado que podría requerir del FMI asistencia financiera para abrir esa compuerta sin riesgo inflacionario. Las señales desde el Fondo tienden a ser recurrentes: eso sólo podría ocurrir cuando Milei deje de especular con un esquema de dolarización de la economía. Y cuando el Gobierno comience a demostrar en la arena política que puede obtener consenso para un programa de reformas. Cuando evolucione del principio de revelación, al principio de ejecución.
El gesto de desplante que hizo el Senado tiene una magnitud histórica: por primera vez se le rechazó un DNU a un presidente en ejercicio. Para justificar la decisión, la exdiputada Graciela Camaño recordó que en 2020 el Senado rechazó decretos de la ley 26.122. Los decretos de necesidad y urgencia devueltos fueron los DNU 256/2015, 102/2017 y 1053/2018. Tres decretos de Mauricio Macri, devueltos después de que terminó su gestión. A Milei, el rechazo le llegó antes de los 100 días de gobierno.
Maximalismo por dos
El maximalismo del rechazo, explican los opositores a Milei, se funda en el maximalismo jurídico del decreto devuelto. Su vastedad normativa, imposible de ser desguazada en virtud de la ley que regula su tratamiento, obligó a los legisladores a prejuzgar sobre la constitucionalidad integral del decreto y a rechazarlo de manera preventiva.
Tanta urticaria republicana en una mayoría impulsada por el antiguo oficialismo no dejó de sembrar dudas: “A Massa le hubieran aprobado cualquier cosa”, refutaron desde la Casa Rosada. Un argumento difícil de contrastar para un Senado que todavía no ha estudiado los decretos de Alberto Fernández. Entre ellos, los que establecieron la vigencia de un estado de excepción durante el año 2020. Tampoco parece irritar al Senado de hoy la inconstitucionalidad nativa de la ley impulsada por Cristina Kirchner que regula la sanción ficta de los DNU.
Más allá de la controversia, aun cuando pudiese sortear la prueba de la oposición en Diputados, el DNU 70 ya quedó dañado en sus presupuestos jurídicos frente a una judicialización que comenzó desde el primer minuto de su vigencia. Con la experiencia de la derrota de la ley ómnibus, el Gobierno anunció ahora que insistirá con aspectos del DNU 70, pero con despieces temáticos.
La estrategia seguiría siendo la misma: exponer a los legisladores, referentes sociales y orientadores de la opinión pública que, usando como pretexto las formas y los modales, en realidad objetan el contenido de los cambios propuestos. Un caso emblemático: la reforma laboral. Milei imagina en ese brete a dirigentes como Martín Lousteau, que impulsó durante el kirchnerismo una reforma impositiva por simple resolución ministerial y ahora votó en contra del DNU 70.
Pero eso es todavía principio de revelación. Al Gobierno le urge un principio de ejecución. Aspira a conseguirlo en el pulso de fondo que sostiene con las provincias por el costo del ajuste fiscal. Sostiene que ya envió señales de conciliación al reducir dos tercios de la ley ómnibus y reabrir el debate del paquete fiscal. Los gobernadores orejean las cartas. El amague en Diputados para imponer una fórmula de actualización de jubilaciones quedó a un tris del cuórum reglamentario. Los votos de los caciques territoriales en el Senado también fueron dispuestos como piezas de orfebrería.
Esto lleva a algunos a presumir que Milei ya renunció al objetivo de reformas estructurales antes de la renovación parlamentaria de 2025. Que seguirá inflexible hasta que la baja de la inflación obligue a sus interlocutores a conversar, en otros términos. O le habilite en las urnas la mayoría legislativa que hoy no tiene.
Es una presunción probable. El propio Milei la bocetó en una entrevista con Financial Times. Es también una divisoria de aguas en la estrategia opositora. Están los que le auguran al Gobierno un fracaso inmediato y se apresuran a posicionarse con nitidez como la opción contraria. Y están los desconfían de una deslegitimación tan temprana de Milei ante el electorado. Incluso en un escenario de ajuste y recesión económica profunda.
Entre esos dos polos de evaluación política, oscilan los dirigentes que aspiran a un posicionamiento opositor. No solo Milei está mirando el 2025.
En ese contexto, lo más significativo que ocurrió en la escena fue la fricción ostensible entre Milei y la vicepresidenta Victoria Villarruel. El Presidente buscó coagular lo ocurrido echándole la culpa a la prensa. Nada nuevo bajo el sol.