Edgardo Ramon Moreno
Sergio Massa le reclamaba a su gobierno estabilidad política como condición imperativa del desafío económico. Ahora tiene todo el poder en un puño: ha conseguido que el Gobierno, que ya le había ofrendado la administración del presente, le entregue también todas sus expectativas a futuro. Massa deberá gestionar consigo mismo la discusión dramática entre la realidad del fracaso económico que agravó y la promesa de una ventura.
Cuando pedía estabilidad política para gestionar la economía, Massa parecía amagar con una idea complementaria de estabilidad económica. Pedía consenso político para ajustar, único modo de contener la inflación. Ahora que le dieron la candidatura mayor, lo más probable es que corra el arco: sólo aplicará un plan de estabilización económica si lo votan y gana. Lo que le pedía al Gobierno, ahora se lo pide a toda la sociedad. El principal éxito de la política económica del ministro habría sido conseguir la candidatura. Una postergación del ajuste.
Massa suele usar una muletilla cuando alude a una agenda con prioridades. Le gusta hablar de una “hoja de ruta”. Para usar su modismo, la hoja de ruta personal de Massa ahora entra en colisión con la hoja de ruta recomendable para el bien común. Postergar la estabilización económica sólo agravará los problemas irresueltos. ¿Massa está obligado a trabajar para una transición hacia sí mismo? Esa dilación la pagará el país.
Todavía no está escrito que fracase en ese intento. Por eso conviene analizar el contexto en el cual Massa hace su apuesta. En las mismas horas en las que el ministro conseguía voltear las candidaturas de Eduardo de Pedro y Daniel Scioli, el balance de poder global encontraba una bisagra de primer orden: Vladimir Putin, antes líder indiscutido de la Rusia expansiva, zafó de un golpe interno perpetrado por un grupo de mercenarios que creía tener bajo control. Putin quedó expuesto con una fragilidad que afecta a dos aliados suyos, significativos para Argentina: China y Brasil.
El impacto sobre la diplomacia China no es menor para Massa porque fue el recurso que encontró a última hora para cumplir con el más reciente vencimiento de deuda con el Fondo Monetario, que finalmente no le extendió el cheque en blanco que el ministro esperaba antes de la oficialización de su candidatura. El Gobierno nacional tomó una decisión inédita: pagó con yuanes el equivalente a unos 1.000 millones de dólares. Otros 1.700 millones los sacó, raspando el fondo de olla, con Derechos Especiales de Giro, la moneda del FMI. El uso para cancelar deuda de los yuanes que estaban destinados a pagar importaciones chinas lo autorizó el régimen de Xi Jinping, quién sabe a cambio de qué. Máximo Kirchner asegura que son mera generosidad oriental. Sólo se conocen las urgencias del gigante: alimentos, conectividad, minerales, combustibles.
Dos apuestas, un ganador
El otro dato de contexto para Massa es la competencia interna que, lejos de haber cerrado, sostiene Cristina Kirchner. La vicepresidenta la expuso abiertamente en un acto ideado por Massa para congraciarse con los organismos de derechos humanos y que ella convirtió en una narración de chismografía política, con la intención de atenuar la imagen de repliegue deshonroso que quedó instalada en su militancia tras el cierre de listas. La verdad de la milanesa, según la vicepresidenta, es que la oferta electoral del oficialismo colapsó desde el momento en que la proscribieron con una sentencia judicial. Una definición en controversia apenas se observa lo que está sucediendo en Venezuela, con el apoyo de Lula Da Silva desde Brasil: la rígida prohibición que Nicolás Maduro le acaba de imponer a la dirigente opositora María Corina Machado. Al lado de esa proscripción, la de Cristina es un cuento capulí.
Pero lo más significativo que exhibió Cristina es la bifurcación de estrategias entre ella y Massa. La vice promueve un repliegue, un diseño electoral de derrota lo menos catastrófica posible. Massa amenazó con hacer explotar la economía para conseguir la candidatura, pero su estrategia es ganar. Por lo visto a Cristina le inquietó menos la extorsión que la intrusión; el desafío estratégico. Cristina criticó la compulsión del ministro candidato por las apuestas donde hay único ganador. La vicepresidenta sabe que sólo hay novedad en el riesgo. Por eso terminó justificando su propio retroceso como una virtud de la conducción en retirada: si no puede conducir el orden, que al menos le reconozcan la conducción del desorden. A los vencidos de la generación diezmada les explicó que esta vez no busca transformar, sino apenas tranquilizar.
Para suavizar ese desconsuelo, la vice citó el aforismo más conocido de Antonio Gramsci, sobre el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la razón. El kirchnerista madrileño Íñigo Errejón suele ser impiadoso con esas citas. Dice que a Gramsci las derechas lo nombran como en una excursión traviesa en el campo intelectual del adversario y las izquierdas lo usan para parecer sofisticadas. Un roto para un descosido.
A Massa, una cita de Gramsci no le hace cosquillas; Cristina usó para él un arma más efectiva: volvió a su tesis sobre el efecto inflacionario del acuerdo con el FMI. Massa ya comenzó con las contorsiones: ahora dice que hay que hacer lo posible para pagarle al FMI y “sacarlo de Argentina”. Como fórmula narrativa es más obvia que suficiente: ¿Massa propone cumplir con el FMI para escapar del programa económico que le piden? ¿O sacarlo para gestionar el mismo plan, como promete cada vez que viaja a Washington?
Mientras, se asesora con un viejo compañero de andanzas en Anses: Amado Boudou; redimido de aquellas gestiones en las que enviaba a Alejandro Vandenbroele a Formosa para desarreglar deuda arreglada.