Estos son los hechos: Daniel Barrientos era chofer de colectivo y fue asesinado mientras trabajaba en el partido bonaerense de La Matanza, alrededor de las 4:30 de la madrugada del lunes pasado. El crimen provocó la protesta inmediata de otros colectiveros, sometidos como Barrientos a condiciones de inseguridad agobiantes. El ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, intentó sofocar el reclamo de los colectiveros con un gesto baladrón, propio de su estilo. Le respondieron con una golpiza.
Por esa agresión, el gobernador bonaerense Axel Kicillof desplazó el crimen de Barrientos de sus prioridades; atribuyó todo a una conspiración opositora y ordenó un desmesurado operativo policial para detener a los choferes que golpearon a Berni. Tan desproporcionado que lo criticó la vicepresidenta de la Nación.
Pero Cristina Kirchner tampoco puso el foco en la muerte de Barrientos, la víctima del asesinato. Solo lo mencionó en comparación con el atentado que sufrió el año pasado y del cual salió ilesa. Huelga aclarar que Barrientos nunca tuvo la custodia que acompaña desde hace años a la vicepresidenta.
La referencia de Cristina no fue la única del Gobierno nacional. El ministro Aníbal Fernández dijo que Kicillof desconoce la realidad de su provincia y recordó que el gobernador se opuso al envío preventivo de gendarmes al conurbano bonaerense cuando estalló la crisis de seguridad en Rosario, con una amenaza narco a la familia política de Lionel Messi.
Diferencias irreconciliables
Entre la alusión de la vice -que habló sobre el crimen de Barrientos solo para medirlo con el metro patrón del atentado en su contra- y la advertencia de Aníbal Fernández sobre la negligencia de Kicillof, hay algunas señales dispersas que permiten entender la perplejidad del Gobierno.
La más importante de esas señales es que, para el Gobierno, lo más relevante en términos de poder fue la agresión a Berni. Ver a Berni humillado fue una percepción de impotencia. Para la sociedad, lo más indicativo en términos de poder fue el crimen de Barrientos. La impotencia ante una muerte que revela la ausencia del Estado.
Son dos percepciones distintas. Podría decirse: opuestas. La sociedad se contempla a sí misma en estado de indefensión. Los gobernantes se miran a sí mismos indefensos. Esa dicotomía política es una bomba de tiempo. En el punto límite de la preservación de la vida, el Estado es para los gobernantes un privilegio propio y para la sociedad un desertor ajeno.
Cristina Kirchner viene desarrollando una estrategia de salida política cuya clave de bóveda es la preservación del territorio bonaerense. Tiene en sus manos una crisis de seguridad que se aproxima a un estallido social en cuentagotas. Un desafío a la autoridad del Estado. Desafío autonomizado de la regencia habitual de los punteros políticos; permeado por la narcocriminalidad; segmentado hasta la microfísica de bandas incontrolables y con múltiples capilaridades cómplices en las fuerzas de seguridad y la administración de justicia. Aníbal Fernández enviaba gendarmes para prevenir ese estallido. Cuando dice que Kicillof no lo entendió se lo está advirtiendo a Cristina.
Estas prevenciones se ventilan en público porque el Gobierno ha ingresado en una etapa de degradación final en la que sus principales referentes se pasean por la escena subidos a unos egos aerostáticos, desde donde ya no divisan la realidad. El presidente Alberto Fernández regresó de Estados Unidos subido otra vez a una verba autorreferencial ilimitada. El ministro de Economía, Sergio Massa, lo emula en lo suyo. Máximo Kirchner ensaya sus últimos intentos de nepobaby y Eduardo De Pedro pide primarias mientras habla de proscripción.
El caos interno, acelerado por el pálpito de una catástrofe electoral, le bloquea al Gobierno reflejos más sencillos, como el de observar que la crisis por la inseguridad es un síntoma extendido en la región. El más característico tras la salida de la pandemia y del espejismo social que entonces ofrecía el estado de excepción.
Un repaso por el vecindario permite advertir una gradación de desafíos con denominadores comunes. Andrés López Obrador (el presidente mexicano aliado de Alberto Fernández para cambiar el mundo) dispuso patrullajes exhaustivos en las playas, del Caribe al Pacífico, porque su estrategia concesiva con el narcotráfico lo ha desbordado por completo. A Gustavo Petro, el progresista reconocido por Cristina Kirchner, le cruje el acuerdo -que creía pacífico- con la narcoguerrilla. En Ecuador, el liberal Guillermo Lasso liberó el uso de armas por la población. A Lula lo desafía el “Comando Vermelho” de los narcos de Brasil.
En Chile, el presidente Gabriel Boric, asistió junto con los expresidentes Sebastián Piñera, Michelle Bachelet y Ricardo Lagos, al funeral de Daniel Palma, el tercer carabinero asesinado en poco más de tres semanas. Una señal contundente del sistema político chileno, inimaginable en Argentina.
Acuerdo inesperado
Como el Gobierno sólo razona pensando en términos de su salida del poder, ese umbral sistémico proyecta comportamientos sobre el espacio de oposición. El renunciamiento de Mauricio Macri no alcanzó para ordenar las disputas en Juntos por el Cambio, donde el criterio generalizado es que la crisis del país puede esperar hasta que la rosca se resuelva en las PASO.
En esa dinámica desentendida de la urgencia social se inscriben las fisuras inocultables de la coalición opositora en Mendoza y también en la Ciudad de Buenos Aires, donde la disputa está a punto de complicarse con un manoseo del régimen electoral.
Comienza a generalizarse la percepción de que las principales coaliciones políticas tienen como prioridad sus internas, a espaldas de la crisis social. Como si hubiesen llegado a un único e inesperado acuerdo: beneficiar el discurso antisistémico de Javier Milei.